El movimiento y el caminar es innato a la actividad del hombre, por variados motivos, desde la grandes migraciones y movimientos en la búsqueda de caza del Paleolítico hasta nuestros días. Un movimiento que en origen era forzado por la propia necesidad de sobrevivir ante la adversa naturaleza, muy anterior a la posterior sedentarización y articulación del hombre con el territorio a través del control y uso del suelo mediante la actividad agrícola. La agricultura fijó el movimiento continuo del hombre y le hizo sedentario en mayor o menor escala hasta llegar al último grado de elaboración en lo estático que fue la ciudad, como condensador cultural y articulador económico de otras inercias y comportamientos en el habitar.
No se puede hablar de la cuestión territorial del comienzo del dominio sin la mejor referencia literaria del habitante nómada frente al sedentario. Sin hablar de Abel frente a Caín… Esta doble forma de habitar el territorio, en movimiento o estatismo, es la disyuntiva vital de su ser. Mientras que Caín, en la división del trabajo, encarna al hombre fijado a la tierra que sobrevive a través de la agricultura, Abel es hombre en movimiento, el pastor y nómada que sigue a sus rebaños (De alguna manera Abel es un primer Homo-ludens pues dispone de parte libre de tiempo para otras actividades). Esta diferente forma de actuar sobre el soporte territorial establece una dualidad en el habitar humano que ha persistido en diferentes escalas hasta la llegada o acontecer de los recientes fenómenos que han sucedido en la segunda mitad del s. XX y que se relatamos en el primer apartado.
La cuestión de dominio tiene que ver directamente con el habitar nómada y de cuándo se produce la sedentarización. La localización, el asentamiento, imprime carácter al espacio, pues debe ser marcado y controlado. Pararse quiere decir controlar el espacio sobre el que se está, al contrario de la imposibilidad de domesticarlo cuando se está en movimiento.
Bruce C. Chatwin nos explicó cómo el conflicto humano entre esta doble forma de habitar aparece porque el hombre estático, el que a fin de cuentas hace poblamiento y ciudad, se apropia del territorio, lo ocupa de forma continua, lo cierra y lo intenta controlar y cercar, defendiendo su parcela de otros dominios cercanos (fenómeno que se repite a todas las escalas, hasta llegar a la territorial), mientras que el nómada solo puede controlar aquello que usa en cada momento, produciéndose una apropiación que es mínima o temporal, sin existir la ambición de territorializar un espacio como propio sino de intercambiar momentos.
Desde entonces y durante la mayor parte de la historia más reciente del hombre (los últimos 3.000 años) el andar y caminar sólo se han justificado, desde la obligación por la subsistencia primero, y más tarde del comercio que de forma indirecta a sido uno de los más frecuentes impulsos para salir de lo estático, de aquel espacio propio en quietud.
De esta forma el gasto de energía, social y cultural, necesario para abandonar lo conocido y emprender el viaje, sea este caminado o abordado con otros medios de transporte, sólo se justifica por el objetivo de conseguir una forma de vida superior, sea en lo económico, sea en lo cultural-político.
Será sólo a partir del s. XIX, cuando el viaje, así como el caminar, que cruza mundos diferentes, se comenzará a entender de forma lúdica principalmente impulsado por una nueva forma de ver que nace con el romanticismo y es impulsada más tarde por la aparición de una nueva clase social, la burguesía.
Luis Gil Pita, arquitecto
Santiago de Compostela, Noviembre 2019
Capítulo del artículo Alegoría de la frontera y el límite, publicado originalmente en la revista Obradoiro nº34, invierno de 2009.