El presente texto es, antes que nada, una simple y pequeña reflexión sobre la exposición ‘Relatos de una negociación’ que recoge la obra pictórica del artista Francis Alÿs y se desarrolló –hasta el domingo 16 de agosto– en el Museo Tamayo de ciudad de México.
Vayan por delante algunas advertencias. Aunque admiro enormemente la obra del artista (belga)mexicano, mi conocimiento sobre su trabajo se resume a los clásicos clichés: “estudió arquitectura”, “llegó a México en el 86 tras el terremoto”, “trabajaba recorriendo el centro de la ciudad”, “hace caminatas en el espacio público”, etc, etc. Una visión –explicada aquí de forma conscientemente reducida– que quiere dejar a entrever que esto no es sino una lectura acotada y parcial de la experiencia personal que produjo la visita a la exposición y que no quiere entrar dentro de un debate mayor –ni teórico ni artístico– de su trabajo.
Advierto aquí porque, tras la visita, he recibido y encontrado diversos comentarios que intentan insertar esta muestra dentro del cuerpo de obra de Alÿs, apuntando cosas que me interesan tan poco como que “este” Alÿs ha perdido su “frescura” y ahora es más “un artista de taller”, apuntando que la exposición aunque “muy buena” es para “gente que no sabe de arte”. Como yo me inserto en ese grup(úscul)o de gente considero que, en lo personal, poco me importa establecer qué práctica es mejor –si la de hace unos años o ésta más actual. Confío en cada quien para sacar sus propias conclusiones.
Mi interés aquí es más reducido: centrarme en la visión de un concepto que parecía asomarse de forma continua a lo largo de la muestra: el horizonte. Qué técnica es usada y cuan efectiva -o efectista- puede llegar a ser para abordarlo, poco me importa.
Mirar al otro (lado).
“Los mapas demuestran el teatro de las operaciones para controlarlo”.
Alejandro Hernández Gálvez
Al entrar en la sala que abre la exposición en el Museo Tamayo, lo primero que uno se encuentra en una mesa con un enorme mapa del Estrecho de Gibraltar –formado en realidad por cuatro planos pegados– realizado por un instituto cartográfico (no recuerdo bien si era el del Estado español), es decir, un mapa de carácter oficial. En él, las líneas, bien demarcadas, ilustran con máxima precisión los límites entre tierra, mar, estados y continentes; y dibujan con claridad las fronteras y las áreas de influencia marítima.
Un mapa como el que se presenta es un ejercicio clásico de claridad, de certidumbre y de precisión. Lo que se marca sobre él es una representación intencionadamente objetiva y científica en un ejercicio de abstracción que construye una visión –vertical y ortogonal– imposible de percibir en realidad por el ojo humano, pero que hemos aprendido a leer casi de forma natural.
Si podemos pensar que naturaleza de este tipo de mapas no es sólo infomacional, sino también estratégica y militar, en la medida que nos permite reducir la complejidad el mundo, establecer diferencias y lanzar formas de operación sobre el territorio, entonces podemos imaginar a Alÿs –en su taller, por qué no– marcando su estrategia –¿o era estratagema?– de acción. Sobre el plano, el artista coloca, justo sobre el estrecho, dos tenedores que se entrecruzan y se mantienen elevados en un precario equilibrio creando un punto de contacto entre ambos territorios. O lo que es lo mismo, un puente entre ambos territorios. Los tenedores –algo, por otro lado, bastante común en nuestras casas– parece que son sólo un elemento que ayuda a ilustrar la operación.
Junto al mapa el artista ha colocado dos pantallas. Cada una contiene un vídeo con estructuras similares. Uno tomado desde Europa mirando a África y otro tomado desde África mirando a Europa. Formalmente parecidos, a muchos nos costaría saber desde dónde está tomado cada vídeo si no fuera por las personas que aparecen en él. Sus vestimentas nos delatan diferencias y podemos entonces establecer qué territorio está al norte y cuál al sur.
Con un gesto simple, Alÿs crea un espejo donde reflejarse –al menos yo que soy español y mediterráneo–. Los vídeos permiten dar cuenta de la escasa distancia que separa ambos mundos. Y digo mundos porque el estrecho es, sin duda, uno de esos lugares donde las diferencias se extreman. Allí se separan dos continentes, dos religiones, dos economías y dos cosmovisiones. Para Europa –por qué no decirlo– el que vive al otro lado es alguien extraño, que o quiere “invadir” y eliminar aquello que es. Desde África, algunos ven cierto final del viaje, cierta esperanza que les permita dejar de vagar. El estrecho, con su vibrante mar, es la última frontera y la última esperanza de mezclarse o permanecer separados. El horizonte de la diferencia.
