En 2011, Vicente Serrano publica el libro La herida de Spinoza, donde aborda, desde la filosofía, el tema de la felicidad. En el capítulo v –Biopoder sin ideologías– expone y analiza cómo, en realidad, toda forma de poder tiende a controlar, ordenar y articular toda cosa que caiga bajo su influjo. Es lo que Serrano, usando palabras de Nietzche, califica como voluntad de poder: la ambición de toda persona por lograr sus deseos, incluso por encima del otro o de lo natural y que niega la existencia de cualquier límite que no se supedite a esa voluntad.
El objeto del poder no sería otra cosa que la búsqueda por colmar ese deseo insaciable por apropiarse de todo. Por otra parte, la ideología no es tanto aquello que da forma a ese poder, sino que sólo es una mera fachada: un grupo de signos y símbolos bajos los cuales se puede, llegado el caso, organizar a un conjunto de personas.
En este marco, “el poder deja de ser una institución visible e inidentificable para convertirse en un tejido que genera ficciones y establece espacios” donde su “objeto último es la vida misma en su sentido biológico”. Eso justamente explicaría cómo ideologías tan distintas como el nazismo, el comunismo o el capitalismo acaban ejerciendo similares formas de represión –un aspecto que ha sido analizado ampliamente en el siglo XX en voces como Foucault, Agamben o Zizek.
Pensando ahora en arquitectura y tomando como referentes a autores tan distantes en el tiempo y la mirada como Victor Hugo, George Bataille o Reyner de Graaf –miembro de OMA que dijo en un texto reciente que la arquitectura sólo era una herramienta del capital–, podemos exponer con certeza que arquitectura –aquella realizada por el arquitecto, al menos– es indisociable de las formas de poder, participando directamente de ellas. También podríamos apuntar que su lenguaje –su modo de expresión– está siempre vinculado a ciertos significados y símbolos y, por tanto, entrelazado directamente con alguna determinada ideología, aunque eso no explicaría de forma clara cómo, por ejemplo, la arquitectura moderna participó tanto de dictaduras como de democracias o el famoso enfrentamiento de los pabellones -también parecidos entre sí- de la URSS y la Alemania Nazi en la Exposición Universal de París de 1937.
Aquí me gustaría entonces lanzar algunas preguntas: ¿puede pensarse la arquitectura más allá de la expresión ideológica y estar únicamente asociada a la idea misma de la voluntad de poder? Es decir, ¿existe la arquitectura sin ideología? Dado que resulta difícil eliminar la idea misma de una acción -un poder, una arquitectura- sin la existencia de una ideología -por definición
“el conjunto de ideas que caracterizan a una persona, escuela, colectividad, movimiento cultural, religioso, político, etc.”-,
me gustaría matizar las preguntas anteriores. Lo que me interesa es más bien si podemos o no analizar el hecho arquitectónico fuera de su cuestión ideológica. Si fuera posible ¿cómo sería?
Cuando me he atrevido a lanzar estas preguntas siempre he recibido una respuesta idéntica:
“No, resulta imposible pensarla sin ideas o sin ideologías”.
Para apoyar en su respuesta, algunos de mis interlocutores han usado un ejemplo clásico: la arquitectura nazi y, en concreto, el campo de concentración como demostraciones arquetípicas de la arquitectura del biopoder y manifestaciones de la ideología nacional socialista.
Sin embargo, hay que hacer algunas precisiones. El mismo Vicente Serrano apunta, citando a Roberto Esposito, que
“la biopolítica no es un producto del nazismo”,
sino que más bien
“el nazismo es un producto degenerado de una determinada forma de biopolítica”.
Es decir, la biopolítica vino primero. Así mismo, la ‘invención’ del campo de concentración no se da durante los años que preceden a la Segunda Guerra Mundial, sino que su historia se puede trazar ya desde el siglo XVIII.
Precisando más, lo que sí aparece durante esos años son los campos de exterminio, unos lugares donde la biopolítica deriva en necropolítica para dar muerte a todas aquellas personas que no entraran dentro de los cánones imaginados por Hitler. Así pues el campo de concentación no es un producto del nazismo, sino que éste se lo apropia hasta llevarlo al extremo mismo: el control absoluto de la vida y de la muerte. El campo de concentración, pues, es el resultado y la manifestación del bipoder en general, no del nazismo en particular, y tiene su razón de ser –una razón, por cierto, tan fundamentada a veces que asusta– en la gestión última de todos y cada uno de los aspectos de la vida de quienes lo ocupan –no es por ello trivial que Giorgio Agamben lo imagine como la forma de política de la contemporaneidad.
Ahora bien, la arquitectura nazi sí puede servir muy bien para adentrarnos un poco más en la cuestión de si existe arquitectura más allá de la ideología. La ‘otra’ arquitectura nazi, la usada como herramienta para la difusión del régimen, fue imaginada por Albert Speer y aplaudida y defendida por el propio Hitler. Speer concibió una arquitectura convertida en ruina, heredera de los imperios griego y romano. El alemán se atrevió a imaginar —causando el pánico entre altos mandatarios— el fin del Tercer Reich, pero, a cambio, le dio al ‘imperio’ la posibilidad de hacerse eterno1. Para esto Speer se valió de otra característica: sus diseños era tan sólo una escenografía, pura fachada detrás de la cual no había nada, exponiendo, así, y a la perfección, los conceptos expresados por Serrano. Toda ideología, toda arquitectura netamente ideológica, es pura fachada, mero teatro hecho para impresionar a las masas, detrás de lo cual sólo se oculta la miseria misma que produce. De ahí la expresión masiva de esta arquitectura, de ahí su visión en ruina, de ahí su exceso de escala, el uso cargado de estatuas y símbolos, que buscan paliar cualquier falta de contenido. El poder siempre oculta sus vergüenzas tras las luces de la propaganda.
