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La reflexión, regalo de esta pandemia | Marc Chalamanch

Fotografía del fotógrafo Enrique González Díaz, Enro GD | Facebook, 2021

Todo quedó detenido ya hace más de un año con la desconcertante aparición del virus del Covid19, momento en que lo inimaginable devino en real mientras convertíamos muchos imposibles en posibles. En un instante pasamos del asombro paralizador a una reacción inmediata que nos condujo al regalo más íntimo y solidario de esta terrible pandemia, el tiempo para la reflexión. Es ahora, cuando la luz comienza a verse en el horizonte, que recupero las ganas de reunir y de compartir algunas de las reflexiones y pequeñas anotaciones que durante este colapso he escrito.

Muy pocos hubiesen podido imaginar la súbita aparición de este virus que nos va a catapultar a un futuro de incertidumbre, a la “negación del futuro en sí”. No sabemos hasta cuándo durarán sus efectos, si llegará un final o si es el principio de un nunca acabar. Tampoco se conocen los verdaderos costes humano, social, económico y emocional que ha provocado y que provocará; resulta sumamente difícil y doloroso imaginarlo. Lo que sí podemos afirmar es que las pérdidas sin precedentes provocadas por esta pandemia la están padeciendo con más crudeza los de siempre, los países, las comunidades y las personas más pobres y vulnerables.

“Llego al supermercado y permanezco, espantado, dentro del coche en el aparcamiento. Me asombra que haya tanta gente, no sé qué hacer, si marchar o entrar. Parece mentira que me cuestione cosas que hasta hace muy poco hacía sin pensarlas. Un empleado va limpiando los carros del super dejados por doquier, y la gente se dirige velozmente a sus coches con los carros repletos de “todo” y sin apenas levantar la cabeza. Una chica aparca a mi lado, respira profundamente, se coloca la mascarilla y los guantes… y sale del coche. Justo al pasar delante mío se cruza con una amiga, se miran paralizadas, de lejos… Se acercan y en un instante de tensa emoción hacen desaparecer los dos metros de distancia de seguridad. No dicen nada, se abrazan fuerte, muy fuerte, hasta que se separan con lágrimas en sus rostros. Se despiden sin cruzar palabras. Todo está dicho”.

El Covid19 nos ha obligado a vivir el presente pensando en todo y en nada, sin las prisas enceguecedoras de otros tiempos. Llegamos a imaginar, aturdidos, el fin de la humanidad, arrastrándonos a un doloroso tiempo de reflexión. Un intenso y ansioso paréntesis en la búsqueda del nuevo camino, o de un camino, o puede que ingenuamente de un cambio de era o, simplemente, de una era de cambios, ¿hasta conseguir regresar a la normalidad insostenible en la que vivíamos…? Esperemos que no, porque justamente esa normalidad es la que la crisis ha visualizado como el problema, la que nos ha abierto los ojos para no ver normal la no normalidad en la que vivíamos.

De esta crisis sanitaria ya estuvimos advertidos. Nuestra desidia y prepotencia hicieron que no estuviésemos preparados para afrontar sus graves consecuencias. La SARS, la MERS, el Ébola, la Zhikungunya, el Zica o el VIH habían dado toques de aviso, pero sus efectos no habían llegado tan directo al corazón del poder y de la economía mundial, incluidas las incómodas y costosas demandas de epidemiólogos que no fueron escuchadas. Este virus ha demostrado que las verdades científicas y las reglas de la naturaleza no se pueden menospreciar; sobre todo cuando sabemos que el 70% de los brotes epidémicos tienen su inicio en la destrucción masiva de selvas y bosques tropicales. Una devastación que no para de aumentar año tras año.

El Covid19 ha hecho evidente que los seres humanos solo saben pensar y actuar a corto término. Hemos quedado bien retratados. No paramos de investigar, de inventar, de descubrir… pero nos cuesta mucho aprender. Nos hemos dado cuenta de la gran dificultad que tenemos para gestionar lo que desconocemos, para dar respuesta a lo imprevisto; en definitiva, que el conocimiento acumulado no se traduce en inteligencia. Se ha recorrido un largo camino, pero cuando ha llegado el momento de la verdad nos han impuesto el mismo sistema de protección de la Edad Media, el distanciamiento social.

