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El eclecticismo en la arquitectura española moderna. Años 20-30 y 50-60 | Antón Capitel

Puede decirse, sin demasiada exageración, que toda arquitectura es ecléctica, y puede añadirse también que tantas veces residen en esta condición las más importantes bases de su propia calidad. Pero ha de reconocerse igualmente que hay ocasiones, y períodos, en las que dicho eclecticismo está en el fundamento mismo de los productos arquitectónicos que definen ese momento preciso.

El afán por superar las actitudes del siglo XIX y acceder de un modo definitivo a la modernidad, considerada ésta como una “Buena Nueva”, hizo tener al concepto mismo de eclecticismo por una actitud indeseable, degradada, constituyendo durante mucho tiempo algo parecido a un insulto, a una ofensa. Pensar y decir que alguien era ecléctico suponía condenarle, tener acerca de su actitud y de su obra una idea negativa, impresentable, inmoral casi. Así fue entendido por generaciones anteriores a la de quien esto escribe.

La notable distancia que nos separa ya del inicio y hasta del triunfo de la arquitectura moderna, de un lado, y la paciencia y lucidez que hemos ido alcanzando para poder observar la realidad de un modo independiente y no prejuiciado, de otro, ha conseguido que seamos capaces de ver con nitidez el eclecticismo que invade, ya no a toda arquitectura, si no, y muy concretamente, a alguno de los períodos de la arquitectura española cuya condición “pura” era antes dada por supuesta, y tenida poco menos que como garante misma de la calidad. Tales fueron, por ejemplo, el período de 1925-1936, el del nacimiento de la arquitectura moderna en nuestro país, tan querido y hasta tan mitificado por su importante significación. Y, también, el de 1950-1970, enormemente apreciado igualmente por suponer el abandono del oscuro período historicista que caracterizó los años de posguerra y la fundación definitiva de una arquitectura española moderna y plena.

Excursión Museo del Prado, Residencia de Estudiantes, 21 marzo 1921. Presentes F. García Lorca y Luis Buñuel entre otros. Foto Martín Domínguez Esteban.
Excursión Museo del Prado, Residencia de Estudiantes, 21 marzo 1921. Presentes F. García Lorca y Luis Buñuel entre otros. Foto Martín Domínguez Esteban.
La arquitectura moderna del período 1925-36

La arquitectura moderna del período 1925-36, identificada por algunos autores como un fenómeno cultural directamente relacionado con el pensamiento progresista pre-republicano y republicano, contó así no sólo con el mito de la pureza, sino también con otro equívoco no menos confuso, el de la relación entre modernidad avanzada e ideología progresista. No me molestaré en esta ocasión en demostrar que dicha relación no existía más que en modo ciertamente vago e indefinido, y me contentaré con afirmar que doy por descontada la demostración de que esta relación no era real en absoluto en un modo suficientemente significativo. Y que, en todo caso, este asunto no nos ocupa ahora.

Pasaré a examinar, pues, algo que considero más interesante, la inexistencia de la pureza, sea ésta figurativa o también de contenido; esto es, la consideración y el examen de las bases eclécticas, mezcladas y mestizas que alimentaron a las arquitecturas españolas de aquel período. Aunque advertiré, sin duda para alivio de algunos, que hablaré sobre todo de la arquitectura de Madrid, que en muy buena medida representó también a la de tantas partes de España, y que dejaré así intocada la arquitectura catalana, reservando para los de allí, y en modo parecido a una suerte de reto, el que sean capaces de explicar su arquitectura en aquellos años y a partir de ahora de un modo más afortunado de lo que hasta el momento lo han hecho.

“El racionalismo madrileño” fue un modo bastante consagrado de hablar de la arquitectura de aquella época, y hasta hay algún buen libro así titulado. Pero el racionalismo –entendiendo por tal el propio de la arquitectura de Le Corbusier en su primera etapa; también de las obras de la Nueva Objetividad alemana, por ejemplo, y de algunas otras manifestaciones afines a estas- no fue más que uno de los ingredientes de los que esta arquitectura se alimentó, aun cuando algunos de sus rasgos más superficiales hubieran sido más o menos dominantes.

