El asomo por definición pretende que comencemos a conocer algo sin profundizar en ello; y ese podría ser el principio del descubrimiento, nos detenemos, el paisaje nos enmarca, somos a su vez el descubrimiento de alguien que nos ve desde el otro lado, no nos asomamos, somos el asomo de algo o de alguien.
Levantamos la mirada, detenemos por un instante ese poder que tiene el estado del alma, sentimos como el tiempo se extiende tanto que termina por convertirnos en paisaje, nuestro paisaje; ya no nos asomamos más, somos parte de él, nos diluimos en él, nos incorporamos casi involuntariamente en él. Pero, eso sí, antes de abandonar nuestro ímpetu, nos llevamos consigo esa escenografía ya estructurada: llena de instantes de asomo, de asombro.
Luego de la pausa y antes de dar el siguiente paso, el asomo se hace con el asombro, y cuando nos descubrimos como observadores perennes, respiramos; nos dirigimos también hacia el abandono de ese “despojo de asomo”, para así descubrir el mundo de después, e inmediatamente formar parte de él; como aquel pastor con su cayado que junto a sus lanudas ovejas nos divisa observándoles desde la ventana del tren que pasa lentamente por “su campo” bajando la velocidad al sentir a lo lejos el ruido generado por el cambio de vía que lo dirigirá hacia su ya trazada ruta de destino.