De pequeña visitábamos la casa de mis tías muchas veces. Estaba muy cerca de la nuestra, pero mientras yo vivía en un piso moderno ellas lo hacían en un bloque antiguo que hoy aún sigue en pie.
Cada vez que entraba en su salón me maravillaba su ventana balconera.
Había algo en ella que hacía que el mismo espacio fuera diferente según la hora o el mes en el que estuviéramos.
Durante el invierno las contraventanas se echaban para intentar minimizar las pérdidas de calor a través de los junquillos de madera. Cuando la primavera empezaba a asomar la hoja ciega de la contraventana se abría para descubrir unos visillos translúcidos que escondían la calle pero que el sol conseguía atravesar y dar calidez a la sala. Entre marzo y mayo la ventana se abría de par en par desde por la mañana. El sol y los ruidos llegaban casi hasta la puerta y nos podíamos asomar protegidos por la barandilla. Pero por fin llegaba el verano y su calor y entonces aparecía la penumbra, una suave sombra creada por la persiana de tablillas de madera que se echaba por el exterior, se derramaba por la barandilla del balcón y sólo se levantaba en las noches en que no corría casi ni la brisa. La calle desaparecía entonces otra vez y con ella los vecinos de enfrente a los que ya no volveríamos a ver hasta que llegara septiembre y de nuevo la suave luz del otoño calentara las paredes de su salón y poco a poco el ciclo volvía a empezar.
Como la casa tampoco tenía telefonillo el balcón también era el lugar por el que echar las llaves para poder abrir la puerta o por el que simplemente saludar y desear buenos días cuando íbamos camino del colegio.
Hoy parece que hemos perdido esa relación con la climatología, las miradas o los ruidos y cerramos o abrimos nuestras ventanas sin asomarnos ni prestar atención a lo que pasa a nuestro alrededor.
Sin embargo, hace poco, durante una visita al casco histórico de Cádiz descubrí con alegría que allí los balcones y cierres, con sus gradientes de relación con el exterior seguían en uso.
El casco de Cádiz es muy condensado con viviendas antiguas de cuatro y cinco plantas, sin ascensor en muchos casos, que en sus inicios fueron viviendas familiares que con el paso del tiempo se convirtieron en viviendas colectivas de alta densidad. Disponer en estas viviendas de una salida al exterior es todo un regalo. La persiana de tablillas, ahora de plástico, esconde o permite descubrir interiores pequeños llenos de vida, pero también protege la intimidad de la ropa tendida secándose en el balcón aprovechando el aire y resguardándose del sol.
Una ventana o un balcón pueden ser sólo un hueco en nuestra fachada por el que entran la luz y el aire o pueden ser un umbral en el que pasan muchas cosas entre el exterior de la calle y el interior de nuestro hogar. De nosotros depende cómo lo usemos.
Lourdes Bueno, arquitecta
Editora en arquitextónica
Sevilla, abril 2012