Comencé a caminar entre las coníferas. Sus troncos geométricos filtraban los rayos de un sol pálido. Eran los últimos días de mayo y el sobre el lago Päijänne flotaban aún algunos trozos de hielo, remolones en esas últimas semanas de letargo invernal.
Caminaba lento, temiendo encontrarme de repente con la vivienda que Alvar Aalto había construido para sí mismo en ese lugar. El sendero esquivaba moles de granito que surgían aquí y allá. En su extremo, un repecho exigía el último esfuerzo antes de alcanzar la casa del arquitecto.
Desde la distancia percibí la dimensión imponente del muro de cierre, horadado sólo por un hueco. Un fino revestimiento blanco se esforzaba por traslucir las irregularidades del aparejo, pero la luz del Norte -más obstinada que Aalto- las hacía enmudecer. Sus imperfecciones se desvanecían en un mundo sin sombras.
Entré en el patio. Las paredes que me confinaban eran un mosaico de colores y texturas, todas ellas nacidas de la arcilla. Los azulejos replicaban a ladrillos rojizos que, con sus diferentes formas, configuraban un tejido hecho de retazos. Me acerqué a la ventana y pude entrever un interior modesto, protegido por los robustos bastidores de madera. La puerta estaba cerrada y decidí volver sobre mis pasos. Atravesé de nuevo el patio y pude distinguir una cavidad destinada a contener el fuego.
Decidí sentarme en una roca pulida por el hielo y rumiar lo que había visto durante los días de viaje a través de Finlandia. Saqué un fajo de papeles desteñidos del azul de mi bolsillo y me puse a leer.
‘Podemos importar un pilar creado bajo el sol, lo podemos colocar aquí mismo…pero no podemos crear una columna dórica, o tal vez sólo levantarla por el gusto de hacerlo’ 1.
Me dio por pensar en el sol y en el Mediterráneo.
Y se hizo tarde.
Mientras guardaba mis hojas, distinguí entre ellas un dibujo de Alvar Aalto. Era un apunte hecho con carboncillo o lápiz blando, que mostraba un templo incrustado en un promontorio. Cada línea parecía contar una historia: las palmeras del primer plano sugerían una latitud, las montañas dibujadas más allá del edificio revelaban una topografía erizada que, en tiempos, debió de haber protegido la ciudad. Al dibujante no parecía importarle el orden del templo, su proporción o su materialidad. Tal vez era el Templo de la Concordia, o el de Juno Lacinia. Tal vez no. En su extremo inferior pude leer: Agrigento, 1952.
Días después me marché de Finlandia. El camino de regreso fue largo, y me entretuve observando el paisaje yermo punteado de construcciones rojas, aún más inquietante sin el amparo de la nieve. Pensé entonces en el esbozo de Agrigento. Había en él algo familiar.
Cuando llegué a casa, abrí con curiosidad mi único libro sobre Alvar Aalto. En una de sus páginas encontré un croquis de la vivienda en Muuratsalo, aquélla que había encontrado entre las coníferas días antes. Comprobé que el dibujo recordaba a aquél que Aalto había hecho en Sicilia: el punto de vista enfatizaba la posición del edificio en el paisaje, colocado en lo alto de un cerro. La casa se mostraba –como el templo- desde una cierta distancia y reducida a sus líneas esenciales. No era más que un volumen, una mole que nos observaba desde su atalaya. Unas líneas parecían esbozar las pequeñas piezas anexas, y un trazo quebrado ensayaba la forma definitiva de la cubierta. Pero poco importaban los detalles: se trataba de un objeto en duelo con el paisaje, con la topografía, con el lago y el camino garabateado en su parte inferior. Miré la fecha: 1952.
Guardé el libro y me puse a pensar en la memoria y en la fantasía.
Imaginé a Aalto, sentado en su tablero de dibujo en 1952. Debía dibujar una casa para él y para su segunda mujer, Elsa Mäkkiniemi. Así que empezó a pensar como un hombre racional, a delinear una casa finlandesa. Pero su memoria y sus fantasías empezaron a infectar esas intenciones, y la mano hizo brotar en el papel una casa en la colina, un templo que había admirado meses atrás en una costa lejana.
Leí entonces unas líneas escritas por Aalto:
‘Sólo cuando los componentes constructivos de un edificio, las formas que de ellos se deducen lógicamente, se colorean con lo que podríamos llamar el arte del juego, estamos en el camino correcto’2.
Eso es, pensé. La casa en Muuratsalo no es más que un juego. Por eso Aalto jugó a imaginarse que, cuando desembarcaba en la orilla helada del Päijänne, en realidad lo hacía en los acantilados sicilianos, y que su casa era ese templo que había esbozado. Tal vez incluso imaginó que el reflejo plomizo del lago sería igual al del Mediterráneo.
Una vez más, se había hecho tarde. Antes de caer en un sueño profundo, se me ocurrió que tal vez el cerebro no esté formado por compartimentos estancos3, que la mano quizá sea el instrumento más eficaz de la memoria.
Me dormí.
Y al día siguiente, llegué tarde a trabajar.
Borja López Cotelo. Doctor arquitecto
A Coruña. septiembre 2011
Notas:
1. Sverre Fehn en Norberg-Schulz, Ch. y G. Postiglione: Sverre Fehn Opera Completa. Electa, Milán 2007, pag. 285
2. AALTO, Alvar (1953): ‘Casa experimental en Muuratsalo’, Arkkitehti num. 9/10.
3. Quizá por eso, John Berger se refirió a la interacción entre dibujo, análisis y memoria: ‘Es el propio acto de dibujar el que fuerza al artista a mirar el objeto que tiene ante él, a diseccionarlo en el ojo de su mente y volver a juntar las piezas. O, si está dibujando de memoria, el que le obliga a rastrear en el interior de su propia mente para descubrir el contenido de su almacén de observaciones pasadas’.
Delicioso Relato, me hizo soñar y pensar en la casa «experimental» como Aalto decía como una fina neblina como los días lluviosos, con fina sensibilidad.
[204] LA CASA DEL ARQUITECTO_MUURATSALO_ALVAR AALTO
CASA DE VERANO EXPERIMENTAL, MUURATSALO. FINLANDIA #LaCasadelArquitecto Alfavino Blog
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