Si hay algo que siempre ha generado resistencia inherente respecto al hablar -para el arquitecto- han sido las manos. Porque las manos nos acompañan cuando andamos, a veces nos traduce, nos reconoce, nos aproxima a las cosas, nos revela, nos comprende y nos explica.
Con ella -como la mirada– señalamos cuando enseñamos, cuando indicamos una posibilidad, las manos siempre han funcionado como anfitrión perfecto cuando visitamos nuestros propios pensamientos e incluso cuando hacemos de intérpretes de lo ajeno, si, las manos son intérpretes, simulan un “no existir”, un no aparecer, se podría decir que dan vida a lo imaginado en cualquier batalla contra la memoria.
Por esa razón siguen apareciendo en las pantallas de clases, me niego a esconderlas bajo la mesa o fuera del encuadre, las hago visibles porque son un instrumento fundamental que acompaña el pensamiento, incluso aquel que aún no ha saltado sobre la mesa o no nos ha asaltado entre respiración y respiración.
Imaginar lo pensado con las manos nos acerca a las personas y objetos, pero sobre todo a la arquitectura, aquella que está fraguándose entre nuestra memoria y la evidencia que ese pensamiento asomado, encaramado al lenguaje, no existe.
La no presencialidad nos ha dado muchas herramientas y nos ha “encuadrado-recortado” otras , pero defendamos el hecho de comunicarnos con todas las posibles, y las manos son -siempre han sido- una de ellas. Imaginar lo pensado.