De la arquitectura al museo. Cofres | María González-Juanjo López de la Cruz
En las fotografías que Candida Höfer llevó a cabo del Museo Nacional de Arte, Arquitectura y Diseño de Noruega, en Oslo, no aparecen personas. Es sabido que en el trabajo de la artista alemana ésta no es una situación insólita, su pertenencia a la Escuela de Düsseldorf la alinea con la fotografía taxonómica de sus maestros Bernd y Hilla Becher, más preocupada por la serie y el tipo que por el libre albedrío que la vida impone a la arquitectura, al menos eso pudiera parecer.
Las imágenes de Höfer aparecen en el catálogo donde se recogía la muestra con la que se inauguró dicho museo en 2008, dedicada al arquitecto autor del proyecto, el noruego Sverre Fehn. En una de sus páginas podemos ver una misteriosa foto de un recipiente, en ella, una varilla metálica surge de la pared encalada y se cruza con otra que se introduce a su vez en una tinaja de vidrio verde; el utensilio, de forma esférica y con poco cuello, está abrigado por una malla de cuerda atada de modo que configura paralelas y diagonales.
Todo descansa sobre una chapa de acero que suspende la pieza en el espacio. A través del vidrio verde de la tinaja se filtra la luz que entra por la ventana e inflama la escena. Se trata de uno de los objetos expuestos en el Museo de Hamar en el condado de Hedmark en Noruega, que entre 1967 y 1979 proyectó Sverre Fehn en una antigua granja donde hoy se exponen los enseres cuya vida transcurrió entre esos mismos muros. Como si a partir de un fragmento pudiéramos explicar la complejidad del todo, podríamos decir que en la vasija aparecida en el catálogo se encuentra toda la arquitectura del museo de Hamar.
Sverre Fehn proyectó una veintena de museos durante su vida, sin embargo nadie diría de él que fue un especialista, acaso todos aquellos proyectos sólo tendrían en común la íntima relación que el arquitecto despliega entre el visitante, los objetos expuestos y el espacio arquitectónico.
En el museo de Hamar, los restos de la antigua granja son la envolvente arquitectónica pero también el testimonio del tiempo, existe una narración de la historia de aquel lugar que no proviene de los objetos expuestos, sino de la propia ocupación del espacio que no pretende curar las heridas que los siglos han dejado en la construcción sino mostrarlos como una huella.
Tampoco se trata de una intervención que intente congelar el estado en el que se encontraba aquel complejo sin alterarlo; al rastro de la erosión que atestigua el tiempo, el arquitecto superpone otro más, aquel producido por el movimiento del hombre en el espacio. Irrumpiendo en el cobijo que ofrecen los viejos muros medievales, Sverre Fehn introduce un paseo por el vacío, elevado y zigzagueante, que surge desde el exterior y te lanza al interior de las naves de piedra.
Se trata de una exploración del espacio que como un garabato de hormigón solidifica la huella de la trayectoria descrita por el visitante, como si el movimiento hubiera sucedido previo a la construcción. La densidad del tiempo y el espacio de aquel lugar se materializa a través del rastro de la degradación y el movimiento. En la tinaja verde allí expuesta, tiempo y espacio se reconocen del mismo modo; ésta se expone según se encontraba cuando era un objeto útil, sin envoltorios ni vitrinas, su posición sin embargo supone una alteración anómala del espacio al quedar flotando en medio del profundo muro que la acoge.
Por fin, todo el conjunto de objetos expuestos, también la garrafa, acaban por plasmar la última marca, aquella que da muestras de la vida de este lugar. Sostenía Walter Benjamin que vivir es dejar huella, así, en el Museo de Hamar, Sverre Fehn rescata los objetos como rastros de la vida. Al colocarlos en el espacio de un modo sorprendente parecen recobrar su vitalidad, cada instrumento, trineos, carrillos, hoces y azadas, danzan por el vacío del museo recreando la algarabía que debió suceder en aquel lugar. Al tiempo, su extraña posición los vacía de significado, asemejándolos por momentos a vastas moles de piedra, retales de acero o burbujas de vidrio que olvidan su origen utilitario adquiriendo nuevos valores formales.
No ha de extrañar entonces que para ilustrar el catálogo de la inauguración del Museo de Oslo y la retrospectiva dedicada al arquitecto noruego se recurriese al trabajo de Höfer. Al igual que en el Museo de Hamar, en las fotografías de la artista alemana existe una presencia invisible sólo reconocible por las marcas que provoca en la arquitectura: es la vida de las personas que en cada gesto y exploración del espacio dejan una huella reconocible de su paso. Si Sophie Calle registraba la desaparición de las obras de arte en Ausencia y Mies van der Rohe borraba la arquitectura en su propuesta de Museo para una pequeña ciudad, Candida Höfer rapta el tercer vértice de un espacio expositivo: la gente ha desaparecido de sus imágenes.
A diferencia de sus maestros Bernd y Hilla Becher, a Höfer no le interesa el diálogo que la arquitectura tiene consigo misma, son los objetos que ocupan el lugar, como en la obra de Fehn, los que anuncian la presencia de las personas en el espacio y es el rastro del desgaste en la arquitectura lo que nos permite seguir la traza del tiempo. El trabajo de la fotógrafa y el del arquitecto en Hamar se construye a través de las huellas del tiempo, el espacio y la vida. Imaginada así, la arquitectura se convierte en un recipiente cuyo mayor valor es el cobijo que ofrece, según muestra el maestro noruego en uno de sus más célebres dibujos, es como aquella vasija de Lao-Tse que contiene y da forma a la vida, donde el hombre deja su huella al transitar por el tiempo y el espacio.
Nota: De la arquitectura al museo. Huellas, es la tercera de tres partes de un texto publicado originalmente en el nº6 de la revista de arte contemporáneo La raya verde en abril de 2013, titulado De la arquitectura al museo. Ausencias, cofres y huellas.