«El hablar conquista al pensamiento; escribir lo domina».
Walter Benjamin
De los primeros sonidos surgieron las letras, que nos dieron la oportunidad de hacernos oír. Las letras construyeron las palabras, para permitirnos existir y definirnos como lo que somos. Pero las palabras no bastan para acercarnos a los conceptos, son las frases las que nos llevan a la acción de comunicarnos. A través de ellas buscamos los códigos para relacionarnos, compartir y entender el mundo, y a nosotros mismos, haciéndonos saber dónde estamos y quiénes somos.
Escuchar, aprender, comprender, debatir, estudiar… Dar para recibir, para compartir, crecer y anticiparnos con la consciencia de la existencia de un futuro.
Las palabras tienen el poder de explicar lo que no vemos, imaginar todo aquello que es inexistente, y sobrepasar la percepción para cimentar un relato transmisible y apropiable. La palabra es la unidad mínima gramatical dotada de significado dentro de una lengua, y la lengua su manifestación oral, escrita o gestual del patrimonio intangible o psíquico de una comunidad lingüística. Cada lengua forma parte de una realidad abstracta organizada por reglas y convenciones que son fijas y perdurables, pero también transformables con el tiempo. De esta forma la lengua y el habla materializan el lenguaje, como capacidad innata y universal del ser humano para estructurar el pensamiento de una forma racional, a la vez que arbitraria.
El lenguaje es la comunicación convertida en un instrumento de acopio de información. Con él se construyen cadenas de transmisión de ideas y emociones, capaces de crear estrategias de cooperación para definir nuestra identidad personal, colectiva y cultural, compartiendo el conocimiento. El lenguaje es una herramienta con la propiedad para transferir historias, mitos y ficciones que permiten establecer valores, arraigar tradiciones culturales y evocar creencias comunes entre desconocidos, para cimentar así la necesidad intrínseca de pertenencia a una comunidad. Es también un poderoso instrumento para promover la comprensión, la empatía y el respeto, y dependiendo de cómo se use, convertir el lenguaje en un arma provocadora de conflictos. El odio, la desigualdad y la discriminación utilizan el lenguaje para difundir sus prejuicios, o como detonante para justificar la violencia y la opresión. El lenguaje puede llegar a constituir una poderosa e imprescindible arma en cualquier guerra.
No obstante, y dejando a un lado conceptos gramaticales y convencionalismos, el lenguaje permitió al homo sapiens superar el mundo de lo que vemos y tocamos para crear el conocimiento de lo que imaginamos y con ello de lo que creemos, para cultivar así la capacidad de hablar sobre ficciones mientras pasamos de vivir en el presente continuo a incorporar la memoria y el futuro en nuestra historia, y convertirnos en humanos.
Partiendo de esta evidencia, el lenguaje es entonces una herramienta fundamental para la comunicación humana y para el entendimiento de la Humanidad, a través del cual podemos dar sentido a las cosas, compartir el significado de lo que nos rodea y construir nuestra propia realidad. Está presente en lo que hacemos, nos explica las razones, y nos pone límites, que a su vez constituyen las historias que profesamos o creamos, marcándonos reglas a seguir. Gracias a estas historias hemos sido capaces de dominar el mundo, haciendo posibles las historias ficticias que nos hemos creído. Entonces es cuando comprendemos que el lenguaje es el instrumento ideológico más potente que hemos sido capaces de desarrollar para conseguir dar forma y coherencia a nuestro mundo, que es por sí una tecnología.
Nombrar las cosas nos permite identificarlas, clasificarlas y distinguirlas para poder comprender mejor nuestro entorno. El lenguaje da nombre a las cosas, pero todavía y más importante, enumera qué cosas pueden ser nombradas. Clasificar es comprimir ideas, cosas, conceptos y al hacerlo somos capaces de comprender. Comprender es cultura, que es esencial para anticiparnos a un futuro del que somos conscientes. Al nombrar algo le designamos una identidad que nos permite hablar sobre ello, compartir su información y relacionarlo con otros aspectos. Distinguir es una forma de valorar. Dividimos el mundo en sujetos y objetos, a partir de lo cual podemos diferenciar qué acontecimientos son considerados como procesos y cuáles como cosas. Identificar es crear una identidad colectiva inteligible por encima de una individualidad anecdótica. Sobre estas identidades podemos crear categorías abstractas y complejas, tales como conceptos filosóficos o teóricos que construyen y transmiten la realidad de manera eficiente y precisa, para así entender mejor el mundo y nuestros pensamientos. El lenguaje nos educa sobre el espacio-tiempo y es la base para erigir cualquier razonamiento matemático.