Pues el racionalismo nacido de las raíces citadas, y de aquellas otras que les fueron complementarias y afines, convivió con otras figuraciones, recursos y contenidos muy distintos, y para cuya mezcla y combinación los arquitectos madrileños se mostraron, si no quizá muy conscientes, si, desde luego, especialmente habilidosos.

Pueden citarse, al menos, varias fuentes tan distintas como fértiles y que contaminaron y convivieron con el racionalismo. De un lado, y en primer lugar, el academicismo y sus diferentes recursos de trazado, composición y lenguaje, todos ellos en la base de la educación de la mayoría de los arquitectos que actuaron en aquella época, y que habían recibido aquellos instrumentos, de un modo u otro, en sus años de Escuela. Relativamente cercano al academicismo, pero bien distinto, en realidad, estaba también lo que podemos llamar tradicionalismo, operativo mediante la construcción aprendida en los edificios históricos y en la arquitectura popular, así como sus tipos, disposiciones y hasta elementos concretos, aprendidas estas cosas también en la Escuela, o directamente de obras y de profesores y maestros. Ello en relación con la arquitectura española, pero a ella habría que añadir también las influencias, debidas a publicaciones, a viajes y a filiaciones personales, de las Arts and Craft británicas y de sus equivalentes alemanas y centroeuropeas.

Estaban, de otro lado, los ismos modernos no incluidos directamente en el gran tronco racionalista –al que podríamos llamar la modernidad por excelencia-, tales como el expresionismo alemán, otro tronco fundamental de importantísima influencia y al que podemos añadir algunas otras tendencias afines, como la Escuela de Amsterdam, definida por los discípulos de Berlage e, incluso, por las propias obras de éste. (Porque la posible influencia de la obra de Wright, por ejemplo, que tan importante fue en la Holanda de la época, no se detecta, al menos del todo, en la arquitectura española de este período).

Pero al importante expresionismo y a sus afines y complementos hay que añadir todavía otra fuente, más figurativa y superficial que otra cosa, pero no por ello menos influyente: se trata del estilo “Art-Dèco”, cuyo seguimiento y uso fue, como sabemos, tan intenso y tan dispuesto a mezclarse con cualquiera que fuesen los otros componentes.

Estos son los mimbres, aunque quizá hubiera todavía algunos otros. Acaso la mezcla entre academicismo y racionalismo fuera la más importante –como ocurrió también en algunos otros países- pues afectó, por ejemplo, a obras tan grandes y completas como las de la Ciudad Universitaria de Madrid, y de muy distintas maneras. Porque fueron bien distintas las formas de proyectar de Agustín Aguirre, en el Campus de Letras; de Miguel de los Santos, el de Ciencias y Medicina, ambos incluso diferentes entre sí; de Pascual Bravo, en la Escuela de Arquitectura; de Manuel Sánchez Arcas en el Hospital Clínico; o de Luis Lacasa en la Residencia de Estudiantes. Todas estas obras fueron mestizas entre racionalismo y academicismo, como queda muy claro en tantas de ellas y como ha sido observado ya repetidas veces, y también que los instrumentos de acción fueron diversos. Baste comparar, por ejemplo, dos edificios pequeños, como la Facultad de Filosofía y Letras de Aguirre y la Escuela de Arquitectura de Bravo, para sentir intensamente las diferencias: planimetría completamente académica y figuración plenamente moderna en Aguirre, y planimetría muy moderna y figuraciones algo más académicas o, en todo caso, más escuetas, en el caso de Bravo.

