Los territorios están en general esculpidos por el agua. Su ausencia o abundancia determina la apariencia del paisaje en el que se insertan las arquitecturas, que no son otra cosa que un pequeño obstáculo en el lento fluir del agua por la superficie de la tierra.
Juan Navarro Baldeweg lo sabe bien, y resumió esta idea en la instalación y en la vivienda proyectadas en 1979, que fueron denominadas como “la casa de la lluvia”. La instalación no es otra cosa que un modelo teórico que resume el ciclo del agua y que explica cómo la arquitectura se integra en ese devenir. La lluvia alimentada por una pequeña bomba eléctrica escondida en el subsuelo de la maqueta, cae sobre las cubiertas y la arquitectura se desprende de ella ofreciéndole caminos, que alejan lo antes posible, ese fluido caído del cielo del edificio para devolverla a la tierra, los arroyos, los ríos y el mar, y que así pueda reiniciarse el ciclo que lo transformará de nuevo en lluvia.
En los climas más lluviosos, esas sendas adoptan la forma de gárgolas y canalones, que forman una red por la que la lluvia es expulsada de la arquitectura. Las cubiertas se convierten así en montañas y valles, por los que discurre el agua.
En el caso de Le Corbusier, la cubierta de la escalera exenta en el claustro del Convento de La Tourette, se convierte en un arroyo sinuoso, mientras que la cubierta de la Capilla de Ronchamp se transforma en un gran valle que recoge las aguas pluviales para devolverlas a la tierra a través de una gran gárgola que desagua sobre una cuenca de pirámides y cilindros de hormigón que evitan la erosión del terreno.
Eduardo Souto de Moura en cambio, se ve obligado a alargar la montaña para acercar la pared de la cantera a las cubiertas del estadio que ésta alberga. Dos grandes brazos en forma de cuencos metálicos alargados, vuelan desde la roca para canalizar las aguas que recogen los palios que cubren a los espectadores los días de fútbol en Braga.
Mientras, Álvaro Siza propone la misma solución pero en sentido inverso. La cubierta de la Casa de Chá da Boa Nova, convertida en una montaña rocosa de planos de teja, deja caer la lluvia hacia sus abundantes aleros. Es allí, donde canalones de cobre esperan pacientes para recoger cada gota de agua y llevarlas directamente al mar mediante las gárgolas que prolongan los canalones fuera del edificio.
Un pequeño remate rigidiza la chapa y actúa como goterón, dejando claro que todos los ríos van hacia el mar y que ese es el camino del agua y no el contrario.
Íñigo García Odiaga. Arquitecto
San Sebastián. Febrero 2017