Las ciudades ideales del pasado.
Empecemos haciendo un breve recorrido por el pasado, por distintas ciudades ideales -construidas o no-, para poder comprender mejor el origen y las contradicciones de Brasilia. Vayamos, en primer lugar, a la Grecia Clásica donde ya Platón y Aristóteles, cada uno a su manera, tuvieron su particular concepción de la ciudad ideal. El primero pensaba que el espacio condiciona la vida de las personas que lo habitan mientras que, para el segundo, el espacio es independiente de las actividades que contiene. Sus ciudades utópicas respectivas, pertenecen al territorio del pensamiento y en sus reflexiones se hace patente una intención filosófica más que arquitectónica, al no pretender delinear proyectos edificables. Ambos parten de ciudades creadas más allá de una mera intuición divina, estableciendo que el ciudadano ha de ser la prioridad fundamental del lugar donde va a vivir, trabajar, descansar, relacionarse y participar en la comunidad.
La ciudad platónica tiene, sobre el papel, una forma comunitaria y social gracias al uso de los números y de la geometría. Fue diseñada por el filósofo en forma circular. Desde el centro, donde se encuentran el templo y el ágora, nacen radialmente las calles en las que se distribuyen equitativamente las distintas áreas. Esto obliga a que la división del espacio se haga una con el concepto de propiedad, igualmente equitativa según el concepto platónico.
Aristóteles entiende la “polis” como una entidad cultural y no en términos formales. Y al ser humano lo considera como un sujeto social. Lo que al individuo le hace merecedor del título de ciudadano no es tanto el hecho de habitar en un lugar determinado, si no el uso de la palabra cuando participa en la asamblea, y por ende en el gobierno de la ciudad. Esta participación sólo les es permitida a los varones nativos y libres, excluyendo a los esclavos, mujeres y extranjeros. Justifica, tal criticable exclusión, afirmando que las jerarquías sociales son necesarias para el bien común que antepone siempre al bien particular.
En el Renacimiento se vuelven los ojos hacia Platón y los clásicos. Filarete realiza el diseño -no construido pero sí origen de muchas ciudades defensivas posteriores- de la ciudad ideal de Sforzinda, recogida nada menos que en veinticinco volúmenes. Su ciudad imaginaria está diseñada en forma de estrella de ocho puntas e inscrita en un foso exterior circular. El orden y la geometría se oponen al caos y al abigarramiento de las ciudades medievales. Filarete compara Sforzinda con el cuerpo humano y cree que debe de funcionar como un organismo comunitario, ajustarse a los deseos y a la felicidad de sus habitantes. Sus edificios deben de cumplir con los tres valores esenciales de Vitrubio: firmeza, belleza y utilidad (firmitas, venustas y utilitas). En el centro de la ciudad se sitúan la iglesia y el mercado. El intercambio comercial de bienes ha sustituido a la participación asamblearia de los griegos, aunque el poder divino permanece a través de la iglesia.
No podemos dejar de mencionar la ciudad de Amaurota, en la isla de Utopía, del inglés Tomas Moro. Una ciudad amurallada situada en la ladera de una colina, bañada por dos ríos, con edificios elegantes y limpios en los que cualquiera podría entrar. Todas las viviendas poseen jardines cuidados con esmero, “con tanto esmero que nunca he visto nada semejante en belleza y fertilidad,” escribía Moro. Nada se considera privado, las viviendas se intercambian una vez cada diez años, las clases han sido abolidas así como el poder del dinero, aunque persisten los criados, y las mujeres son las que se encargan de las comidas comunales. Un clásico dentro de las ciudades ideales, ejemplo de bienestar y perfección y, por supuesto, inmersa dentro de las contradicciones de su tiempo.