Este distanciamiento social ha puesto de manifiesto el individualismo y la soledad de nuestra sociedad, además de demostrar la desigualdad, el clasismo, el racismo y el supremacismo del mundo en que vivimos. Ha evidenciado que todo lo que movía nuestra vida, como las prisas, el consumo o el reconocimiento, de pronto se convirtieron en innecesario, mientras que lo que dábamos por hecho, como la amistad, la familia y la salud se revelaban como esenciales con su ausencia. Nuestras prioridades han cambiado y puede ser, solo puede ser, que no resulte nada fácil regresar a la frivolidad e injusticia en la que vivíamos. Estamos en el momento de decidir si continuamos viendo en silencio cómo se está depravando el planeta para el beneficio inmediato de unos pocos -mientras nos enfadamos y preocupamos por no poder ir de tapas a una terraza después de una agotadora jornada laboral- o si nos alzamos en contra porque ya hemos entendido que solo con el compromiso, la acción y la responsabilidad de todos podemos impulsar cambios estructurales en nuestra forma de vivir y convivir, revirtiendo así el momento que estamos viviendo.

Nos habían vendido un mundo de futuros visibles, inmediatos y seguros, como si no supiésemos que la incertidumbre forma parte de la esencia de la propia vida. El futuro para unos meses desapareció y con él la red de seguridad que nos escoltaba. Nos habían hecho creer que con un click lo tendríamos todo, que éramos unos dioses, y hemos descubierto que estábamos pisando barro y que nos alimentábamos de sueños vacíos. Durante décadas hemos hablado de llegar a la inmortalidad cuando una epidemia, como tantas otras a lo largo de la historia, nos ha vuelto a demostrar nuestro infinito egocentrismo y nuestra prepotencia.

Con la aparición del covid19 todos se apresuraron a dar luz a las sombras desde la más grande de las oscuridades. Los “sabios” del s. XXI, los expertos, incapaces de callar ni en momentos como estos, se han visto obligados a intelectualizarlo todo, con tal de sentirse profetas de la ignorancia global. Hemos vivido una permanente competición de conocimientos de expertos sobre titulados de todo el mundo para pontificar verdades y dar lecciones. Somos una sociedad que no sabe callar y escuchar, unos necesitan decir cualquier verdad y otros desean la que quieren escuchar. Distópicos y despóticos gritaban ahora mientras la humanidad perdía sus referentes confinada en sus casas y descubriendo su implacable realidad. Hemos vivido una pandemia en directo, en tiempo real y en primera persona desde nuestros refugios, mientras buscábamos inútilmente respuestas inmediatas a lo que estábamos viviendo en un tsunami desbordante de desinformación… En medio de esta pandemia de opinadores, es necesario saber que la opinión es aquello que más odiaban los clásicos griegos, ya que es casi un sinónimo de falsedad. Cuando se opina en público ha de ser para decir alguna cosa, y no para crear confusiones que solo crean el vacío en el “ruido” que nos ha estado martirizando durante los peores momentos de este colapso.

No obstante, los expertos que han monopolizado los discursos sobre la pandemia serán rápidamente sustituidos por la inteligencia artificial, mientras que la sabiduría, la suma de talento y la humildad, es la que tendrá que tomar el relevo para encontrar soluciones a las realidades sobrevenidas en este año de desconciertos. Mientras unos nos han hablado de los árboles, los otros nos han hecho ver el bosque. Necesitamos sabios silenciosos, prudentes y laboriosos, capaces de trabajar con la complejidad de una visión global e integral de los grandes retos de la humanidad. Que lo sepan hacer desde la sencillez y sabiendo escuchar para enfrentarse a la simplificación de las verdades infalibles y absolutas que nos invaden de los que aún no han entendido que saber mucho permite dudar todavía más.

Nacemos dependientes, y esta dependencia se convierte en ley de vida. Después aprendemos que tenemos que ser interdependientes con el mundo que habitamos si queremos sobrevivir. Al mismo tiempo nos han convertido en serviles al transformar esta dependencia en una relación de poder. Una servidumbre que es inapreciable, invisible, voluntaria y orquestada por los poderes y las sofisticadas formas que estructuran la perversa historia de la Humanidad. Esta pandemia ha servido para que este poder cree por decreto y a toda prisa una nueva cultura para relacionarnos y comunicarnos, de hacer, que seguro traerá graves consecuencias, pues la culturas no se pueden decretar, se han crear lentamente en el corazón de la sociedad. Cuando se imponen dejan de ser cultura.