Las palabras y su reconocimiento colectivo dependen de quién las pronuncia, convirtiéndolas en un gran instrumento para describir el mundo según la percepción del que lo observa. El lenguaje tiene la capacidad de ser utilizado para persuadir, motivar, inspirar y convencer, demostrando siempre su enorme poder para influir en la forma de pensar y actuar de las personas, razón por la cual la propia diversidad del lenguaje -expresada en las lenguas- es motivo continuo de persecución. Mientras la población mundial va aumentando año tras año, el 35% de los idiomas del mundo están perdiendo hablantes o se encuentran en peligro de extinción, un hecho que nos puede llevar a que en el 2125 el 90% de los idiomas actuales hayan desaparecido por el acoso político, económico y cultural. Solo el 1% de la población mundial mantiene viva la riqueza irremplazable de la mitad de los idiomas de mundo.
El lenguaje esconde tantas reglas como creadores de ficciones existen, ya sean religiosas, políticas, sociales o económicas. Estas reglas marcan una revolución cognitiva basada en unas realidades imaginadas por los poderes (dioses, países e instituciones) frente a la realidad objetiva y palpable de la naturaleza. Según explica Yuval Noah Harari,
“La revolución cognitiva es el punto en el que la historia declaró su independencia de la biología. Hace unos 70.000 años, organismos pertenecientes a la especie Homo sapiens empezaron a formar estructuras todavía más complejas llamadas culturas. El desarrollo subsiguiente de estas culturas humanas se llama historia”.1
A partir del lenguaje, fue la escritura la que materializó, después de tres mil años, el lenguaje de la oralidad que las sociedades prealfabéticas plagaban de relatos. Un mundo acústico que no tenía límites pero era finito, sin dirección pero orientado, sin horizonte y lleno de tinieblas; un mundo social, sensorial, intuitivo y emocional donde oír era creer. El lenguaje oral terminó sucumbiendo al de la escritura con su dictadura visual, con la neutralidad del ojo.
El paso de la cultura oral a una visual como resultado de los primeros sistemas de escritura en la Edad de bronce, hasta llegar a la Grecia antigua hace 2.500 años, supuso la revolución alfabética que en el siglo XV pasó a ser la revolución de la imprenta, y ya en el siglo XX se transformó en la de la era de las TIC’s (Tecnologías de la Información y las Comunicaciones).
Esta primera revolución, la cognitiva, propició la diversidad de lenguajes entre los seres humanos. Lenguajes que fueron la semilla para crear ficciones, ahora consensuadas, como el dinero o la economía, el capitalismo o el comunismo, el poder, el nacionalismo, el progreso, el éxito o el fracaso… ficciones que han sido capaces de transformar y dar sentido al mundo que nos hemos construido. Después de la revolución cognitiva siguió la agrícola, que tardó miles de años en desarrollarse; a continuación, la científica y la industrial que necesitaron apenas trescientos años para prosperar, hasta encontrarnos actualmente en el tsunami de la era digital, donde el lenguaje de las letras ha sido sustituido por la aceleración de los números. Una nueva era donde los algoritmos se empeñan en codificar nuestra vida mientras nos empujan a aceptar nuestra propia obsolescencia.
La revolución de las TIC’s encarna un presente continuo, donde el futuro es obsoleto antes de intuirlo, y sus herramientas cambian sin aparente dirección ni tiempo para ser asimiladas. Nuestro lenguaje se enriquece con palabras inventadas que intentan explicar unas tecnológicas -relacionales y comunicativas- nunca imaginadas. Un conjunto de nuevos léxicos son los precursores de innovadores usos que fomentan otras formas de expresión. Estas cambian -a gran velocidad- las estructuras del lenguaje que habían evolucionado paulatinamente a lo largo del tiempo.
