Si presta atención, uno puede escuchar los dibujos de Jim Flora. En una suerte de sinestesia, sus alambicadas composiciones, sus colores vivos y sus figuras convulsas se perciben en realidad a través del oído, empeñados en llegar a nosotros incluso si tenemos los ojos cerrados.
Flora es el jazz de los cuarenta y los cincuenta. No solo porque durante estas décadas él fue, bajo la dirección de Alex Steinweiss, autor de gran parte de las memorables portadas de discos de RCA Victor y Columbia Records, sino porque la música de esos álbumes parece haberse desparramado más allá del vinilo hasta impregnar su tablero de dibujo. Hoy solo nos queda admirar esos momentos extrañamente simbióticos, añorar aquellos ritmos y aquellos trazos que nos recuerdan lo divertido que puede ser llenar de garabatos un trozo de papel.
Probablemente Flora no hubiese tenido trascendencia sin el amparo de Steinweiss: al fin y al cabo, él fue quien decidió que la portada ilustrada era parte fundamental de un buen disco. Y así, empeñado en demostrar que podía ir más allá, Jim Flora comenzó a explorar otros campos. Ilustró libros infantiles, realizó trabajos editoriales para cabeceras como Life, Sports Illustrated o The New York Times Magazine y colaboró en diferentes proyectos de animación.
A modo de epílogo, Flora decidió dar un nuevo giro a su vida a partir de los años setenta. Fue entonces cuando abandonó su productiva carrera como commercial artist y decidió dedicar su tiempo a pintar escenas sangrientas y eróticas.
Flora abandonó el tablero por el lienzo, cambió el jazz por el rock and roll. Quizá porque el zeitgeist así lo exigía.