Esta obligada interdependencia fue muy útil durante la primera fase de asombro, miedo y negación del Covid19, con el fin de seguir demostrándonos nuestra enorme capacidad de resiliencia. La humanidad, conscientemente, se ha empoderado para proteger su supervivencia desafiando la selección natural propuesta por el virus. Por primera vez a nivel planetario, e independientemente de la cultura, el país, la ideología, la creencia religiosa o de cualquier otro sistema de adaptación de la especie humana, todos luchamos desde la cultura y la técnica contra la selección natural. Encontrar conjuntamente un remedio a este peligro nos ha dado la conciencia de especie que las batallas ideológicas habían enterrado.

La ciencia se convirtió en la única esperanza, a la vez que el conocimiento tomaba la iniciativa mientras los políticos se quedaban paralizados y sin recursos, las religiones se enclaustraban dejando a sus fieles a su suerte y los poderosos miraban las cuentas corrientes mientras rumiaban cómo aprovechar la desgracia de otros. Los científicos de todo el mundo emprendían la batalla para imponerse otra vez a la naturaleza, como si no formásemos parte de ella, para volver a dominarla con una vacuna que parece ser la única solución. Todos habíamos olvidado que las pandemias, con su alarmante invisibilidad, siempre han determinado la historia de la humanidad. Mas ahora la ciencia ha sabido visualizar este nuevo virus para combatirlo como nunca. Seguramente lo venceremos, pero parece que seguiremos sin reconocer y afrontar el origen de nuestros problemas. Lo que sí hemos redescubierto es que somos realmente vulnerables, y saberlo acelera nuestra capacidad para hacernos más fuertes.

Por una vez el conocimiento científico monopoliza el relato para dejar en evidencia la política de discursos, los dioses salvadores o la conciencia de clase que nos dominaba. A pesar de que una vez conseguidas las vacunas en esta carrera nunca vista de la ciencia, la economía y los orgullos nacionales, la realidad económica y política ha acabado imponiéndose a la ciencia, y el tablero mundial ha vuelto a evidenciar lo que nunca había desaparecido, que unos tienen un acceso rápido a la vacuna y que otros tendrán que esperar quien sabe cuánto y a cambio de qué para conseguirla.

La salud se ha impuesto como un instrumento de dominación implacable en una sociedad que había olvidado el origen de curare, que en latín significa cuidar y no hacer negocio, un peligro que ya existía y que la pandemia ha alimentado. La ciencia siempre ha sido menospreciada por los gobiernos, que han dejado en las manos de las grandes empresas privadas la posesión de los instrumentos y conocimientos científicos que ahora se han demostrado como vitales. Empresas que han vuelto a ver en la miseria y la desesperación la gran oportunidad de empoderarse aún más, multiplicando sus exigencias y chantajes a Estados convertidos en sus títeres a causa del miedo.

Al mismo tiempo, una parte de la población, la acrítica, se ha revelado contra la crítica replegándose desorientada en los fantasmas desmemoriados del pasado. Nos hemos dado cuenta de golpe que creíamos que éramos libres, pero no más estábamos solos, vacíos vitalmente y persiguiendo ambiciones impuestas y un ocio consumista barato, fundamentado en el alcohol y los “likes”, y en el placer instantáneo, individual y adictivo, en vez de construir el camino hacia una felicidad trabajada, generosa y colectiva.

Los humanos tenemos una capacidad extraordinaria para olvidar, para lograr convivir con la tragedia, el miedo y la muerte con tal de no acabar destruidos, pero también para ser manipulados. Durante esta pandemia nos han atiborrado de estadísticas que convertían las personas en fríos números. Han intentado deshumanizar lo ya vivido para hacer más soportable lo que estábamos padeciendo. También nos han culpabilizado al convertirnos en una amenaza, al controlar todos los encuentros y al hacer desaparecer el contacto social que nos convierte en sociedad… el autoritarismo gana cuando la mentira se hace tan habitual que parece seductora y deseable. Cuando perdemos la fidelidad hacia los hechos y nuestra conciencia, es cuando renunciamos a la democracia y nos convertimos en carne de cañón para los gobernantes con anhelos de autoridad y ansiosos de aprovechar la confusión y el misterio.