Se están ideando modos de comunicación más eficaces y rápidas, enlazando documentos y combinando formatos en entornos multitareas, donde los lenguajes innovadores nos pueden acercar a estructuras holísticas de transmitir el conocimiento y su complejidad. También aparecen nuevos soportes para comunicarnos que se interconectan a modo de sinapsis digitales, y que unen lo que antes era estático con lo móvil, lo que se lee con lo que se escucha, lo que se ve con lo que se imagina, lo que era pasivo con lo interactivo, lo virtual y lo físico, integrando así representaciones gráficas inimaginables donde la realidad y la virtualidad se confunden para construir nuevos territorios de lenguaje.
Más allá de la capacidad de relacionarnos en red, las nuevas tecnologías permiten conectar diferentes plataformas de comunicación con sus particularidades, reglas y características, para convertir en más completa, compleja, atractiva, rápida, directa, barata, eficaz y amena la absorción y el intercambio de información. Este intercambio se produce dentro de un marco de lucha constante para conseguir la ilusión de mantener una red relacional e informacional libre de filtros. Una lucha que está amenazada por la sutil e imparable imposición de formas de lenguaje y herramientas que nos acercan a la peligrosa trampa pronosticada también por George Orwell en la novela 1984, la “neolengua”. Resulta imposible evitar que los robots y sus logaritmos escudriñen nuestras palabras para controlar contenidos con la excusa de facilitar búsquedas y alimentar nuestro ego, mientras reemplazamos nuestra vida social para adentrarnos en el aislamiento digital.
Es ahora cuando las palabras de los dioses han sido reemplazadas por las verdades evolutivas de la ciencia y la tecnología. Un tiempo nuevo en el que la tiranía de los átomos y su comercio finito tenía que ser rescatado por la solución mágica de los “bits” sin ningún límite físico aparente, como proclamaba Nicholas Negroponte, en 1995, en su libro Ser digital. Estas tecnologías intentan, desesperadamente, cuantificar las fuerzas de la naturaleza para contenerlas, mientras ignoran otros aspectos molestos como las emociones, el sentido y la ética. Crecer, ganando dinero y poder, es la única meta de la revolución digital donde todo se vuelve abstracto, sin pasado ni memoria. Las innovaciones digitales que pretendían cambiar el mundo son ahora las bases para conseguir mantener el arraigado sistema financiero del capitalista extremo. Este tiene el único objetivo de ganar dinero rápidamente convirtiendo a los usuarios en productos, en el que las palabras, las imágenes, los sonidos, en definitiva, la comunicación, son la plataforma de todo este enriquecimiento depredador e insaciable. El dinero se transforma en datos, a la vez que los datos se convierten en fuente de dinero, avalando y mejorando la perspectiva del lema de Marshall McLuhan
“el medio es el mensaje”.
La capacidad de la ciencia de separar la causa del efecto permite la utilización de los avances tecnológicos para controlar y manipular a los seres humanos en vez de empoderarlos, explotar para conseguir el máximo de beneficios en vez de utilizarla como una fuente de creatividad colectiva, tal como explica Douglas Rushkoff.2
El capitalismo industrial, cimentado bajo el régimen del control y la disciplina, donde el lenguaje era único, el mensaje controlado y la comunicación limitada, se ha reconvertido en un nuevo capitalismo, el capitalismo de la información. Un régimen donde la información alimenta el propio lenguaje exigiendo la visibilidad y la comunicación permanente a los ciudadanos desde su propia invisibilidad. Como si del gran Big Brother is wathing you de George Orwell se tratara, busca activar al máximo la comunicación y las conexiones entre todos, y todo con el único objetivo de apoderarse de la mente de cada uno de nosotros. Explora todas las formas para ejercer sobre ella una vigilancia psicopolítica, controlar y pronosticar el comportamiento, para acabar reduciendo a las personas en datos y en satisfechos consumidores, en una sociedad vigilada. Superada en parte la docilidad, sumisión y obediencia inducida del capitalismo industrial, hemos pasado a ser sujetos que se creen libres, auténticos y creativos, mientras producen y piensan que se representan a ellos mismos. El sentimiento de libertad es el que verdaderamente asegura la dominación.
