Ibsen Martínez escribió en su página un comentario sobre la recién publicada autobiografía de Mark Twain. Me identifiqué con su interés por la actitud cuestionadora de este “all american writer” sobre los usos en boga en su país y muchas otras cosas, entre ellas una que retuve especialmente sobre la crítica y los críticos.
Porque pienso que en el campo de la arquitectura la crítica establecida ha tenido un papel desorientador en el proceso de formación de un pensamiento. Actividad esta última que me gusta definir como pensamiento hacia, desde y no “sobre” la arquitectura, porque me afilio a la concepción enraizada en una parte de la filosofía contemporánea de que la arquitectura se piensa haciéndola. Y no discurriendo sobre ella, a menos que ese discurrir se refiera a su descripción o a constataciones sobre lo ya hecho en proyecto o en obra.
Y lo que hay de más utilidad en ese campo no se debe a los críticos sino a los arquitectos. No hablemos de Le Corbusier como pensador porque sería largo, pero Louis I. Kahn (1901-1974), dejó enseñanzas que siguen vigentes, y particularmente sus puntos de vista sobre los espacios “servidos y sirvientes”, de rango técnico y por ello mismo inescapables. Y si uno quisiera referirse a comentaristas con repercusión tendría que citar a Robert Venturi o a Rem Koolhaas, ambos arquitectos. Sin dejar de mencionar los aportes de Oriol Bohigas o Rafael Moneo cuya obra escrita ha abierto interesantes espacios de reflexión muy coherentes con el valor de sus edificios, casos muy ilustrativos del valor de un pensamiento que se origina en la práctica de la arquitectura.
Y hablo de “papel desorientador” porque inevitablemente la crítica, en virtud de su estrecha conexión con los intereses del marketing editorial está en cierto modo obligada a considerar en términos positivos a lo que es seguido por el consumo.
Así ocurrió en tiempos del Posmodernismo y puede uno preguntarse cuanto queda del enorme éxito de arquitectos como Charles Moore (1925-1993), Michael Graves, Robert Stern y de la obra arquitectónica de Robert Venturi, muy publicitados hace menos de veinte años. Fueron en cierta manera elevados artificialmente por la crítica, que veía en sus muy populares amaneramientos, señales de nuevos caminos para la arquitectura.
Pero vayamos a lo que dice Mark Twain:
“Creo que el negocio de la crítica, en literatura, música o teatro, es el más degradado de todos los negocios, y que no tiene valor verdadero”… “pero es mejor dejarlo estar”…”es la voluntad divina que tenemos que tener críticos, y misioneros, y congresistas, y humoristas; y debemos soportar esa carga”.
Debemos soportar que su discurso sea ajeno a la dificultad y la lucha por hacer, edificando su prestigio a partir de la sintonía con lo que ya circula. Por eso muchos críticos son tan parecidos a los políticos. Se instalan y declaran a página completa.
Me viene a la memoria el caso del crítico literario polaco-alemán Marcel Reich-Ranicki que mantuvo eso que llaman los españoles “un contencioso” con Günther Grass, a quien le negaba méritos hasta que el Nobel le abrió espacio al escritor, tal vez demasiado por cierto. No conozco los detalles de ese distanciamiento, aunque hace poco, cuando leía “El tambor de hojalata”, libro mucho menos interesante que los que Grass escribió posteriores al Nobel, llegué a pensar si a Reich-Ranicki lo que le había faltado era decir las cosas por su nombre. O lo había afectado que “El Tambor…” estaba de moda, con lo que se fue a la persona y no a la obra, algo que es muy común en todo crítico. La antipatía personal se impone, los apresan los celos, los resquemores, Y silencian.
No hace mucho escribí acerca de Fruto Vivas con motivo de su doctorado Honoris Causa en la UCV. Lo hice con aprensión porque Fruto me desconcierta. Y lo hice tratando de dejar clara una distancia sobre su discurso.
Una noche, como a las tres semanas, estaba yo en predespacho al sueño frente a la televisión y mi mujer me pasa el teléfono, es Fruto Vivas, me dice. De seguidas, luego del saludo, me agradece Fruto la nota y me insiste en que estaba por llamarme acerca de ella. Sentí una mínima incomodidad porque, repito, había sido distante y se me respondía agradeciendo los aspectos positivos que yo me había empeñado en recalcar. O sea que Fruto había pasado por alto reservas personales y se dirigía a mi visión de su obra. Se lo agradecí y aún se lo agradezco.
Y la verdad es que hay muchas cosas que me separan de esta figura mítica de la arquitectura venezolana. No las voy a detallar porque lo que me interesa hacer público hoy sobre él es otra cosa. Admiro muchas de sus obras y sobre todo su pasión por la arquitectura, incluyendo su permanente búsqueda en el mundo de los materiales y particularmente de los materiales naturales. Y también su modo de asumir la “persona” (en el sentido de Carl Gustav Jung, el rol público) del arquitecto, caracterizada por una constante presencia en la escena local, sin nunca dejar atrás su visión, su perspectiva de arquitecto.
Y digo todo esto hoy por dos razones. Primero porque estoy harto de los falsos ídolos de la arquitectura mundial y me interesa destacar lo que está cerca de nosotros, lo que se modela en las circunstancias nuestras.
Y porque en este país sin memoria irrita que la gente se muera y sea borrada del mapa. O declarada como no vigente por algún crítico. Así nos pasará a todos.
Por eso hago cortísimo homenaje a este personaje que una vez, cuando yo era estudiante y preguntaba mucho, tomó una carpeta flexible y con un ademán de prestidigitador me demostró lo que era un conoide.
Óscar Tenreiro Degwitz, arquitecto.
Venezuela, julio 2010,
Entre lo Cierto y lo Verdadero