Es en los momentos difíciles cuando se demuestra si la democracia funciona, al mismo tiempo que dan oportunidades a los que la quieren destruir. La política se ha vuelto una batalla para designar culpables e inocentes a través de discursos teatralizados. Pero cuando estos dejan de ser útiles y llega el momento de la política real, es cuando nos damos cuenta de que nadie les había enseñado a gestionar las necesidades de la gente desde sus altares distantes de la realidad.

No debemos olvidar que cualquier sistema social funciona a partir de la obediencia, en el caso de la democracia gracias a una obediencia voluntaria. La democracia implica responsabilidad y lealtad, que a su vez incluye obediencia. Cualquier convivencia humana necesita unas normas compartidas voluntariamente, incluso para exigir su propia desobediencia, ya que debemos ser merecedores de la posibilidad de impugnar el propio orden. Hemos de poder desobedecer las leyes injustas, y rebelarnos como un acto de obediencia y obligación moral que poco tiene que ver con un acto de libertad como derecho sobre todo y todos. Ejercimos esta responsabilidad confinándonos en casa antes de que la autoridad la forzara, conscientes de las consecuencias de cada uno de nuestros actos e impulsados por el miedo, con la voluntad de salvar vidas, las de todos, pero también las nuestras.

Hemos podido comprobar la falta de recursos sanitarios, la manera en que se ha menospreciado hasta ahora la investigación por parte de políticos paternalistas. Unos políticos entrenados para vender humo con discursos vacíos e impotentes para cumplir sus promesas. Nos imponen la solución de quitarnos libertad para controlar el miedo que le podemos llegar a dar, convirtiendo en más pequeño nuestro mundo mientras ellos lo devoran y sacan el mayor provecho. Administrar el miedo es la gran batalla por el control de nuestra sociedad, y en tiempos de pandemia esto a ayudado a consolidar gobiernos que con sus decisiones han llegado a favorecer la propagación del virus. La seguridad se vende gracias al miedo, y a los humanos nos gusta convencernos de las ficciones hasta convertirlas en realidad. Este es muy fácil de vender cuando olvidamos que el amo siempre depende de su esclavo. El colapso eco-social que estamos viviendo ha militarizado un escenario que fortalece un fascismo alimentado por el miedo y la ignorancia, en frente la solidaridad se ha mostrado como nunca ante la necesidad colectiva.

Las restricciones impuestas por los gobiernos durante la pandemia han afectado nuestras libertades personales, sociales y profesionales, comprometiendo todos los ámbitos de nuestras vidas. Hemos estado sometidos a un estado de alarma o de guerra que ha limitado nuestros movimientos, controlando, vigilando, obligando y regulando cada uno de nuestros actos por el bien de todos y como respuesta desesperada a la ignorancia sobre lo que estaba sucediendo. Internet se convirtió en la única ventana aparentemente independiente frente a unos medios de comunicación comprados para informar sobre lo que creían que necesitábamos saber y para no alarmar a la población. Mas, al mismo tiempo, internet ha sido la ventana para todas las fantasías y conspiraciones posibles ante la opacidad informativa oficial sobre la realidad que se iba descubriendo a cada instante.

Todas las decisiones tomadas dejarán cicatrices en la confianza de las personas respecto al sistema, que nos llevarán a vivir en una sociedad mucho más sensible en cuanto a la protección de sus libertades, pero al mismo tiempo mucho más temerosa y conservadora en la toma de decisiones. El terreno cedido debido a la necesidad de seguridad y por la amenaza de un virus desconocido será muy difícil de recuperar. Las libertades y la privacidad que disfrutábamos y teníamos aseguradas antes de la pandemia, ni siquiera en las democracias occidentales más avanzadas, se volverán a reconquistar. Con el tiempo veremos cómo la libertad de movimientos vigilada con geolocalizadores o por la cesión voluntaria de datos y el control social cedido para sentirnos protegidos, seguramente serán los más beneficiados de esta pandemia. Los dispositivos y aplicaciones de uso individual que nos habían vendido como potenciadores de nuestra independencia y nuestras comunicaciones, solo han contribuido a privatizar nuestras experiencias y a generar rendimientos ingentes a nivel económico, político e ideológico a los poseedores de dichas tecnologías.

