sábado, abril 27, 2024
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Segunda deriva. Proclamación de nuestro santo patrón | Borja López Cotelo

Primera deriva. La vindicación del paseante | Borja López Cotelo

 

Segunda deriva. Proclamación de nuestro santo patrón Borja López Cotelo cementerio-San-Amaro
Cementerio de San Amaro, A Coruña (Galicia, España) © epR

El término del cuerpo es el que veis, el del alma será según obréis, advierte al paseante desde lo alto de la puerta del cementerio de San Amaro una inscripción desgastada. La examiné una vez más esa tarde, al pasar frente a ella, mientras la neblina se posaba como una boina sobre el Seixo Branco al otro lado de la ría. Tan severa bienvenida le pareció adecuada a Fernando Domínguez Romay cuando, allá por 1812, diseñó esta entrada monumental. Me pregunté qué escribiría yo si algún día llegase a proyectar un cementerio: podría ponerme tremendista y reproducir esa exhortación a abandonar toda esperanza que Dante emplazó en la puerta de su infierno –Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate– o plagiar el perspicaz epitafio de Marcel Duchamp, que más o menos dice:

Por otro lado, los que mueren son siempre los demás.

La portada de San Amaro, en sí misma, siempre me ha resultado bastante antipática: pilastras dóricas, severas, frontón triangular y la insoslayable cruz culminando el conjunto. Pero si uno se acerca lo suficiente, descubrirá a uno y otro lado de su arco de medio punto dos calaveras que tengo la costumbre de saludar cada vez que hago ronda por la trinchera oblonga y arbolada que separa el cementerio de la calle Orillamar.

Supe por un plano antiguo que la necrópolis, al principio, fue un recinto cuadrado dividido en cuatro sectores que se correspondían con las parroquias de la ciudad: Santiago, Santa María, San Nicolás y San Jorge. La puerta se alineaba entonces con el eje central, hasta que una reforma temprana la desplazó para situar en su lugar una capilla neoclásica, académica y armónica, que con su cúpula rebajada recuerda a esos proyectos de Juan de Villanueva que brotan como hongos en las bibliografías universitarias. Miré la capillita de reojo antes de asomarme al interior del cementerio. Al fondo, suspendida en el mar ártabro, flotaba como de costumbre la isla de A Marola con su perfil de tortuga. Quen pasou a Marola, pasou a mar toda, asegura aún hoy más de un vecino.

Ante mí -recordé entonces, cambiando de tercio con tono solemne- yacían muchos gallegos ilustres. Literatos como Eduardo Pondal o Wenceslao Fernández-Flórez, artistas como el inmenso Luis Seoane o Álvaro Cebreiro, próceres como Manuel Murguía o Juana de Vega, incluso un naturalista sospechoso de plagio como Víctor López-Seoane o el mismísimo crooner del Fin del Mundo, Pucho Boedo. No obstante, a mí me suele resultar más emotivo el hecho de que allí repose lo que queda de la mayoría de mis muertos.

Por otro lado, el mito de San Amaro me parece magnético a pesar de mi recalcitrante ateísmo: cuentan que el tal Amaro fue un hombre nacido en Asia Menor que, tras una revelación inefable, se empecinó en alcanzar el Paraíso Terrenal. Con ese propósito construyó una barca para perseguir el sol en su recorrido más allá del océano, y fue así como se embarcó en un periplo homérico a través de islas encantadas y mares infestados de bestias. Finalmente, logró contemplar esa tierra prometida a través de una hendidura en la puerta que custodiaba la puerta del Paraíso. Al apartar la vista, para su sorpresa, comprobó que habían transcurrido casi trescientos años y que él se había convertido en un santo venerado en aquella tierra. Puede que la historia no sea del todo verosímil -me dije entonces- pero al recordarla sentí el impulso de exclamar, parafraseando a Paul Valéry:

¡Qué sería de nosotros sin el auxilio de las cosas que no existen!

Decidí proclamar en ese mismo instante a San Amaro patrón de los derivistas cascarilleiros. No se hable más.

Salí satisfecho del cementerio para continuar mi camino. Pasé de nuevo frente a la capilla neoclásica en la que esta vez me pareció adivinar un aire palladiano. Exhibía ese día plomizo una dignidad que el deterioro solo conseguía subrayar, como la de esas villas renacentistas a las afueras de Vicenza. La lluvia zigzagueaba entre los hierbajos que invadían su pórtico. Unos cuantos pasos más adelante, me crucé con un mirlo elegante de gafas amarillas, luego con una familia de urracas y con un grupo de estorninos que, de luto riguroso, echaron a volar con prodigiosa sincronización en cuanto me acerqué. Un enjambre de gaviotas me vigilaba desde muy arriba, como satélites rusos. Entre las ramas de los árboles alineados frente al British Cementery distinguí una tórtola turca que velaba difuntos cristianos. Quién se lo iba a decir a su tatarabuelo el día que echó a volar en Ankara o en Esmirna…

Seguí caminando, apreté el paso. Volvió a aparecer fugazmente A Marola al fondo de las calles sucesivas de San Pedro y San Amaro. A continuación comprobé aliviado que todavía resistía, como testigo de otra escala y otra época, la casa baja del bar La Parra. En ella comprábamos los niños del barrio miñoca antes de bajar a pescar. O, para ser más exactos, a intentarlo.

