Al entrar en el Museo Universitario del Chopo aparecen tres pequeñas casas. Decimos casas porque las reconocemos como tales: unos volúmenes de madera con cubiertas inclinadas de un aspecto pintoresco, propio de los dibujos de lo que para un niño podría ser una casa. Su concepción, sin embargo, dista por completo de los cánones de la arquitectura: su tamaño es escaso, su espacio interior casi mínimo como para poder desarrollar en ellas alguna actividad y apenas caben unas pocas personas — entre dos y cuatro — ; en resumen, distan mucho de ser funcionales.
La primera — la Casa de Alicia — tiene dos puertas, una en cada extremo de la casa en una simetría espejada; cada puerta da acceso a una escalera al final del cual aparece una pequeña ventana — o puerta, según se mire — . Remitiendo al texto de Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, desde la escalera se juega la perspectiva: el acceso generoso de la puerta se reduce conforme asciende hasta que el espacio es tan pequeño como lo era la casa del conejo blanco para Alicia después de que esta se comiera ese dulce — “Eat me” — que le permitía hacerse gigante. Junto a ella, una segunda casa, con una planta de cruz y dos puertas de acceso, una enfrente de otra, permiten entrar a un lugar donde corre el viento de forma cuanto menos singular: de dentro hacia afuera: seis ventiladores impulsan el aire al exterior, haciendo que dentro del espacio siempre habite una generosa y fresca corriente. Por último, una casa, que recuerda a construcciones propias de zonas tropicales, aparece sólo habitada por agua: llueve dentro pero no se trata de goteras: ésa es la idea original, invertir la clásica relación de refugio interior frente a las inclemencias, trasladadas ahora al cálido interior e impidiendo que nadie pueda entrar, al tiempo que el olor a madera mojada impregna de forma cálida y por completo la atmósfera en torno a ella.
Tres casas “de cuento” imaginadas por el escultor japomexicano Kiyoto Ota, nacido en Sasebo, Nagasaki, en 1948 y profesor en la FAD-UNAM, quien, como apunta al describirlas no son casas sino que son como esculturas, o en todo caso, esculturas que, en nuestra memoria infantil, se nos muestran como casas. Estas tres mismas casas se completan en la exposición con otras tres piezas que pertenecen a su serie Úteruz, desarrollada desde 2006, y que permite establecer de forma más clara las intenciones buscadas por Ota: a medio camino entre el nido, el huevo o el útero, esta serie nos muestra unas construcciones realizadas en maderas como encino, pino y cedro que invitan a experimentar con los sentidos en un esfuerzo por crear un lugar — que no espacio, en las propias palabras del escultor — cálido y acogedor que recuerda al útero materno.
Como respuesta, las tres casas extraordinarias se antojan más extrañas y menos acogedoras: permiten acceder a ellas pero no pueden ser habitadas por mucho tiempo: o son demasiado pequeñas o demasiado incomodas o ya tienen su interior ocupado: son “contraúteruz”, refugios que niegan esa condición de refugio.
“No son lugares”,
nos dice.
Pero las construcciones de Ota, vistas no ya desde el campo de la escultura, sino desde la arquitectura, ofrecen una lectura radical e interesante, incluso más allá de las pretensiones de su autor: la de devolver a la arquitectura su capacidad de crear nuevos mundos posibles, no necesariamente funcionales o utilitarios, sí mucho más mágicos, propios de un universo infantil que años de disciplina han relatado al olvido y que nos recuerde que eso de la arquitectura no es sino esa cosa de organizar componentes materiales para construir con ellos nuevos sentidos sobre la realidad.
Pedro Hernández · arquitecto
Madrid. Febrero 2019