Lo que (no) se alcanza a ver
Una anécdota. Un buen amigo tiene todo un trabajo artístico desarrollado sobre el concepto mismo de horizonte. Él, gallego, habla constantemente sobre cómo su territorio –principalmente montañoso– carece de horizonte salvo en el mar. El océano es el único punto desde donde poder trazar con la mirada una línea recta.
Pero Galicia (y Portugal), que para los romanos era el fin del mundo conocido –Finisterrae– se enfrenta siempre a la incertidumbre sobre qué habrá más allá. La mitología, consciente de la inmensidad del mar en aquellos territorios, imaginó un lugar poblado de monstruosas criaturas que sólo abocaban a una gigantesca cascada que nos haría caer en un absoluto vacío. Esas historias forjaron el carácter de aquel lugar y dieron al lenguaje palabras tan maravillosas como saudade o morriña.
Por contra, los que nacimos en el Mediterráneo tenemos una relación con el agua más bien distinta. Primero nos encontramos con un mar tranquilo, suave y hasta templado que forjó un intercambio continuo entre África, Europa y el Medio Oriente. A diferencia del noroeste, los mediterráneos sabemos que, aunque no lo veamos, siempre hay un territorio –ya explorado– detrás del horizonte al que llegar.
Sin embargo, aquel territorio abierto y mezclado terminó por extremar sus diferencias: arriba-abajo, norte-sur, nosotros-ellos, colonizadores-colonizados, que llevó, ya en la contemporaneidad a crear vallas como las de Ceuta y Melilla o los distintos sistemas de seguridad, con cámaras infrarrojas y demás sistemas de monitoreo que los acompañan. Un sistema de vigilancia que quiere evitar el cruce de lo no deseado.
Vista aérea (o de no llegar nunca)
Las imágenes de las dos pantallas y el mapa –vista frontal y vista ortogonal respectivamente– se acompañan de una conjunto de cuadros que siguen la misma temática. En ellos el punto de vista elegido es, sin embargo, diferente. Alÿs utiliza en casi todos la vista aérea, donde el agua ocupa casi la totalidad del cuadro, relegando las figuras humanas a ocupar tan sólo una pequeña parte del espacio pictórico, reforzando la innecesidad del mar frente a la vista del horizonte destino. Las imágenes recuerdan a las fotos aéreas que aparecen comúnmente en la prensa. Con la ausencia de tierra, el mar se hace más inconmensurable y nos recuerda, de nuevo, el peligro que supone cruzarlo y el esfuerzo que supone la distancia bañada de azul que (nos) separa. Al tiempo, algunos cuadros se cruzan con enormes figuras mitológicas que cargan en sus brazos o sobre sus cabezas las balsas cargadas de migrantes. ¿Será una especie de protector?
Perder el horizonte / Morir Ahogado
En el texto Imagina que caes, Hito Steyerl hace un pequeño repaso del horizonte. Para ello nos habla primero del desarrollo de la perspectiva lineal. La idea es simple, esta forma de mirar alude a un individuo que mira y a un algo que se observa: un paisaje, una ciudad o una arquitectura que puede ser reducida a condiciones geométricas. La perspectiva lineal es una mirada ocularcentrista, una forma de dominio.
Hoy, sin embargo, advierte Steyerl, la perspectiva lineal ya no es nuestra forma de visión. En el mundo sobreinformado hemos perdido el horizonte, desaparecido tras la bruma de un exceso que cubre nuestros ojos. Perdido el horizonte perdemos orientación y puntos de referencia y estamos obligados a vagar frente a la incertidumbre.
Alÿs nos sumerge entonces en este debate. En un vídeo a dos pantallas –de nuevo la condición del espejo– el artista coloca una fila de niños que portan en sus manos unas sandalias convertidas en barcos de juguete. Entre risas y empujones la fila avanza hacia el mar que pasa de la tranquila orilla a algo más agitado avanzado unos metros. En ese momento, la cámara, que trazaba una línea nítida entre cielo y mar, empieza a ser afectada por el oleaje, se ahoga, pierde contacto con las risas de los niños, y el sonido se vuelve inquietante. De vez en cuando vemos una figura que podría ser un niño. La fila que antes era clara, ahora parece divida y deshecha por la acción del mar, que se traga todo a su paso, hasta el horizonte.