Comparaciones interesantes pueden observarse también con los edificios grandes; esto es, si se examinan, por ejemplo, la Facultad de Medicina de De los Santos, de un lado, y el Hospital Clínico de Sánchez Arcas, de otro. La Facultad de Medicina, es un organismo de trazado tardoacadémico pleno y no exento de interés, y tanto la composición de conjunto que realiza con las otras dos facultades vecinas, la de Farmacia y la de Odontología, y las figuraciones concretas, externas e internas, insisten en este academicismo, de carácter simplificado. Esto es, cuya mezcla con el moderno (con el racionalismo) consiste precisamente en esta simplificación, en esta depuración del lenguaje clásico, que no desaparece, pero que se acerca mucho al lenguaje racionalista.

El Hospital Clínico, en cambio, aunque tiene una disposición planimétrica en la que lo propiamente moderno se combina con resabios académicos, esto se hace de un modo que era común a los arquitectos más avanzados, a la obra misma de Le Corbusier, por ejemplo. Esto es, que puede decirse que era lo más moderno posible, en este sentido y en su época. En cuanto al aspecto y a los caracteres figurativos, sin embargo, nada tiene del lenguaje corbuseriano o de sus afines o próximos, y sí de un cierto radicalismo de la alemana “Nueva objetividad”, a veces en forma tan escueta y sobria, tan adusta, que se confunde con un cierto academicismo. Aunque sea, en realidad, un radicalismo extremo, consciente de su purismo y de su sobriedad.

Pero, en fin, estas mezclas entre academicismo y racionalismo fueron muy comunes en la época. Ateniéndonos a Madrid, puede añadirse también la Fundación Rockefeller, de Lacasa y Sánchez Arcas, o el complejo del Instituto Escuela, de Arniches y Domínguez, de otro talante, pero también partícipe de esta mezcla.

Próximo al academicismo, pero distinto de éste, está el “tradicionalismo”. Podemos apuntar en esta tendencia, y por tantas cosas, a la famosa “Casa de las Flores”, de Secundino Zuazo, que tanto debe también a ciertas tendencias europeas, como a la obra de Berlage y a la Escuela de Amsterdam, y a otros ejemplos europeos diferentes. Ahora bien, en este caso, los españoles podemos ponernos más serios y más contentos, pues pocas cosas hubo en la vivienda moderna de aquella época tan cualificadas como la famosa manzana del barrio madrileño de Arguelles. El hecho de ser una casa construida con muros de carga de ladrillo y de tener también otras cosas, como las cubiertas de madera, sitúan la obra de modo decidido en una tendencia tradicionalista, pero, como siempre, mezclada. En los aspectos visuales y compositivos, la obra es neo-académica, y no en vano quería emular convenientemente a las casas de balcones del siglo XIX que cualificaron el casco antiguo madrileño y algo del ensanche. No obstante, hay algunos elementos lingüísticos del racionalismo, como son las terrazas de la fachada sur. Y hay otros muchos detalles (arcos parabólicos de los bajos, entradas de los portales) que juegan con un pícaro historicismo, a veces neo-barroco, tan irónico como hábil y plenamente conseguido. De otro lado, y todavía, la disposición misma de la manzana (aquello que probablemente sea lo más importante de la obra), con su cuádruple crujía servida por patios corridos, y con su gran patio jardín abierto a las calles, supone una disposición urbana higienista que carece de estilo, pero que es absolutamente moderna. La compatibilización de esta disposición con el terreno de una manzana del ensanche y con sus obligaciones como volumen urbano completan, sintéticamente, los muy diversos ingredientes de esta obra maestra con una actitud urbana propia también del mundo académico decimonónico y se enlazan con la figuración antes comentada.

Ahora bien, las obras tradicionalistas no fueron muchas, sobre todo si nos alejamos de la figura de Zuazo. Para completarla podría recordarse el Hospital de Toledo, de Sánchez Arcas, Lacasa y Solana, en el que una planimetría de academicismo modernizado se concreta con una construcción y unas figuraciones tradicionalistas muy intensas como tales, y en cuyas intenciones quizá estuvieran presentes cuestiones ambientales en relación a la relativamente próxima ciudad histórica.

