Toda maqueta es una prospección a futuro, una promesa, un deseo, la imagen ideal de un pensamiento de lo que deberá ser la arquitectura. Arquitectura antes de la arquitectura o arquitectura sin un lugar o arquitectura en cualquier lugar.
Construir una maqueta es anticipar ese futuro; es establecer de antemano (y sin riesgo de equivocarse) una determinada concepción del mundo o de un territorio; una representación a escala de una idea que devendrá espacio tangible, real, habitable. Como apunta el escritor y periodista Juan José Millas:
“En las maquetas no hay huelguistas, ni manifestantes, ni pobres, no hay cacas de perro, no hay viento, jamás llueve, no hace ni frío ni calor. De la maqueta no llegan gritos de contribuyentes indignados preguntando a las autoridades de dónde van a sacar el dinero para la obra faraónica que se proponen perpetrar. En las maquetas, los retretes están siempre limpios y los árboles son de hoja perenne y el agua del estanque es cristalina.”
Por eso la maqueta es la herramienta preferida de políticos y arquitectos que, que como no pueden controlar el mundo que les rodea, prefieren imaginarlo en miniatura, respondiendo a lo que decía Bachelard:
“[poseemos] el mundo tanto más cuanta mayor habilidad tenga[mos] para miniaturizarlo”.
La destrucción (parcial) de la maqueta no sólo contestaría a la idea establecida por Millas, sino que trata de posicionarse en la voluntad de que la arquitectura no puede solidificar modelos ideales, limpios y ordenados.
Si una maqueta es, como ya se ha dicho, una mirada al futuro, la maqueta quemada representa entonces la propia noción de fracaso: Una promesa frustrada, un futuro imperfecto, una utopía sin utopía.
Pedro Hernández · arquitecto
Ciudad de México. Mayo 2014