Por el contrario, el campo de concentración se piensa impensable y se imagina inimaginable. Un debate que se extiende durante toda la segunda mitad del siglo pasado y que se ha apoyado muchas veces en el escaso número de fotos que existen de lugares como Auschwitz-Birkenau en funcionamiento, en especial de sus crematorios, de los que sólo existen cuatro fotografías que Jean-Luc Godard dijo habían sido “extraídas del mismo infierno” para “salvar el honor de lo real”.
En tales circunstancias, de poder ser reducido a algo —cosa, de hecho, difícil— el campo de concentración podría ser un terrible diagrama, uno propio de una fábrica o un matadero: un acceso; un lugar donde dividir a hombres y mujeres aptos y no aptos; unos básicos barracones que tratan de actuar desvergonzadamente como espacios donde “descansar”, apiñando cuerpos unos contra otros; unos lugares donde dar muerte. Un esquema tan frío que produce terror. Los campos de concentración son una manifestación –extrema si se quiere– de aquella sociedad disciplinaria expresada por Michel Foucault.
Cabe la pena recordar que el pensador francés nunca imaginó ‘una’ arquitectura –esto es, una concreta o real– sino que se mantuvo siempre en la línea del diagrama, en concreto del panóptico imaginado por Jeremy Betham.
Un diagrama expone las relaciones entre las diferentes partes o elementos de un conjunto o sistema. Siguiendo esta definición, el arquitecto Léopold Lambert en su texto “Foucault and Architecture: The encounter that never was“, publicado en castellano por la revista chilena SPAM_arq, también expone, desde los escritos de Michel Foucault, el uso del diagrama como forma de expresión del poder:
“Foucault lee esta arquitectura (la del panóptico) a partir de una forma de representación en dos dimensiones que expresa varias fuerzas expresadas por sus líneas (…) Foucault no está interesado en el panóptico como un edificio sino como la combinación de líneas de visibilidad que conforma relaciones de poder entre los individuos afectados por éstas”.
Si el diagrama es la expresión de fuerzas y tensiones que cumplen o son sometidos los cuerpos que lo habitan, pasa a desarrollarse casi en términos maquínicos. El diagrama, apuntaba Gilles Deleuze, es
“el mapa, la cartografía, coextensiva a todo el campo social. Es una máquina abstracta. Se define por funciones y materias informales, ignora cualquier distinción de forma entre un contenido y una expresión, entre una formación discursiva y una formación no discursiva. Una máquina casi muda y ciega, aunque haga ver y haga hablar”.
La ‘arquitectura sin ideologías’ quizás sea justamente ésta, aquella cuya expresión se reduce al diagrama. Sin embargo, al diagrama le falta algo, pues expresa la situación ideal de unas ideas o un acontecimiento. En el diagrama todo es “abstraído de cualquier obstáculo, la resistencia o fricción”. Le falta el peso de las cosas, su resistencia, su fuerza, sus condicionantes, sus circunstancias, esos momentos de fricción de aquello que no funciona de acuerdo con lo planificado, aquello que Clausewitz denominaba “el efecto de la realidad en las ideas”. El diagrama por tanto nunca es suficiente. Lambert apunta que
“el diagrama tiene ningún medio de constituir un mecanismo de poder sin su forma de realización arquitectónica.”
Ahora bien, liberada por fin de su del lenguaje o del estilo, pensar la arquitectura sin ideologías nos lleva a verla como expresión de fuerzas y tensiones entre los cuerpos que la ocupan y/o la constituyen. Consiste en ver sus fricciones. Allí donde resiste, allí donde falla, su diagrama ideal. Esos puntos donde se decide la represión o libertad de los cuerpos: puertas, muros, ventanas… más allá de su expresión material o de su lenguaje, extrayendo lo que significa así como también sus capacidades materiales. Pensar la arquitectura sin ideologías es verla como una forma de batalla en la que los cuerpos chocan unos contra otros: arquitectura como fricción.
Pedro Hernández · arquitecto
Ciudad de México. marzo 2016
Notas:
1. “Expuse a Hitler bajo el título algo pretencioso de “teoría del valor como ruina” de una construcción. Su punto de partida era que las construcciones modernas no eran muy apropiadas para constituir el “puente de tradición” hacia futuras generaciones: resultaba inimaginable que unos escombros oxidados transmitieran el espíritu heroico de los monumentos del pasado. Mi ‘teoría’ tenía por objeto resolver este dilema: el empleo de materiales especiales, así como la consideración de ciertas leyes estructurales específicas, debía permitir la construcción de edificios que, cuando llegaran a la decadencia, al cabo de cientos o miles de años (así calculábamos nosotros), pudieran asemejarse un poco a sus modelos romanos.” | Albert Speer, Memorias