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Mad, bad and dangerous to know | Borja López Cotelo

Mad, bad and dangerous to know Borja Ramón López Cotelo
Arquitectura y territorio rural, Callobre 2022 | Autor: El primo Ramón (epR)

«Mad, bad and dangerous». El partido había sido tenso, como corresponde a unos cuartos de final de Copa de Europa. Pero solo en los últimos minutos, cuando Savic se encaró con Raheem Sterling y un fotógrafo disparó en el momento oportuno, esa noche londinense de abril se volvió memorable. La vocación literaria de un periodista del Mirror Sport hizo el resto: su Mad, bad and dangerours, en enormes letras blancas y amarillas, presidió la portada del rotativo al día siguiente. «Locos, malos y peligrosos». ¿Dónde había escuchado yo antes esa descripción? Bastó una breve consulta para confirmar que fue Lady Caroline Lamb quien definió así a Lord Byron tras su primer encuentro en 1812; aquel «mad, bad and dangerous to know» original marcó el inicio de una breve y volcánica relación que no acabó bien.

No sé por qué recordé todas estas cosas mientras me alejaba del grupo de arquitectos reunidos alrededor de un galpón en Callobre hace unos días. Quizá fue porque horas antes había conocido allí a Ricardo Flores -de Flores & Prats- pero en lugar de comentar su obra imponente, hablamos de fútbol. Resultó ser hincha de San Lorenzo, como el papa Bergoglio, aunque un inevitable proceso de asimilación cultural lo lleva semana tras semana al Camp Nou. Jamás será el Nuevo Gasómetro pero menos da una piedra.

Hacía tiempo que no visitaba Callobre. Durante seis años, allí se había celebrado la arquitectura religiosamente cada verano; pero cuando aquella fiesta bautizada Arquitectura y territorio rural se interrumpió, muchos temimos que el cese fuera definitivo. Porque solo el impulso personal, testarudo, de Pepe Valladares -secundado por su familia y sus compañeros de estudio, Marcial y Alberto- la sostenía. Era su llamada la que, con rigurosa periodicidad, desplazaba a un grupo variopinto de arquitectos esparcidos por todos los rincones de Galicia hasta su epicentro. Sonreí cuando, hace algo más de un mes, un correo electrónico nos convocó de nuevo en ese lugar ya familiar: a Pepe le quedaba una bala.

Lo de menos era quién contaría su obra esta vez. Nadie lo preguntó porque nunca ha habido duda acerca del nivel de los ponentes. En todo caso, abrió fuego a mediodía Carlos Pita con su recién inaugurado centro de interpretación de Castromaior. Quedó claro una vez más que Carlos, pese a su porte de rey godo y su frecuente empeño en disfrazarse de aborigen polinesio, es un arquitecto mediterráneo. Estoy convencido de que algún día se negará a contar esa obra porque, en realidad, lo que debe hacer es llevar allí mismo a quien quiera conocerla y, asomado a la gigantesca ventana de su fachada, extender el brazo y aseverar:

«Yo proyecté el paisaje».

Mientras pensaba en aquella anécdota de Malaparte, en sus fiestas con oficiales del ejército aliado y en su arrogante reclamación de autoría del acantilado de Matromania y la península de Sorrento, escuché que llegaba la comida a las mesas dispuestas en el exterior del galpón. Reconozco que para mí no hay acto más sagrado que comer, así que inmediatamente me olvidé de la costa amalfitana y recordé que Pepe siempre ofrece más empanada, pulpo, pan y vino del que una tropa de cosacos sería capaz de consumir durante una campaña entera.

Me di cuenta de que ese pulpo ayuda a mitigar la morriña a quienes, por un día, nos exiliamos lejos del mar; a quienes, como navegantes de cabotaje, nos desorientamos tan pronto como perdemos de vista la costa. Miré luego la botella de aquel vino amarillo chispeante. Distinguí en ella el escudo del castillo, el río, el sol y la luna: el emblema viejo de Ribadavia, nombre con el que Cervantes se refiere en sus Novelas Ejemplares al histórico vino de O Ribeiro.

Puntualizaré que beber es para mí, desde luego, un acto tan sagrado como comer. Cunqueiro aseguraba que

«sin vino no hay cocina, y sin cocina no hay salvación»;

añadía, católico mindoniense,

«ni en esta vida ni en la otra».

La sesión de tarde empezó con Flores & Prats, Ricardo y Eva, fulgurantes, que nos permitieron ver a través de su trabajo titánico, con solo entornar un poco los ojos, al mejor Van Eyck y se cerró con un César Portela que tocó grandes éxitos ante un público que ha crecido viéndolo construir, subido a hombros de gigantes, en las cuatro esquinas del mundo.

Pero lo que yo me preguntaba mientras escuchaba hablar a unos y otros era qué compartíamos los arquitectos a los que, año tras año, Pepe invita a la reunión anual de esa sociedad secreta. A los seleccionados para formar parte de ese club que, como aquel que imaginó el gran Chesterton, solo podría llamarse en rigor el Club de los negocios raros. Me dio por cuestionarme -en la séptima edición- por qué éramos precisamente esos los que formábamos aquella guardia suiza, aquella guardia pretoriana, aquella barra brava. A mi alrededor había, sentados uno junto a otro, arquitectos premiados en las dos últimas bienales españolas; había profesores y había maestros; había editores y libreros; pero estábamos también otros que con frecuencia miramos, como meros curiosos o tranquilos jubilados, desde fuera. Y, de pronto, caí en la cuenta: lo que allí se celebra no es tanto la arquitectura como la figura, casi extinta, del arquitecto. Allí se reivindica una manera de entender la profesión, la que pese al desamparo institucional se niega a aceptar al arquitecto como mero agente de obra, como ordenancista o leguleyo, como mal necesario impuesto al cliente o como víctima propiciatoria en sacrificios rituales de sádicos técnicos municipales. Callobre es trinchera, barricada y refugio. Es una reclamación del paraíso perdido. Es el día que afilamos los cuchillos.

Quizá debería proponer a Pepe que, a partir de ahora, en lugar de clausurar nuestras xuntanzas con una foto de grupo lo hagamos entonando el «No one likes us, we don’t care» que, mitad amenaza mitad consuelo, gritan los aficionados del Millwall allá por donde van.

Supongo que por eso me acordé de aquel grupo antipático que pelea con sus armas sin importar lo que otros piensen, de Savic intimidando a Sterling, de ese fútbol feo del Cholo que nunca creí llegar a comprender. Al subirme al coche, antes de arrancar, recordé la pancarta que ocupa semana tras semana un fondo del Cilindro, aquella que reza

«Racing y vino para todo el pueblo argentino».

Por la mañana no me había atrevido a confesar a Ricardo Flores que durante años fui lateral izquierdo de una peña de Racing de Avellaneda.

Borja López Cotelo
Ribadavia, julio de 2022

Borja López Cotelo
Borja López Cotelohttp://lasonceymedia.com/
Borja López Cotelo y Maria Olmo Béjar, arquitectos por la ETSAC desde 2007. Borja López Cotelo, arquitecto doctor por la Universidade da Coruña desde 2013.
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