“Construidle un monumento al monumento”,
rezaba una de las portadas de la revista de crítica de arte Caín. Justo casi al mismo tiempo que salía esta publicación, se presentaba oficialmente el último trabajo del artista mexicano Sebastián: el Guerrero Chimalli, una enorme escultura de color rojo de 60 metros de altura, 870 toneladas de peso y 35 millones de pesos de presupuesto, ubicada en Chimalhuacán y que, en palabras del gobernador Eruviel Ávila,
“protegerá a los habitantes de Chimalhuacán de la pobreza”.
Los monumentos, símbolos de orgullo identitario, se erigen, alzan y levantan hacia el cielo en distintas circunstancias a lo largo de la historia a fin de comunicar y construir en torno a ellos las nociones de patria, cultura, religión y sociedad. Su función es la de detener el tiempo, ralentizarlo tanto como para que nadie olvide un hecho o acontecimiento relevante para una comunidad. Su función es la de petrificar los discursos de poder, emitir cual altavoz un mensaje de glorias pasadas pero también la de negar otras historias, taparlas y ocultarlas para permitir sólo una, normalmente triunfante, destinada a la exaltación de unos pocos. Por eso son tan interesantes, polémicos y conflictivos. Los monumentos aplanan el espacio público y evitan la posible apropiación simbólica de otras narrativas indeseadas. Construir un monumento a favor de ciertos ideales significa siempre aplastar otros. Por ello, y aun sin pretenderlo, Guerrero Chimalli es tanto un escudo frente a la pobreza como una demostración clara y aberrante del funcionamiento de las políticas públicas en México, más interesadas en la construcción de símbolos poderosos que en una auténtica solución de los problemas que los desbordan.
Y al tiempo que se presentaba la última obra de Sebastián, su nombre aparecía también como parte de la muestra colectiva que se desarrolla en el Museo de Arte Contemporáneo de la UNAM: El derrumbe de la estatua. Hacia una crítica del arte público (1952-2014), curada por José Luis Barrios y que elabora una relectura de la colección MUAC y sus colecciones asociadas. Barrios expone el trabajo del escultor chihuahuense y de otros artistas que desarrollaron parte de su práctica durante la segunda mitad de siglo xx —entre los que se incluyen nombres como David Alfaro Siqueiros, Helen Escobedo, Diego Rivera, Francis Alÿs, Damián Ortega, Teresa Margolles o Eduardo Abaroa Hidalgo— como muestra de la manera en que el concepto de arte público se ha transformado en los últimos 60 años.
México es uno de los mejores ejemplos donde un arte con voluntad social fue transformado en instrumento político. La escultura, la pintura y la arquitectura, mediante el fenómeno de la integración plástica, produjeron espacios decorados con murales que estaban cargados de mensajes épicos que mitifican historias y producen “espacios santificados”, separados de la realidad, desde donde es posible exaltar y orientar el imaginario nacional hacia determinados intereses. Frente a esto, Barrios defiende que
“el arte de la segunda mitad del siglo xx en México ha querido subvertir estas prácticas del arte que buscan instrumentalizar a las personas, el pasado y los sucesos importantes para una sociedad”.
Las propuestas artísticas de la exhibición cargan contra el monumento, con intervenciones y propuestas que
“tienen por finalidad la interacción entre los individuos con sus espacios y no la contemplación distante de los monumentos”.
El derrumbe simbólico que proponía la muestra mexicana resonaba al otro lado del atlántico, en Barcelona, donde se desarrolló en el MACBA, hasta febrero de 2015, la exposición Nonument. En un contexto como el de la Cataluña actual, tan necesitado, según sus políticos, de nuevos símbolos patrios, la muestra aparece como una crítica necesaria a las pretensiones nacionalistas de los últimos años. ¿En qué medida una estatua construye identidad? ¿De qué forma es ésta capaz de representar los anhelos del conjunto de la comunidad?
“Los monumentos esconden cierta apropiación del espacio colectivo, cierto secuestro de la memoria social. […] ¿Quién sustenta un monumento? ¿Quién lo legitima? ¿Cómo emerge? ¿De qué manera arraiga en la comunidad y en el espacio público?”.
La exposición invita a arquitectos, diseñadores y artistas a reflexionar sobre cómo se puede incidir hoy, desde las prácticas del arte, en los problemáticos vínculos entre acontecimiento, conmemoración y ciudad.
La ciudad, cuestionan ambas exposiciones, es el resultado de un conjunto enmarañado de factores. El monumento organiza, reduce la contingencia urbana y niega, a la larga, las posibilidades de disenso. Al menos hasta que, tal y como retoma el artista catalán Domènec en el MACBA, un grupo social decida atacarlo y derrumbarlo por la fuerza.
Su propuesta, un pedestal vacío, es al mismo tiempo, imagen de un cambio, de un fin de ciclo, pero también un lugar por llenar, como si un monumento caído fuera en sí otro monumento, otra manifestación política, que corre el riesgo de acabar tan petrificada como la estatua que antes se alzaba ahí.
Pedro Hernández · arquitecto
Ciudad de México. septiembre 2015
La gente a destruir el patrimonio de arquitectura
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