También ha quedado demostrado que nos podemos activar de inmediato para adaptarnos a nuevas circunstancias con una plasticidad organizativa inimaginable. Durante estos tiempos de vida desmaterialitzada por un virus invisible, hemos conservado muchas de nuestras conexiones gracias a las redes digitales. La pandemia nos ha forzado a adquirir nuevas capacidades a gran velocidad, lo cual demuestra nuestra flexibilidad. A golpe de confinamiento hemos convertido en estándares herramientas que parecían lejanas, poniendo a prueba la capacidad de adaptación de nuestras tecnologías, sus conexiones y a la propia sociedad. La humanidad ha acelerado su transformación convirtiendo muchas de las tendencias e inercias de futuro en presente. Innovar es combinar lo que sabemos para crear algo diferente, y el reto de esta pandemia nos ha obligado a combinar con rapidez dichos conocimientos. Hemos activado de forma impensable hasta hace poco, la sociabilización de la tecnología, reconociendo y comprobando necesariamente el camino hacia un tecnohumanismo en todos los ámbitos de nuestra sociedad. La técnica es fundamental para nuestro ser y son la tecnología y el lenguaje los que al final nos han hecho humanos.

Todo lo que esta pandemia nos ha hecho pasar, y estamos pasando, seguro que nos hará más fuertes, pero en el camino no podemos olvidar que hemos perdido la generación que guardaba la memoria para no repetir errores, los abuelos que se habían ganado con su esfuerzo poder reclamar un mundo mejor para las próximas generaciones. También ha quedado abandonada la generación del futuro, ya destrozada hace algunos años por una crisis económica y sistémica de la que poco se ha aprendido, y ahora, por partida doble, estos jóvenes se han encontrado con una crisis sanitaria global que ha desmaterializado los únicos proyectos que le habían enseñado. Nosotros, los mimados baby boomers que hablamos con menosprecio de nuestros milenials, vivimos confusos porque no sabemos cómo hacer crecer a las nuevas generaciones, pues lo referentes de seguridad y de mundo previsible de nuestros padres han desaparecido, padeciendo el miedo al desconcierto sin que nos hayan explicado que de estos surgen las grandes oportunidades de cambio.

La experiencia y la memoria han servido de bien poco, diluyéndose entre lágrimas de soledad y abandono. Cobramos conciencia de cómo son las cuatro paredes entre las que nos habíamos refugiado. Nuestros hijos, perplejos, añoraban la escuela, los amigos y el parque, mientras disfrutaban de unos padres más cercanos que nunca. La realidad de cada una de nuestras vidas se plantó delante nuestro para hacernos reflexionar sobre qué hemos hecho durante todo este tiempo, para mirar a nuestro lado y ver cómo de acompañados estamos o no, para mirar adelante y ver cómo el futuro, más que nunca, es un obsoleto deseo del que desconocemos lo que nos deparará. Los discursos prospectivos se han quemado en la hoguera de las vanidades y parece que menos los de siempre -los que entienden la vida como un servicio a los demás- el resto quiere marchar al búnquer perdido en una isla desierta para escapar del colapso. Unos gritaban que todo iría bien cuando en realidad no era así, muestra del mundo de fantasía que nos habíamos impuesto. Mientras los dos perros y el gato de la familia han presenciado entre sorpresas y risas nuestros problemas, a la vez que miraban por la ventana cómo la naturaleza continuaba su curso y se apoderaba por un instante del mundo.

El colapso vivido nos ha enseñado que podemos vivir con menos, con lo que necesitamos, al mismo tiempo que el mundo que hemos construido no lo puede hacer. El sistema nos necesita, pero terminamos viviendo para él, en vez de que este nos ayude a vivir mejor. No cabe duda de que todo lo que los humanos no aprendemos por discernimiento, lo aprendemos con sufrimiento, y que conjuntar lo que pensamos y lo que hacemos es esencial si no queremos continuar “enfermos” como hasta ahora. Seguro que el actual puede ser uno de los mejores momentos para empezar a priorizar lo sustantivo e intentar prescindir de lo superfluo. Ha quedado demostrado que para nuestra especie cambiar de hábitos es complicado, y aún más en lo relacionado con la naturaleza. Pretenden hacernos creer que lo que ocurre es culpa de la naturaleza, para hacernos olvidar que nosotros también somos naturaleza, que somos una especie más entre las especies. Una especie que ha desencadenado el sobrecalentamiento global, la desaparición de una biodiversidad esencial para proteger también la salud de las personas. Esto constituye una emergencia medioambiental que está provocando la sexta extinción masiva en la historia del planeta Tierra, hecho este que nos distancia de la creencia antropocéntrica de considerarnos el centro de “todo”. Olvidamos que el resto de los seres vivos padecen también sus propias pandemias, y que seguramente la más grande es la que le provocamos nosotros. Es hora de asumir que los únicos culpables somos nosotros y nuestra incapacidad de respetar el mundo que nos rodea.