“El dominio es completo en el momento que la libertad y la vigilancia se convierten en una”.3
La sociedad del espectáculo se ha convertido en la sociedad de la vigilancia. Una vigilancia basada en la palabra, en la comunicación, en aprovecharse de lo que decimos, pensamos y deseamos. Donde la libertad no es para las personas, sino de la información.
Parece inevitable que la acumulación de información, y con ello de poder, sobre qué hacemos, deseamos, somos, queremos o pensamos, sirva para manipularnos y controlarnos, o sencillamente para generar discursos llenos de falsedades en un contexto de expresiones repetidas para llevarnos al agotamiento acrítico dirigido.
Frente al vértigo en el que nos encontramos, con la IA (Inteligencia Artificial) implantándose de un día para el otro para cambiarlo todo hasta desbordarnos, la computación neuromórfica esperando su turno a escondidas para no asustarnos, o la neurociencia invadiéndolo todo con sus cantos de sirena, estamos empezando a percibir la obligación de emprender una nueva revolución, quizás originada por la más grande de las ingenuidades, pero necesaria. Una revolución redentora y regenerativa, que tenga su origen en todo el daño que hemos causado con tanta evolución y revolución sin objetivos. Una nueva revolución que necesitará de nuevos lenguajes, herramientas, formas y tiempos, y que tiene la obligación de transmitir claramente las visiones del presente, y los objetivos y deseos del futuro.
Veremos entonces hacia dónde evolucionan todos los tipos de lenguajes (oral, escrito, simbólico, literario, científico, formal, de signos, kinestésico, braile, sensorial, etc.), y cada una de las lenguas (unos 7.100 idiomas hablados en el mundo), con sus diferentes formas de comunicación (verbal, no verbal, individual, colectiva, auditiva, visual, digital, publicitaria, política, emocional, etc.), y con una acumulación exponencial de la información procesada a una velocidad cuántica. Llegado este momento, puede que nos sorprenda que no dispongamos de la cantidad necesaria de palabras para poder explicar toda la realidad, o que quizás estas nunca lleguen a ser suficientes, e intentemos entonces asumir que nos entendemos por confusión. Valoremos cada letra o sonido, cada gesto o mirada en las que subyace un mensaje, a sabiendas de que cada uno los interpretará de manera diferente, según lo que desearía y sus conocimientos, de cómo y dónde ha vivido, dependiendo de lo que está buscando y anteponiendo sus deseos o temores. Comprendamos que cuando explicamos lo que nos rodea alteramos la realidad y deformamos los hechos a través de nuestra experiencia, a voluntad propia e inconscientemente. Reconozcamos que buscamos en nuestras palabras la realidad ficticia a la que nos queremos acercar para construir una nueva a semejanza de nuestras ilusiones y capaz de entender nuestros miedos.
Posiblemente, revivir el inicio es lo que necesitamos para entendernos, recordar que cada letra nace del dibujo, es un signo, y constituye la base del mensaje. Las letras son líneas construyendo lo verbal que consensuan un código común con la habilidad del escritor/dibujante. Con letras construimos palabras, sonidos visualizados, representamos conceptos, ideas sintetizadas, caligrafías árabes que no son letras sin el conocimiento de su significado, caracteres chinos convertidos en dibujos, jeroglíficos egipcios que son historia, dibujos de poemas con palabras o poemas visuales sin palabras. Recordemos que el dibujo es arte y que la escritura es tecnología del dibujo. De los signos nacen palabras que son códigos para comunicarnos, para compartir y descifrar quiénes somos, para preguntarnos cuál es nuestro papel en todo esto. Quizás no sea tan importante intentar explicarlo todo.