La combinación entre expresionismo y racionalismo fue también propia de esta época, tanto en muchas partes de España como en Madrid, tal y como ha sido ya repetidamente observado hace bastante tiempo. No se ha hecho notar tanto que dicha combinación, y más allá de lo directo o no de esta influencia, no es de origen español ni madrileño, sino que procede de la actitud adoptada por el gran arquitecto alemán Erich Mendelsohn cuando decidió abandonar el expresionismo pleno por dicha combinación, y a favor del sentido práctico; o, más concretamente, a favor de una actitud más propia para conseguir encargos.

Casi toda la obra de Mendelsohn estuvo inmersa en esta actitud, como fueron los importantes edificios de oficinas para Berlín, casi todos ellos desaparecidos en la segunda guerra mundial, y algunos otros. Mendelsohn combinó con extraordinaria habilidad los principios conceptuales y plásticos de ambas tendencias, en principio opuestas, y la fertilidad de su actitud se extendió muy rápidamente por el mundo occidental. En Madrid hay algunos casos bien atractivos (como los hay en muchas partes de España) y baste citar el conocido Cine Barceló (hoy sala “Pachá”), de Luis Gutiérrez Soto, ejemplar tan atractivo como exacto; y, también, el no menos famoso edificio Capitol, de Luis Martínez Feduchi y Vicente Eced, más complejo en su uso, tamaño y disposición, y, también, en ingredientes e influencias. Pues el Capitol fue sensible también al estilo “Art-Dèco” en muchos de sus elementos decorativos, y recogió aquí una influencia estadounidense, como ha sido también, y naturalmente, bien notado. Pero incluso ha de hablarse en este complejo edificio de las lecciones aprendidas en las arquitecturas académicas y eclécticas españolas al ser capaz de disponer un edificio tan respetuosamente urbano como figurativamente tan acertado en su papel de edificio singular, y hacerlo sirviendo con extraordinaria precisión la dificultad de adaptarse a un terreno tan irregular.

Otras cosas quedan, desde luego. La unión entre racionalismo y Art-Dèco, sin la intervención del expresionismo, quedó presente, por ejemplo, en el desaparecido Mercado de Olavide, del arquitecto Javier Ferrero, autor también de una atractiva combinación entre un intenso “estructuralismo” (pariente tanto del academicismo como del racionalismo) y el Art-Dèco en el viaducto madrileño de la calle de Bailén.

La intervención de la ingeniería generó también otras combinaciones, como es el caso del brillante Hipódromo de la Zarzuela, en el que la presencia de Eduardo Torroja originó un atractivo “estructuralismo”, a la postre inevitable pariente del expresionismo, pero que fue combinado también por los arquitectos del conjunto, Arniches y Domínguez, con una posición y una actitud que se inspiraba en buena medida en la admirada “arquitectura popular”.

Arniches y Domínguez hicieron también en Madrid la conocida Residencia de Señoritas de la esquina entre las calles Miguel Ángel y Martínez Campos. Podría decirse que en ella brilla exclusivamente el racionalismo, moderado, pero puro. Pero esto, aunque bien intenso, no es del todo cierto. La forma en que el edificio se pliega ante el ángulo de las calles, la existencia del chaflán y el tan diferente comportamiento de las fachadas a la calle y al jardín hablan también de la influencia del comportamiento urbano de la arquitectura del academicismo ecléctico.

No voy a insistir. Basta para entender la condición mestiza de la arquitectura española de aquella época, la riqueza de sus referencias y la habilidad desplegada en el uso de éstas. Acaso el examen de otros casos en otras culturas occidentales, todas ellas bastante afines, no muestre situaciones muy diferentes.

El eclecticismo en la arquitectura española moderna. Años 20-30 y 50-60 Antón Capitel
El eclecticismo en la arquitectura española moderna. Años 20-30 y 50-60 | Antón Capitel
Años 50 y 60

Vayamos ahora a los años 50 y 60, y la mayor abundancia de obras en esta época irá a procurar una mayor síntesis.