En la Ilustración existe una gran incertidumbre sobre el camino a seguir. Lo que parece claro es que lo anterior ya no es válido. Nada más explícito del estado de ánimo de esa época, que la exclamación del Hyperion de Hölderlin: «No somos nada. Lo que buscamos lo es todo”. Ledoux junto con Boullé y Piranessi, son los arquitectos visionarios del futuro, anticipándolo en sus ideas y dibujos. Así Ledoux, en su ciudad ideal construida en las Salinas de Chaux, fábrica a su vez de extracción de sal, pretende vincular la fuerza de la naturaleza con el genio creador del individuo, siguiendo las enseñanzas de Rousseau. La ciudad tiene forma semicircular de 370 m. de diámetro, con la casa del director en el centro del conjunto. Esta casa posee un gran frontón en forma de peristilo, imponiéndose así el establecimiento de un orden y de una jerarquía. Alrededor, las casas de los obreros, situadas en el límite que las separa del campo. Y más cercanos aún a la naturaleza, los edificios de uso común, de reunión y de comercio. La idea era compaginar el ocio, el desarrollo de la moral y la división del trabajo. Incluye también las instalaciones técnicas de extracción de sal y una serie de canales que la distribuyen al exterior. Una ciudad que no llegó a terminarse -por el inicio de la Revolución Francesa- cuyo objetivo era que los obreros pudieran trabajar, ser felices y armonizar su vida con el entorno. Siempre controlados, eso sí. En definitiva, Ledoux deseaba una ciudad mejor para una sociedad mejor, aún paternalista y jerárquica. Chaux fue en parte precursora de los falanasterios del siglo XIX, todavía sin la noción del socialismo utópico, término acuñado por Engels.
Los falanasterios eran comunas rurales diseñadas por el imaginativo Fourier, en las que se trabajaría de forma lúdica y atractiva y las ganancias se compartirían entre todos. Previamente Fourier había realizado una crítica despiadada de la sociedad en la que vivía y, especialmente, de su economía. Lo fundamental de los falanasterios era que cada individuo pudiera trabajar de acuerdo con sus preferencias sin existir un concepto claro de propiedad. Todo estaba regulado, incluso el comportamiento de los ciudadanos, incluyendo las relaciones de familia, el amor y el sexo. Y los planos del conjunto diseñados hasta el último detalle. Todo pensado para una vida para ser vivida con el mayor de los placeres, las mujeres liberadas de sus desigualdades y emancipadas, cuestiones todas ellas muy avanzadas para la época. Sostenía que entre las personas existía una fuerza de “atracción pasional”, algo así como una fuente de armonía, fuerza capaz de transformar el trabajo de los asalariados en algo agradable. Nunca llegó a construir su comuna o ciudad ideal, siempre a la espera de la financiación de algún filántropo, aunque posteriormente a su fallecimiento, se realizaron algunos modelos que no llegaron a funcionar. Robert Owen, su coetáneo, en cambio sí pudo fundar New Harmony en los Estados Unidos, dirigiendo todo su esfuerzo a la mejora del hábitat (la ciudad modelo en medio de espacios verdes), a la reducción de las horas de trabajo de los obreros y a su educación obligatoria. Un modelo ideal, higiénico, ordenado y formativo a base de pequeñas comunidades semi-rurales relacionadas entre sí.
Nos hemos acercado un poco a algunas de las ciudades ideales más importantes, construidas o no, a lo largo de la historia de la civilización occidental. Existen muchos elementos en común: una planificación ordenada y cercana a la naturaleza, casi siempre siguiendo las reglas de la simetría, el establecimiento de clases sociales, respeto al ciudadano y a su forma de vida así como un deseo de bienestar y de felicidad. Parten de una crítica radical, no siempre explícita, de la sociedad en la que se desenvuelven, de la ciudad en la que habitan y de las prioridades establecidas para el desarrollo de la persona. Preconizan un humanismo entendido casi siempre dentro de la religión y de una escala jerárquica y social.
Cristina García-Rosales. Arquitecta
Madrid. Abril 2012