La arquitectura pública en Madrid y en el inicio del siglo XXI (II) | Antón Capitel
La otra realización pública, del Ayuntamiento de Madrid, no es arquitectónica sino urbana, y es el gran parque lineal a lo largo del río Manzanares, llamado “Madrid río”, y proyectado y construido por los arquitectos Francisco Burgos, Ginés Garrido, Fernando Porras, y sus equipos.
Resulta imposible olvidar el hecho de que este parque es un disimulo o coartada, un disfraz, para el enterramiento de la autovía “M-30”, tan cara y tan absurda. El hecho de que ya que esta obra se hizo haya supuesto que se haya hecho encima de ella un parque, probablemente esté bien, como especie de compensación. Pero ello no nos va a hacer olvidar –no me lo hace olvidar a mí, al menos- el absurdo asunto del enterramiento de la autovía.
Absurdo porque una autovía se deja o se quita, no se entierra. Las soluciones de ingeniería, los milagros técnicos, no son sino engaños. Habrían cabido al respecto dos soluciones. Una de ellas es eliminar la condición de autovía sin eliminar la gran calle. Esto es, reducir su sección de tránsito rodado, poner semáforos y pasos de cebra, convertir la autovía en una calle-parque, siguiendo ejemplos ya muy consolidados en Madrid, como es la Avenida de la Ilustración, de un lado, o la calle de Arturo Soria, de otro. O la propia Castellana, sin ir más lejos.
Otra de ellas era la de eliminar la vía como gran calle y pasar a realizar una calle de orden menor, con muy poca capacidad de tránsito, pero con algo de capacidad, y ajardinarlo todo convenientemente. Esta segunda solución hubiera podido ser muy parecida a la realización actual, si bien hubiera pasado por entender que la M-30 se podía eliminar como vía importante de tránsito rodado. Personalmente pienso que este hubiera sido positivo para la ciudad, aunque hubiera exigido otros ajustes. Y creo que también hubiera sido positivo para el diseño urbano concreto, pues hubiera sido también una vía parque, lo que creo que lo hubiera mejorado al darle un argumento urbano de carácter normal. A lo mejor, más parque que vía, en este segundo caso, pero vía al fin.
Porque, a mi entender, lo peor de “Madrid río” (siendo en sí mismo positivo, y también en su diseño, entendámonos) es esa sensación de tener que convertirse en una suerte de “paraíso”, en vez de en un simple parque, obligación que viene, naturalmente, de compensar el infierno oculto sobre el que se asienta y al que tapa. Como debajo está el absurdo túnel, tan siniestro en sí mismo y que ha costado tanto dinero, que está además sin pagar, resulta necesario hacer arriba un “cielo”. Es como lo que ocurre en la famosa novela de H.G. Wells, “El túnel del tiempo”, cuando el protagonista va al futuro y encuentra un paraíso verde, con arquitecturas clásicas y maravillosas, y gentes rubias y bellas, que triscan y cantan por su verde jardín. Hasta que se da cuenta de que, los que mandan, son oscuros y feos, y viven, con sus máquinas, en negros subterráneos. Y que, de vez en cuando, cazan a los rubios y bellos de la parte superior, y se los comen, pues éstos no son más que el ganado.
Un trauma semejante parece que ocurre en la M-30: la existencia de un infierno inferior que exige un paraíso superior. Lo de arriba no puede ser un simple parque, ha de ser algo especial. Y, sin embargo, lo bueno sería que fuera un simple parque.
Así, pues, la característica que llama principalmente la atención es la de la espectacularidad formal del nuevo parque, cuestión que viene de lo ya dicho, por un lado, y del modo algo mentecato en el que se quieren y se hacen las cosas ahora, en el mundo contemporáneo, por otro. Los parques, a mi entender, deberían de ser más sencillos. No pueden ser tan sencillos como en el Reino Unido o en el norte de España; esto es, con hierba y árboles, simplemente, puesto que la hierba no debe de plantarse en Castilla, y, así es de agradecer que en este caso se haya hecho un importante esfuerzo para plantar un jardín castellano, y evitar el césped. Pero todo es en “Madrid Río” muy complejo y variado, demasiado barroco, y buscando con frecuencia lo que, hace tiempo, se llamaba “Folie”. El síndrome del concurso del parque de “La Vilette”, en París, ya de hace tantos años, sobrevuela todavía el caso que nos ocupa.
Aunque ello no quiere decir que el resultado esté mal, ni mucho menos. El encontrar en Madrid un nuevo e inmenso parque –el gran tamaño es, desde luego, una de sus características muy positivas, probablemente la que más- es extraordinariamente atractivo y la espectacularidad y la obsesión de forma y de variedad de su tratamiento no son, en realidad, defectos. Se trata, simplemente, de un disentimiento por mi parte en relación a lo que hubiera sido, a mi entender, un más adecuado carácter. Encontrar en el río algo así como un trozo del Retiro, de la Dehesa de la Villa, o del Monte de El Pardo, hubiera sido, opino yo, más satisfactorio. Quizá era imposible, no sé.
Por otro lado, hay un cultivo del detalle y de su sistemática, expreso en las obras realizadas en piedra –bordillos, bancos, muros, etc.- que es enormemente acertado y que cualifica la obra y le da una atractiva continuidad. Y que en buena medida contrarresta la excesiva variedad antes comentada. Me parece que esto es algo muy importante y que es capaz de hablarnos de la alta calidad de los proyectistas más que las cosas singulares.
Entre éstas, lo más aparatoso son los puentes, y quizá sean ellos los que más trasmiten la idea de espectacularidad innecesaria y de excesiva variedad, caracterizando y contagiando a la totalidad. Pero es preciso reconocer, además, que el más pretencioso y el peor no es un puente de un ingeniero, sino de un arquitecto. Eso sí, de un arquitecto francés, Dominique Perrault, uno de los falsos valores típicos de la arquitectura contemporánea. Resulta bastante difícil de entender por qué a este prescindible personaje se le ha pedido que se meta a mal ingeniero y peor escultor, cuando precisamente la arquitectura que mejor hizo fue siempre, y únicamente, la de tradición miesiana y racionalista. La espectacularidad de la pasarela de Perrault inunda y contagia todo, teniendo el peligro de convertirse en el emblema mismo de la actuación.
No obstante, quedémonos finalmente con lo mejor: tenemos en Madrid un nuevo y grandísimo parque, capaz de poner en valor incluso al aprendiz de río. No se nos olvida que ha sido hecho para tapar, y hacer olvidar, un infierno. Pero, algo es algo, y es bastante.
(continuará…)
La arquitectura pública en Madrid y en el inicio del siglo XXI (IV) | Antón Capitel
Antonio González-Capitel Martínez · Doctor arquitecto · catedrático en ETSAM
Madrid · marzo 2013