Bien es cierto que las posiciones propias de los años 40, en lo que hace al menos a la generación joven, ya estaban teñidas de eclecticismo, consistente en conciliar el academicismo practicado por sus mayores, y enseñado en las Escuelas, con las posiciones que los jóvenes entreveían en aquella España cerrada. Baste citar para ello las obras de Fisac para el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, o, sobre todo, la Delegación Nacional de Sindicatos, de Cabrero y Aburto, proyectada y realizada entre el final y el principio de las dos décadas, y que tan fielmente representa una postura tradicional –pero no exactamente académica- en relación con el asentamiento del edificio en el importante enclave urbano que ocupa y, de otro lado, el brillante seguimiento de una figuración moderna «metafísica» inspirada en algunas de las obras italianas de la época.

Más allá de estos años se produjo el triunfo pleno de los modos modernos, libres ya de contaminaciones tradicionales o académicas. Pero, como tantas veces se ha observado, en España -y como ocurrió igualmente en todo el mundo occidental- se produjo también el triunfo del «Estilo Internacional», entendido como la mejor práctica arquitectónica de los tiempos y las naciones modernas, simultáneamente con una contestación o revisión del mismo, la orgánica, que tuvo protagonistas tan prestigiados como los arquitectos nórdicos, presididos nada menos que por Alvar Aalto, o tan significativas como los arquitectos italianos de la generación del malogrado Terragni, que practicaban lo que llamaron el «neo-realismo» o lo que suponía la teoría de las «pre-existencias ambientales».

Así, pues. del mismo modo que Aalto construía el Ayuntamiento de Säynatsälo, tradicionalista y moderno a la vez (y que Jacobsen integraba en el racionalismo las cubiertas inclinadas, que Utzon demostraba que las casas patio podían ser modernas, que Ridolfi y Quaroni proclamaban en el Tiburtino un popularismo contemporáneo, o que los arquitectos milaneses y venecianos ensayaban propuestas modernas compatibles con las ciudades históricas), una generación más joven que la nórdica y que la italiana, ensayaba en España una incorporación a la modernidad plena que, quizá por la novedad, por la prisa y por el cierto deslumbramiento que el mismo hecho suponía, no pudo parar mientes en la naturaleza exacta de los instrumentos que utilizaba.

Ya De la Sota -como Fisac, como Cabrero- había sido voluntariamente ecléctico en las obras del Instituto Nacional de Colonización, comprometidas con el uso de criterios tradicionales e instrumentos planimétricos modernos, responsables de un lenguaje mezclado, no por ello menos brillante. Pero después, iniciada la época plenamente moderna, fué de los autores que introdujeron antes las contaminaciones orgánicas del racionalismo, como probaba la desaparecida casa en la calle Doctor Arce, en Madrid, entre otras obras. También Coderch había sido ya mitad racionalista mitad informalista en la brillante casa de pisos en la Barceloneta. Paradójicamente, De la Sota se convirtió después en el practicante y defensor más encendido de un racionalismo purista que fue, sin embargo y acaso a pesar suyo, también algo ecléctico.

Hubo otros intensos e importantes defensores de la modernidad pura, como fue Sáenz de Oíza, al principio de su carrera, y en una lógica respuesta ante la práctica de los barrios oficiales de viviendas económicas. Pero ya en la Ciudad Blanca de Alcudia se presentó como un revisionista, en este caso cercano a los del Team X, teniendo en el caso posterior de Torres Blancas una verdadera explosión ecléctica, que mezcla muy brillantemente posiciones corbuserianas y wrightianas con otras propias del organicismo tardío de Utzon o de Saarinen.

Fisac, una vez abandonada la posición juvenil de los años 40, fue casi siempre un arquitecto que mezclaba voluntariamente el racionalismo y el organicismo, a veces integrándolos (como era, por ejemplo, en las iglesias) y en otras ocasiones superponiéndolos, como en el brillante caso del Centro Hidrográfico del río Manzanares, en Madrid.