Pero no nos dejemos engañar ni culpabilicemos a la humanidad, cuando es el 1% de esta la principal causante del cambio climático. Los que provocan el desequilibrio del ecosistema planetario son los que controlan los medios de producción y las fuentes de energía, las multinacionales que dirigen el sistema de poder y re/producción en red, apropiándose de la fuerza productiva y de los recursos naturales para conseguir, a cualquier precio, acumular el máximo de beneficios. Las grandes corporaciones que ponen en marcha el sistema para que unos ciudadanos cautivos compren una visión despolitizada del problema, convirtiendo la ecología de masas en anestesia disfrazada de la glamurosa ideología del green-washing, y así continuar devorando la Tierra y la naturaleza. Hemos de reconocer que nosotros formamos parte de este porcentaje, utilizando y fomentando las jerarquías de género, la violencia colonial y la dominación tecnológica de la naturaleza, para así asegurarnos de obtener beneficios y expandir-nos. Esta es una pandemia provocada por nuestra manera de vivir en un mundo globalizado fundamentado en la colonización depredadora, económica y cultural, frente a un modelo de planetización integrador de la diversidad.

Ahora veremos aparecer al capitalismo más comprensivo que inyectará dinero público, a decir de todos, buscando un rescate universal que garantice el orden establecido para no hacer peligrar la estabilidad mundial, evitando así los espasmos colectivos que acaban generando revueltas y desórdenes sociales. Se aplicará, por tanto, un conjunto de medidas para dar tranquilidad y mantener un cierto nivel de vida para la población, con el objetivo de que continuemos siendo productores y consumidores del sistema y, sobre todo, para que no se modifique la distribución de poder y riqueza. El sistema retoma las mismas fórmulas para recuperar el modelo de Estado del bienestar que va a utilizar para superar la crisis de la Segunda Guerra Mundial. Pretende generar una paz social que permita alimentar el estatus existente, al vender la evolución como una solución conformista y complaciente ante la imprescindible y necesaria revolución para cambiar el rumbo hacia el colapso al que estamos encaminados.

Resulta muy llamativo que el diccionario Oxford haya seleccionado para definir el año 2019 el término emergencia climática, y que un año después lo sustituyese por coronavirus. Las consecuencias sustituyen el origen de un problema ya anunciado.

La pandemia nos ha enfrentado con nuestras propias vidas, con el entorno, la sociedad y el mundo que hemos construido, pero este desconcierto distópico también ha servido de aprendizaje sobre muchas realidades que nos negábamos ver. Nos hemos quedado solos en medio de un problema de todos que ha generado infinidad de experiencias personales, profesionales y colectivas. Estas vivencias constituyen en sí la base de nuevas relaciones, iniciativas y objetivos que han de ayudar al cambio de prioridades y de las pautes de comportamiento de todos. Si la peste negra, la pandemia de peste más devastadora de la historia de la humanidad que llegó a matar a la mitad de la población, fue la antecesora del Renacimiento…

¿Podría ser que la pandemia del covid19 sea la chispa que abra el camino hacia un cambio estructural de la Humanidad?

Tampoco podemos autoengañarnos demasiado pensando que de esta experiencia surgirá una nueva sociedad capaz de entender el verdadero valor de la vida. Sería algo ingenuo creer que ahora sí seremos capaces de cambiar gracias al conocimiento adquirido durante este último año, después de contemplar los resultados de siglos de guerras, pandemias y crisis de lo que poco se ha llegado a aprender. Quizás porque hemos de asumir que el único valor de la vida es la lucha constante y diaria de las personas anónimas que cruzaron ciudades vacías, sin coches y con la población confinada, para ir a sus puestos de trabajo con el fin de que todos pudiésemos resistir la situación desde pequeños apartamentos -en la mayoría de los casos- aprendiendo a teletrabajar o sencillamente asumiendo la desesperación de no saber cómo seguir adelante.

