En un texto reciente, publicado en la web de Vice, Dane Scott se pregunta sobre el porqué del éxito actual de la iluminación neón. Si bien el artículo obedece más a lo divulgativo y, por tanto, sólo se centra en repasar ciertos aspectos del tema — en el texto no aparecen, por ejemplo, ni la historia del desarrollo y expansión de esta tecnología, ni existe mención artistas como Dan Flavin, Robert Irwin, James Turrell o Joseph Kosuth quienes lo utilizaron ampliamente hace ya bastantes décadas y cuyos trabajos siguen presentes en algunas obras actuales en neón, convertido en una especie de cliché tautológico del arte contemporáneo — , sí es verdad que tiene la voluntad de contextualizar en un discurso presente su recurrente utilización en publicidad y producciones audiovisuales hoy en día, al tiempo que señala ciertos aspectos a tener en cuenta de su utilización por ciertas estéticas actuales.
Uno de estos es que el neón juega un papel ambiguo entre un tiempo pasado y uno futuro. Ya que su desarrollo tiene, de hecho, más de 100 años — Georges Claude la inventa en 1910 — , su aparición supone una diacronía. Como en Los Ángeles de Blade Runner, ciudad ampliamente iluminada por este tipo de luz, el futuro está anclado en el pasado por la tecnología. De la misma manera, apunta el texto de Vice, gran parte de las producciones televisivas y cinematográficas como El demonio neón, Drive, Spring Breakers, Hot Summer Nights, Moonlight, The Florida Project o la actualización adulta de Archie, Riverdale, que hacen uso y abuso de la luz y coloración neón, nos encontramos ante escenarios que no son sino fantasmagorías del presente envueltas en un halo de otro tiempo.
Otro aspecto destacable es que la luz neón inunda, a través de la saturación de color, un espacio en “una especie de resplandor eléctrico” para llenarlo todo de un aura extraña y dar lugar no sólo al mencionado desajuste temporal sino también a uno espacial. En los universos creados por esas producciones fílmicas y televisivas, el neón ayuda a reforzar una sensación onírica. Los lugares que aparecen representados, así iluminados, operan tanto fuera del tiempo como fuera de lo real. Su consumo, por tanto, no es sino una sensación de huida de nuestra realidad, una suerte de escapismo de nuestros problemas diarios:
«El neón es absolutamente una forma de escape»,
dice la artista Kate Hush en el artículo,
«Voy a casa, me acuesto en la cama, enciendo mi neón de color rosa intenso. (…) Es calmante y envolvente para mí. Estoy en casa, pero también estoy en un espacio de otro mundo al mismo tiempo».
Con el ambiente que construye, y al desligarse de lo real para constituir un otro lugar, lejos del ahora, fuera de aquí, el neón refuerza la sensación ilusoria del mundo y así, en esta realidad flotante, la mente descansa y apacigua los problemas, como si estos, coloreados, alcanzaran un nuevo estatus que descarga su conflicto.
Como la evasión creada por una droga, el neón nos saca de nuestro al transformar radicalmente un espacio con muy poco — apenas luz — y, al mismo tiempo, al referir a un pasado, se inserta dentro de unos imaginarios ya conocidos: el mundo del neón es, primero, el del American Way of Life de los 50’s y, segundo, el de los espacios sórdidos espacios de mala muerte. Combinando tanto lo oscuro como lo naive, las producciones de cine o televisión exponen el lado siniestro de una sociedad no tan ideal. Eso sí, separado siempre de nosotros a través de la pantalla que, como una especie de vitrina que encierra objetos de deseo, ayuda a reconocer el éxito del neón en plataformas como Instagram.
Las publicidad, consciente pues del atractivo de este tipo de iluminación hoy, están capitalizando la estética . Ello, a su vez, supone el renacer de la industria, que ha visto cómo grandes empresas se acercan a ellos para solicitar diseños con los que iluminar sus productos. Y es que, bajo la luz neón, cualquier cosa alcanza una nueva categoría. En nuestras pantallas móviles, se expande a golpe de like y en pequeñas dosis de placer.
Este aire mágico ofrece nuevas posibilidades: la de alcanzar un mundo fuera de éste tan jodido.
“En un lugar donde las estrellas de los reality shows son presidentes y todo es aparentemente falso, el neón representa nuestro deseo subconsciente de abrazar la hiperrealidad”.
Tal idea sirve a Dane Scott para anunciar su potencial político: frente a las Fake News, la evasión, apunta. Sin embargo, asegurar que es político quizá tenga más la voluntad de otorgar cierta comprensión del fenómeno, insertarlo dentro de una realidad cotidiana y darle cierto papel activo como fenómeno contemporáneo. Pero si, como ya se ha dicho, el neón se encuentra atrapado por el capital — de la publicidad a Instagram — su uso no permite ninguna disidencia o emancipación.
Y no es porque lo onírico sea incapaz de tocar lo real o de ponerlo en jaque. Como da cuenta Mark Fisher en su libro Lo raro y lo espeluznante, estos mundos tienen capacidad suficiente para afectar nuestra realidad. La diferencia es que los universos expuestos por Fisher — entre los que aparecen autores como Howard Phillips Lovecraft, David Lynch, Margaret Atwood o Herbert George Wells — se toca algo que no puede ser descrito muchas veces con palabras, o donde el lenguaje es incapaz de explicar lo que pasa en toda su dimensión. Al superar el campo de lo representable, surgen nuevas vías y caminos, nuevas posibilidades de pensamiento. Sin embargo, los mundos de neón, lo diferente se neutraliza bajo el color incandescente de la iluminación metálica, operando de forma no muy distinta que el algoritmo de Instagram, que permite que las imágenes aparezcan en nuestra pantalla al abrir la aplicación: se trata de un tipo de escritura capaz de leer nuestros gustos (likes), de ofrecer, cada vez con más precisión, sólo aquello que sabemos que nos atrae.
Bajo esta perspectiva, lo inesperado desaparece y la eficiencia de su efecto placebo opera a la perfección. Estos universos oníricos no emergen en nuestro cotidiano para llevarlo a nuevos supuestos. Sin ese contacto, no existe capacidad alguna de actuar sobre la realidad, de crear problemas o conflictos, lo que se pone claramente de manifiesto cuando los vemos a través de las pantallas. Y cuando nos introducimos ellos, lo real, con sus fricciones, desaparece, no nos afecta. Su carácter evasivo nos descarga. Eso es, justamente, lo que impide su dimensión política y reaccionaria. Lo desagradable, lo raro, se colorea, se amortigua y la potencia del cuerpo se anestesia con juegos de luces.
Pedro Hernández · arquitecto
Madrid. Agosto 2018