Diluir las figuras
En Tornado –serie de vídeos realizados por Alÿs durante una década– la poesía del asunto se desborda de la pantalla. En una sala oscura, frente a una enorme pantalla, somos testigos -desde la propia mirada del artista- del nacimiento y formación de un tornado. Primero levantando algo de polvo y luego convertido en una mancha marrón -en México dirían café- que avanza y absorbe sin diligencia todo lo que se encuentra. Lo extraño aquí y que Alÿs ha tenido el acierto de destacar es como cuando la nube de polvo engulle lo que se cruza en su camino, como un arbol, por ejemplo, acaba por diluir su figura hasta convertirlo en una mancha sin forma. Como en los cuadros de temática marina de William Turner, donde las figuras se pierden y mezclan en las olas de un mar revuelto y furioso, aquí, los árboles, al mezclarse con la arena suspendida en el aire, pierden su contorno y acaban convertidos en una imagen borrosa de color marrón oscuro.
De nuevo Alÿs expone a la mirada a un juego de disolución. Somos incapaces de determinar una línea que clarifique las figuras. Todo es emborronamiento e incertidumbre.
Cuerpos inmolados
Parece entonces natural que el siguiente paso sea recortar la distancia que nos separa de esos paisajes. Es entonces cuando Alÿs decide maltratar su cuerpo lanzándose e inmolándose contra esa fuerza de la naturaleza. Desde fuera podemos ver al artista como una figura que pasa a ser un manchón, un emborronamiento de lo que alguna vez pudo ser una persona. Desde dentro –recordemos que los vídeos están tomados desde el punto de vista del propio Alÿs– nos encerramos en un mundo ruidoso, que golpea la cámara-ojo y notamos, en los quejidos del artista, que hace daño. Pero, ¿para qué? ¿Cuál es la utilidad de lanzarse contra eso? ¿Por qué alguien se quisiera exponer a ello?
El gesto es puramente poético y toca reivindicarlo como tal. En sí mismo, encierra las mismas cuestiones que la de aquellos que se lanzan al mar buscando llegar al otro lado –como hace los niños en el vídeo del estrecho– para encontrar un mundo mejor: ¿Merece la pena mezclase con un medio que te va a hacer daño sólo por eso? Sólo hay una respuesta: sí. Si no, nadie lo haría.
Cierto es que hay una diferencia entre las aguas que separan África y Europa de los campos de Milpa Alta. Cierto es, también, que unos aparecen obligados por un mundo (el del capital) que los trata –pese a la dureza de la palabra– como un recurso prescindible. Si no son ellos, otros llegaran, otros ocuparan su lugar. Por eso en Europa lloramos la tragedia del Costa Concordia o del Titanic, demandamos un mejor control de los viajes y queremos justicia ciega para encerrar a los responsables, y por eso, al escuchar la muerte de 1,000 migrantes, sólo esbozamos un “qué pena de mundo” y seguimos tomando nuestro café.
No se trata de olvidar esa diferencia, ni de situar la acción de Alÿs –enmarcada en el contexto artístico del museo– de la difícil y extraña realidad que marca el mundo de los flujos de capital (humano). Pero quizás, al compartir el mismo espacio de exposición, se cree un diálogo que nos pongan en una situación incómoda aunque sólo sea por un momento.
Habrá quien piense “¿Y qué cambia?” Los espectadores –consumistas por excelencia– seguirán con sus vidas, olvidarán lo que han visto y volverán a sus problemas. Nadie esbozará un mea culpa o se hará activista por ver la exposición.
Es bastante probable.
El arte fue neutralizado hace ya mucho tiempo por el mercado. Es posible que no sirva de nada hacerlo. Pero hay que hacerlo. Pero pienso aquí en Harun Farocki y su fuego inextingible. Si la quemadura de cigarro autoinflingida que se realizaba el creador alemán nos causaba dolor –bienvenida empatía– ¿qué nos causará la imagen de los quemados por la guerra de Vietnam? Una imagen tan violenta será demasiado para el espectador que abrumado, apuntaba Farocki, apartará la mirada ante los efectos del Napalm.
El gesto de Farocki le podrá, sin embargo, hacer consciente de esos problemas a través de una comparativa. Un gesto poético, si queremos llamarlo así, que nos saque de nuestro propio ensimismamiento.
Siempre habrá peligros, pero hay que seguir lanzándose contra el tornado –metáfora de este mundo capital– que lo devora todo y exponernos a toda su crueldad e incertidumbre visual.
Pedro Hernández · arquitecto
Ciudad de México. septiembre 2015