Las personas son la sociedad, no lo son las instituciones ni sus representantes, y hacia ellas hemos de girar la mirada para construir una sociedad más inclusiva, después de haber comprobado cómo en lo alto de la pirámide un rey desnudo está totalmente perdido. Los líderes son la respuesta fácil; es más fácil creer que pensar, pero sin asumir el riesgo de la diversidad y la complejidad es imposible generar singularidad. En la diversidad está la vida.

La reflexión personal y colectiva experimentada durante el confinamiento, nos ha permitido ver que tanto las pequeñas como las grandes cosas que nos acompañan en el día a día, y a las que muchas veces no damos importancia, son esenciales para nuestra felicidad. Detalles como la compañía del vecino que nunca te habías percatado que existía, el sol que entra por la ventana a la hora del desayuno, la ventilación cruzada que hace que no tengas que encender el aire acondicionado, la terracita que parecía que no haríamos servir pero que ahora los vecinos no entienden cómo no la reclamaron cuando compraron el piso, aquel espacio de privacidad o de teletrabajo que jamás habrías pensado necesitar y que ahora echas a faltar. Todo aquello que la estandarización de la forma de vida que no entiende de personas, solo de metros cuadrados y de normativas, y no permite que tu casa sea realmente tuya y para ti, se ha convertido en la base sobre la cual comenzar a reflexionar.

La ciudad, la máquina más compleja creada por el hombre, ha dejado al descubierto todas sus carencias. Con ella se ha abierto una reflexión estructural sobre su movilidad, el espacio público, los espacios de trabajo y de ocio, los espacios de aprendizaje, etc. Las ciudades durante la pandemia se han convertido en prisiones para todos los que no se podían escapar, cuestionándose su densidad y los servicios que proporcionan frente a la calidad de vida y de salud que proporciona el contacto con la naturaleza. La ciudad geodésica con la que soñaba Richard Buckminster, construida ahora con la polución, nos aleja de la naturaleza, del planeta y de la vida no antropocèntrica. Dejarnos colonizar por la naturaleza y encontrar la forma de diálogo, comprensión y solidaridad con ella es una de las urgencias que reclamamos tras estos meses de reflexión confinados. Pero las ciudades son muy difíciles y lentas de cambiar, son las maneras como las utilizamos mucho más fáciles de modificar. Volvamos entonces a poner en el centro de la ciudad a las personas, a entender la diferencia entre desarrollo y progreso, progreso consciente, evolución. Sin dramatizar, pero tampoco olvidando. Aprendiendo de lo que hemos vivido, sacando conclusiones de lo que hemos reflexionado y pasando a la acción conscientes de la urgencia de los cambios que necesitamos implementar.

Una vez superado el tsunami más destructivo de esta pandemia, hemos de romper el distanciamiento social impuesto para fortalecer todas las formas de relacionarnos y comprendernos, y así ser capaces de ayudarnos, defendernos y amarnos. Aprovechemos más que nunca la inercia para construir los imposibles colectivos que siempre hemos anhelado y para los que hemos trabajado. Nos han educado para controlarlo todo, para ser dueños de nuestro destino, pero no para conseguir un destino común, compartido y en aras de un mundo más justo socialmente y respetuoso con el medioambiente. Aprendamos que en la falta de control podemos encontrar la serenidad que necesitamos.

¿Seremos capaces de ejercer la responsabilidad de cómo queremos organizar nuestro mundo para formar parte de la solución, para conseguir el planeta en el que nos gustaría vivir? ¿Queremos reconstruir el mundo tal cual era antes de la pandemia o construir una nueva oportunidad sumando todo el conocimiento adquirido?

Estas son las grandes preguntas que al mismo tiempo constituyen el gran reto para el que tenemos que trabajar. La vida es una enfermedad con una tasa de mortalidad del 100% que se transmite sexualmente, asumiendo que no tenemos ninguna protección contra la vida…

¡Hagámonos merecedores de ella y disfrutémosla al máximo!

Marc Chalamanch
Marc Chalamanchhttp://www.chalamanch.com/
Es co-fundador del estudio de arquitectura y urbanismo ARCHIKUBIK Arquitecto y Urbanista licenciado por la ETSA de Barcelona, Universitat Politècnica de Catalunya. Máster universitario «Sociedad de la Información y el Conocimiento» en la UOC (Universidad Abierta de Catalunya). Su investigación académica, apoyada en su experiencia profesional, va dirigida al análisis de la transformación de la ciudad con sus actores, problemáticas y retos en la Sociedad Red.
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