‘Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero.’
Los versos que abren el retrato más certero del mejor de los Machado, son el inicio de una tempestad.
Arranca con la fuerza de las palabras desnudas, ligeras de equipaje, para llevarnos al sutil mundo de sus dudas, sus pasiones y sus raíces. Pero ese no es el motivo por el que he elegido los primeros versos de ‘Retrato’ para arrancar este artículo. Los he elegido porque Machado era perfectamente consciente mientras los escribía, de que escondía un plan. Cuando Machado arranca con estos versos, sabe perfectamente a donde se dirige. El resto, lo que separa este lúcido arranque de su objetivo, es un bonito dejarse llevar.
La ausencia de un objetivo al que dirigirse, de un fin, dificulta el pasear. Sabiendo hacia donde vamos, somos capaces de caminar con mayor libertad, de tomar rutas alternativas, medir las pausas, ajustar el ritmo y dejarnos llevar. Queda a un lado el miedo a perderse, a desviarse del camino en exceso, a interrumpir la marcha. Sabemos que antes o después, de una forma u otra, acabaremos llegando. La rigidez de los planes y los trazados, desaparece.
En los bordes de ese camino que vamos eligiendo para dirigirnos al objetivo que nos hemos marcado, encontraremos la mayor riqueza. Quien obra con tibieza, cerca está de caer. En el límite que posibilita la existencia de dos mundos, uno a cada lado, será donde asumamos los riesgos, encontremos las alegrías, los miedos. Es en ese límite donde debemos introducir el puñal para conocernos en profundidad, aunque duela.
Esto solo es posible con un caminar decidido, sin titubeos, propio de quién sabe adónde se dirige. En ocasiones avanzamos demasiado ocupados en evitar los riesgos que se pueden presentar en el camino, las pruebas que se suceden, preocupados por el juicio de unos tribunos de miradas miopes incapaces de ver que las imperfecciones en nuestro caminar, que el asumir el riesgo de mojarnos, que nuestros defectos, son acaso lo más interesante de nuestra personalidad. Unos tribunos que hace tiempo que perdieron la ilusión por enseñar y se limitan a cumplir, que nos ven desorientados, dubitativos, como un grupo de necios, y no se dan cuenta de que quienes realmente están perdidos, son ellos.
Las lecciones apócrifas de Machado, camuflado de profesor de ética y gimnasia, han de ser el pilar central de la nave que nos conduzca a ese nuevo florecer que soñaba Giner de los Ríos en la sierra del Guadarrama. Caminar dejándonos llevar, disfrutando de la ciudad moruna y las luces de la infancia, soñando los caminos de la tarde, pero teniendo muy presente que la única senda que nos dirige a donde realmente queremos, es aquella que hacemos con el propio caminar.
En una de sus conversaciones con Tórtolez, su alumno más respondón, Mairena nos dejó una pista que anticipaba el final del retrato con el que he abierto esta mala juntera de párrafos. Dice así.
‘No os extrañéis de que un necio se descuerne luchando por una idea’.
Que esos necios no pierdan la ilusión por explorar sus límites, por disfrutar de la incertidumbre y el riesgo. Que se descuernen luchando por sus ideas.
Pero que atiendan al ejemplo de Machado, que no se olviden que para caminar decidido hay que saber a dónde ir. Hay que tener un plan. El suyo nos lo reveló en los últimos versos de este retrato. Quería que cuando llegase al final del camino le encontrasen ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar.
Así fue, en Coillure, con la única compañía de un abrigo raído, unas flores amarillas y sus dos últimos versos.
‘Estos días azules y este sol de la infancia.’
Lo tenía claro desde el principio, el resto, lo que separaba ese lúcido arranque de su objetivo, fue un bonito dejarse llevar.
Jorge Rodriguez Seoane, arquitecto
Marzo 2016. Santander