sábado, noviembre 23, 2024
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Primera deriva. La vindicación del paseante | Borja López Cotelo

Derivas | Borja López Cotelo

Primera deriva. La vindicación del paseante Borja López Cotelo Porlier
Juan Díaz Porlier © epR

Me sorprendió el mediodía sentado a unos metros de la estatua de Porlier, cercado por un ejército de gorriones. Estaba por tanto, ineludiblemente, en la plaza que no hace mucho volvió a llamarse de la Leña pero que en otro tiempo fue de España y mucho antes campo de la Horca. El propio Juan Díaz Porlier podría explicar el motivo de aquel nombre antiguo: en este preciso lugar fue ahorcado el héroe liberal por designio de un rey infame que él mismo contribuyó a entronizar. Mientras trataba de discernir si eso es una paradoja histórica o una simple bajeza, imaginé cómo sería ese campo de la Horca que aparece dibujado en los planos antiguos: apenas un terreno baldío entre la Pescadería, las maltrechas murallas de la Ciudad Alta -que no se llamaba Vieja porque aún no lo era- y las primeras casuchas del arrabal de Santo Tomás. Me convencí de que no debía de ser gran cosa, salvo quizá esos días en que una multitud expectante y morbosa se apretujaba para asistir a la hora final de los reos.

Empecé a caminar. Solo así esa mañana tan parecida a cualquier otra podía transformarse en algo provechoso. Pasear, sin otra pretensión que dar un paso tras otro, es una actividad proscrita en los tiempos que corren. Al fin y al cabo, es una pérdida de tiempo. Precisamente por eso no debemos dejar de hacerlo. Baudelaire no tenía dudas al respecto. Fue él quien nos dejó la más hermosa definición del flâneur, ese caminante que se entregaba al vagabundaje urbano con los ojos bien abiertos porque sabía que solo así llegaría a conocer su ciudad y su tiempo:

…un caleidoscopio dotado de conciencia que en cada uno de sus movimientos reproduce la multiplicidad de la vida, la gracia intermitente de todos los fragmentos de la vida.

Concluí que el flâneur es, en una palabra, un holgazán. Recordé la tarjeta de visita de Roberto Bolaño, que escribía solo dos palabras bajo su nombre: Poeta y vago. Quizá haya algo de verdad en ese elogio de la pereza, tal vez -pensé entonces- sea imposible hacer algo realmente interesante sin entregarse antes a la contemplación durante un buen rato.

Primera deriva. La vindicación del paseante Borja López Cotelo San-Roque
Barrio de San Roque, A Coruña (Galicia, España) © epR

Me dirigí a la calle San Roque rumiando una palabra que había escuchado en la Escuela de Arquitectura, como de pasada: deriva. El profesor solía proyectar cada vez que la mencionaba un collage con flechas de un rojo casi obsceno que pretendía explicar el concepto con escaso éxito. El padre del término, Guy Debord, consideraba el paseo una forma de resistencia. Cuánta razón tenía -me dije-, aunque personalmente nunca haya llegado a comprender del todo en qué consistían sus derivas. Las mías, mucho más modestas, son estas divagaciones concatenadas que me acompañan habitualmente cuando empiezo a caminar.

Olía a pollo asado. El olor llegaba desde un local situado en un edificio de planta baja encallado en un repecho. Su forma de gota siempre me ha parecido extravagante, como su posición en medio de una calle que inevitablemente bifurca y esa terraza que lo corona. Caí entonces en la cuenta de que allí mismo se levantaba una ermita dedicada a San Roque, que dejó el nombre en herencia a la calle e incluso al propio edificio, a menudo referido como la lágrima de San Roque. Denominación bastante lírica para una sucesión de locales de nombres enxebres -Don Pollo, Foto Tonecho- encajados donde antes hubo un lugar de culto.

Y no era el culto a un santo cualquiera. A San Roque lo veneraron con devoción varias generaciones de coruñeses. Prueba de ello es que en 1598 un grupo de fieles propuso convertirlo en patrón de la ciudad, tras el auxilio concedido por el santo durante una epidemia de peste. Y aunque la propuesta no prosperó, dos siglos y medio más tarde la ciudad volvió a implorar su ayuda ante el azote implacable del cólera. Los ruegos funcionaron, cosa que -según apostillaba la prensa de la época- a los católicos no debe admirarnos, pero que los impíos califican de casualidad. Es comprensible que los creyentes recurrieran a San Roque en esa tesitura -me digo-, teniendo en cuenta que es el santo patrón de los apestados y los coléricos.

Cuando pienso en San Roque, se me aparece la imagen de un peregrino andrajoso flanqueado por un perro -el mismo que, según el trabalenguas, no tiene rabo– con un pan en la boca. Acto seguido, me pregunto por qué el barrio coruñés del mismo nombre no creció en torno a este templo diminuto sino al otro lado de la medialuna del Orzán, que hoy atraviesan a lo lejos, con parsimonia, descomunales cargueros de pabellón panameño.