Tenemos la plena conciencia de que somos incapaces de encontrar la realidad deseada, única, que no se conoce ni se transmite, la que no se puede traducir en palabras ni en imágenes, la realidad encubierta. Esto nos permite mantener la serenidad en un momento en que se dice tanto y se cuenta todo, y en el que pocas veces llega a ocurrir algo, una vez contado. Nos acercamos a una realidad palpablemente irreal que hasta puede llegar a su autonegación, porque seguramente la verdad no depende de que las cosas sean o sucedan, sino de que permanezca desconocida, preservada, y no se cuente.
Los códigos y los signos son también los dibujos que hacemos los arquitectos -atrapados en la retórica endogámica que nos devora- en el intento para conseguir conectar la palabra escrita con el pensamiento teórico y la materialidad construida. El trabajo de convertir los conceptos, las investigaciones, los procesos, los proyectos y las obras, en reflexión teórica y crítica escrita, permite asentar un conocimiento normalmente disperso. La palabra es una buena aliada para sintetizar estrategias de trabajo, que se difuminan en diferentes sistemas de representación, y se camuflan detrás de la realidad construida. Al mismo tiempo, el lenguaje ayuda a explicar nuestra capacidad de vivir y percibir realidades construidas desde experiencias que se adquieren en el ejercicio de nuestra profesión.
Debemos estar atentos cuando se pretende compartir el conocimiento que aporta una mirada, una idea o un pensamiento, porque este acaba desapareciendo o se convierte en sintético, simplificado y estereotipado, y terminamos acudiendo a un lenguaje de sinónimos más o menos reconocibles, o metáforas aburridas, repetitivas… gastadas. Recurrimos al argot profesional que como arquitectos hemos adquirido, cultivado y enriquecido durante nuestra formación para repetir, repetir y repetir palabras hasta desgastarlas -hasta que pierden su significado- para llegar, al final, a entendernos también por confusión. Nada que ver con lo percibido y procesado desde el conocimiento propio, consciente e inconsciente, y las múltiples conexiones que surgen entre el conocimiento inmediato -a modo de flash- y el adquirido intelectual, sensorial y emocionalmente a lo largo de la vida.
Es la escritura la que permite construir una síntesis fundamental para dar a comprender nuestro trabajo al conjunto de la sociedad, y nos corresponde llegar a encontrar la manera en que nuestros lenguajes puedan ser comprendidos por todos; hallar un vocabulario consensuado que ayude a hacer tangible el qué y el porqué de nuestro trabajo para que pueda ser apropiado para cada uno de sus usuarios, para hacerlo útil. Pero antes de ello, es indispensable hallar el vocabulario común y los procedimientos con los que los ciudadanos nos ayuden a absorber el conocimiento social de un territorio y de sus vidas, que estos puedan expresarse y transmitir sus necesidades y sus sueños para co-construir una realidad apropiable y adaptada a las necesidades reales de sus habitantes y sus territorios.
Sí, las palabras nos tienen que ayudar. Los arquitectos tenemos mucho que decir y lo tenemos que escribir. Nos tenemos que alejar de los dibujos y del espacio físico para explicar lo que pensamos y sentimos desde nuestro conocimiento y experiencia. Darnos la perspectiva para acercarnos a lo importante y poder volver a atacar nuestro trabajo con las ideas más claras y con renovada energía. Acercarnos al lenguaje común de la sociedad a la que nos debemos, para dar mejor respuesta a sus necesidades y abrirla a nuevas posibilidades para ir avanzando y aprendiendo conjuntamente. El diccionario define lo que significan las palabras, pero somos nosotros los que tenemos que darles sentido para no llegar a entendernos por confusión.
«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo».
Ludwig Wittgenstein
1 Noah Harari, Sapiens. De Animales a Dioses: Breve Historia de La Humanidad.
2 Douglas Rushkoff, La Supervivencia de Los Más Ricos: Fantasías Escapistas de Los Milmillonarios Tecnológicos.
3 Byung-Chul Han, Infocràcia: La Digitalització i La Crisi de La Democràcia.