Pero probablemente los arquitectos más emblemáticos de esta generación en cuanto a una práctica mezclada e intermedia entre racionalismo y organicismo fueran Corrales y Molezún, aunque no fuera más que por su reconocida obra maestra del Pabellón español para la Expo de Bruselas de 1958. Principios puramente modernos, racionalistas, como era el de la repetición modular y el crecimiento indefinido, la forma abierta, así como la propia condición figurativa, se integraron con la malla hexagonal, natural o cristalográfica, pero al fin netamente organicista, y con la identidad entre espacio y estructura resistente, derivado en forma directa de la arquitectura del segundo Wright.

¿Podríamos pensar que estas mezclas -acaso ignorantes de una fuerte oposición entre racionalismo y organicismo como arquitecturas contrarias- fue un lastre que perjudicó la arquitectura española de aquellos años?

Así lo pensaba un ilustre arquitecto y crítico español hace ya bastante tiempo, identificando con lucidez una cierta falta de criterio intelectual en el examen de sus propios instrumentos por parte de los proyectistas, pero concluyendo con ese reconocimiento una cierta falta de calidad de sus producciones. Quien escribe no piensa que esto sea así y, más allá de la conciencia o no de los autores acerca de sus instrumentos de proyecto, cabría decir que tales mezclas e incorporaciones eclécticas favorecieron y enriquecieron la arquitectura española producida en aquellos años (bajo la dilatada etapa de la dictadura militar), y que formaron parte, con las arquitecturas puristas y con otras, de un panorama muy rico e interesante, sobre todo por diversificado.

Generaciones posteriores a esta primera promoción de posguerra continuaron con una práctica de la arquitectura orgánica que era, por su propia naturaleza, una arquitectura ecléctica en cuanto incorporaba inevitablemente principios racionalistas. La generación de Cano Lasso, de Carvajal y de Alas y Casariego presentaron también perfiles eclécticos, como no podía ser de otro modo, pero la posición más clara se produjo a partir de la obra de Antonio Fernández Alba y de la práctica consciente de un organicismo que era siempre ecléctico, pues tenía siempre en su base el racionalismo. Y éste podía ser puro, o, al menos, intentarlo. Pero el organicismo no.

Así, Fernández Alba, en el Convento del Rollo en Salamanca practicó una combinación entre tradicionalismo y modernidad tan intensa como clara, lo que hizo también, con distintos recursos, en el Colegio Monfort en Loeches y en algunas otras obras. Las realizaciones de Peña Ganchegui añadieron a unas bases racionalistas siempre inevitablemente implícitas en cualquiera que fueses la obra de esta época unos criterios sacados de la arquitectura vernácula y tradicional. Moneo tuvo una obra muy brillante, desgraciadamente desaparecida, la casa Gómez Acebo en la Moraleja, especialmente ecléctica y con alambicados y mezclados recursos. Y hasta Fernando Higueras, que hubiera querido practicar una arquitectura absolutamente exenta de contaminaciones racionalistas, hubo de conformarse con lo que era inevitable eclecticismo.

¿Hubiera sido mejor la arquitectura española si hubiera logrado librarse de un eclecticismo que, consciente o inconscientemente, siempre fue practicado?

Probablemente no, y baste examinar muchas de las obras aquí citadas, y otras muchas no aludidas, para comprobar que lo ecléctico fue casi siempre riqueza, de formas y de contenidos.

Pues, ¿acaso la arquitectura no es ecléctica por su propia naturaleza?

Tiendo a creer que sí, y más aún en estos tiempos ya tan tardíos, en que resulta casi imposible, y hasta poco oportuno, evitar ciertas contaminaciones.

Antonio González-Capitel Martínez · Doctor arquitecto · catedrático en ETSAM
Madrid · marzo 2016

Antón Capitel
Antón Capitelhttp://acapitel.blogspot.com.es/
Es arquitecto y catedrático de Proyectos de la Escuela de Arquitectura de Madrid, fue director de la revista Arquitectura (COAM) de 1981 a 1986 y de 2001 a 2009. Historiador, ensayista y crítico, ha publicado numerosos artículos en revistas españolas y extranjeras sobre arquitectura española e internacional. Entre sus libros destacan diferentes monografías sobre arquitectos.
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