Todas estas cuestiones me abordaban en marcha, mientras caminaba con paso mecánico. Sin previo aviso, casi a traición, la calle había cambiado de nombre y había pasado a llamarse Hospital. De esta denominación sí conocía a ciencia cierta el motivo: aquí estuvo el Hospital de Caridad que funcionó desde 1793 hasta fechas más o menos recientes. La institución albergaba la casa de Expósitos, donde eran entregados los niños cuyos padres no podían o no querían criar. De esa casa fue rectora durante los primeros años del siglo XIX Isabel Zendal, mujer gallega que tuvo un papel determinante en la expedición fletada por la corona española para llevar la vacuna de la viruela hasta sus territorios de Ultramar. Poco se habla en la ciudad de ella, a pesar de haber sido reconocida por la Organización Mundial de la Salud como la primera enfermera en misión sanitaria internacional de la historia. Más le habría valido matar un inglés que salvar quién sabe cuántas vidas allá en México y Filipinas, reflexioné bajo el muro del instituto que hoy ocupa el solar del Hospital.

Primera deriva. La vindicación del paseante Borja López Cotelo Papagayo
Papagayo, A Coruña (Galicia, España) © epR

Estudié en este instituto, que todos llamábamos Zalaeta aunque su nombre oficial fuese Ramón Menéndez Pidal. Desde nuestras ventanas veíamos una callejuela que hoy ya no existe. La calle Papagayo, sustituida hoy por un edificio abominable con pretensiones posmodernas, era aún el eje de prostitución que reclama toda ciudad portuaria. Nunca logré desentrañar la razón de su nombre, capaz de evocar aves exóticas y paraísos lejanos, pero el ex alcalde Liaño Flores apuntó tres teorías sobre su origen: la primera hablaba de las muchas cometas que se volaban en las calles próximas, conocidas en portugués como papagaios; la segunda aludía a unas plantas de amaranto existentes en esa calle, también llamadas papagayos; la última señalaba a un cliente habitual de los burdeles del callejón, un indiano que un buen día decidió pagar los servicios prestados con uno de esos pájaros nacidos para ennoblecer el hombro de algún filibustero.

Liaño Flores lo contó en una ceremonia durante la cual entregó la placa con el nombre de la calle a Camilo José Cela, Nobel de Literatura y putañero confeso. Cela empleó en un lupanar del Papagayo a uno de sus personajes más emblemáticos, Pascual Duarte:

…hice de todo un poco hasta que terminé mi tiempo de puerto de mar viviendo en casa de la Apacha, en la calle del Papagayo, subiendo a la izquierda, donde serví un poco para todo, aunque mi principal trabajo se limitaba a poner de patitas en la calle a aquellos a quienes se les notaba que no iban más que a alborotar.

La casa de la Apacha, al contrario que Pascual Duarte, existió en realidad. Ostentaba, a mi juicio, el nombre más rotundo de A Coruña, a medio camino entre el spaghetti western y la prefiguración del empoderamiento.

Primera deriva. La vindicación del paseante Borja López Cotelo Cela
Camilo José Cela © epR

Incluso en sus últimos años, fantasmal y castigada, el Papagayo exhibía ese notable poso literario. No solo Cela la incluyó en su imaginario, sino también la poetisa Luisa Villalta

Éramos poucas tan de mañá,
porque sempre podía vir algún mariñeiro
de volta co quiñón e aquel cheiro
mais cartos limpos, frescos

o la célebre María Casares, que había residido en el barrio durante su infancia.

Yo recuerdo el Papagayo como un callejón agonizante, pero otras generaciones lo pintan como reducto de una malavita casi familiar, coral e hilarante como salida de la imaginación voluptuosa de Federico Fellini. Supongo que fue eso lo que me llevó a pensar, mientras continuaba el paseo calle abajo, en Amarcord. El título, según leí en alguna parte, es una deformación de la forma dialectal romañola m’arcord, literalmente ‘me acuerdo’; recordar es un acto tan subversivo como pasear. Vuelvo a Bolaño sin querer:

Solo la fiebre y la poesía provocan visiones.
Solo el amor y la memoria.

Caminé por la cicatriz que la calle Papagayo ha dejado, como último acto heroico de quien muere matando, en medio de ese atroz apilamiento de viviendas que ahora ocupa su lugar. Descubrí una plazuela y, aunque estaba a punto de llegar a Panaderas, empezó a caer un orballo fastidioso que recomendaba ponerse a cubierto. Me prometí encontrar pronto tiempo para derivar a lo largo de otras rutas. Decidí quedarme a comer allí mismo. Era jueves, había cocido.

Segunda deriva. Proclamación de nuestro santo patrón | Borja López Cotelo

Borja López Cotelo
Borja López Cotelohttp://lasonceymedia.com/
Borja López Cotelo y Maria Olmo Béjar, arquitectos por la ETSAC desde 2007. Borja López Cotelo, arquitecto doctor por la Universidade da Coruña desde 2013.
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