A partir de ese punto -pensé entonces, tajante- solo podía contemplar el verdadero derivista dos opciones: subir por la calle Santo Tomás para adentrarse en las honduras de Monte Alto, o descender hacia la playa que comparte nombre con el cementerio. La tercera vía, la avenida que desemboca en el faro, queda reservada a los forasteros. Esa vez opté por la cuesta abajo.

El camino hacia la ensenada de San Amaro me pareció triste ese día. Siempre me lo parece. Recuerdo bien la zona antes de que el delirante paseo marítimo la aniquilase. Había veredas flanqueadas por ortigas y por barracas en cuyas paredes se apoyaban chalanas que olían a brea. Me vino a la cabeza en ese momento un tango escuchado mil veces -uno tiene sus vicios- que, en la voz atávica del Feo Rivero, añora su barrio de

casitas desparejas y rincones donde se amansan
recuerdos de cosas viejas, donde las calles son canchas
y el sol se tira a sus anchas
y en todo hay calor de hogar.

Cerca de allí, en la playa, me hicieron una de mis primeras fotografías en la que -gordo como Pichuco Troilo y rubio como el Polaco Goyeneche- intento torpemente mantenerme en pie sobre la arena. Era 1981 y empezaban a germinar ensortijados bloques de viviendas en torno al arenal.

Segunda deriva. Proclamación de nuestro santo patrón Borja López Cotelo castillo-San-Amaro
Castillo de San Amaro, A Coruña (Galicia, España) © epR

Mucho antes de eso, en San Amaro hubo un castillo. Era en realidad una fortaleza humilde, un actor secundario en el sistema defensivo de la ría de A Coruña, pero menos da una piedra; hoy, su sitio lo ocupa el Club del Mar. Esta zona aparece rotulada en algunas cartografías antiguas como Ensenada de Dormideras porque allí crecían amapolas. Ese vivero de opiáceos -conjeturé sobre la marcha- lo habrían disfrutado de buena gana Charles Baudelaire o Thomas de Quincey, quien tituló su autobiografía Confesiones de un inglés comedor de opio. Entonces tuve una revelación, casi una epifanía, y supe al instante cuál sería la inscripción destinada a presidir la puerta de ese cementerio que tal vez proyecte algún día:

Podemos mirar a la muerte de frente; pero sabiendo, como algunos de nosotros sabemos hoy, lo que es la vida humana, ¿quién podría sin temblar mirar de frente la hora de su nacimiento?

Así, con tan escaso optimismo, empezaba su libro el escéptico de Quincey.

Sea como sea, cuesta imaginar aquí castillos o campos de amapolas. Pero los planos casi nunca mienten, zanjé. Luego reparé en esa estructura que se erigía estoica al otro lado de la playa. De niño, mientras la usaba como trampolín a las aguas glaciales de San Amaro, me preguntaba quién habría levantado allí lo que irrefutablemente era una réplica de la Torre de Hércules. Años más tarde entendí que era parte de la infraestructura destinada a transportar las piedras extraídas de la cantera que ahora ocupan las casas de Adormideras hasta el otro lado de la bahía, donde un ferrocarril provisional las llevaba hasta su destino final en el dique de abrigo que estaba siendo construido.

Segunda deriva. Proclamación de nuestro santo patrón Borja López Cotelo San-Amaro
Bajo el mar San Amaro, A Coruña (Galicia, España) © epR

Nunca he buceado en los fondos de San Amaro, así que no puedo confirmar ni desmentir una historia que he escuchado en más de una ocasión. Los hechos se remontan a 1809 cuando, derrotadas las fuerzas inglesas que había comandado el caído general Sir John Moore, los franceses del mariscal Soult los persiguieron hasta el confín de la ciudad. Llegados a esta ensenada, los soldados de la brigada Beresford decidieron decapitar a sus caballos antes de embarcar, con el fin de que el enemigo no se sirviera de ellos. Desde entonces, quienes se han sumergido aquí aseguran haber visto entre algas, estrellas de mar y algún que otro lorcho de nadar errático, los huesos de aquellos infortunados animales. ¡No se me ocurre osario más hermoso! -concluí instantáneamente, sin lugar a la duda- al tiempo que recordaba el deseo que Le Corbusier había confesado a su ayudante Jerzy Soltan antes de desaparecer en las aguas luminosas del Mediterráneo:

Qué bonito sería morir en el mar, nadando hacia el sol…

Tercera deriva. La ciudad anfibia | Borja López Cotelo

Borja López Cotelo
Borja López Cotelohttp://lasonceymedia.com/
Borja López Cotelo y Maria Olmo Béjar, arquitectos por la ETSAC desde 2007. Borja López Cotelo, arquitecto doctor por la Universidade da Coruña desde 2013.
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