En este espacio me explayo a menudo contra lo que considero excesos intolerables de la arquitectura de relumbrón, y la critico sin reservas (y creo que con razón).
El propio título de mi blog, ¿Arquitectamos locos?, ya lo he contado varias veces, se debe a la indignación que siento (o que sentía, en plena época de acrobacias circenses) ante la celebrada arquitectura vacua y tonta, que se retuerce sin motivo ni justificación, y ante la sonriente mirada de complicidad y de estulticia de la mayor parte de las revistas de arquitectura y de quienes deberían haber hecho alguna crítica justificada y ponderada, pero, en cambio, se limitaban a palmotear como las focas.
Con esta actitud me he granjeado amigos y seguidores, y un cierto prestigio de aguafiestas, de Doña Cuaresma y de «Ese Señor de Negro», tan triste como aburrido y, lo que es peor, peligroso.
No. Yo no soy así. O creo que no soy así. O no quiero ser así. En la lucha ancestral de Don Carnal contra Doña Cuaresma el uno peca de chabacano, poco digno de confianza, perezoso, facilón y zafio, pero la otra peca de insoportable, castradora, frustrada, seca, envarada y estéril. Y yo no quiero ser ésa. Pero tampoco quiero ser aquél. ¿Entonces qué? ¿Es que no hay otra opción?
Me entusiasma la Ópera de Sydney. Creo que la arquitectura es espacio y es forma. Creo que la alegría que manifiesta una obra arquitectónica tiñe a una ciudad más allá del dinero que haya costado o de los problemas que haya ocasionado en su día. Y creo que merece la pena siempre. Pero siempre.
Uno de mis posts más celebrados, comentados y difundidos es el que dediqué hace poco a Zaha Hadid. Mejor dicho: a las Zahas Hadides. No quito ni una palabra, pero reconozco que si denuesto esa arquitectura porque la forma es caprichosa y no se rige por la función que tiene que resolver,
¿entonces por qué me gustan tanto las cáscaras de la Ópera de Sydney?
Si me indigno con las formas caprichosas que ni el autor sabe cómo construir, ¿por qué me gusta tanto la Ópera de Sydney? Si me repugna que los costes de obra se disparen obscenamente, ¿por qué me gusta tanto la Ópera de Sydney? No lo sé. Mejor dicho: Sí lo sé, pero no lo puedo explicar.
¡Ah! ¡Acabáramos! ¿Y se supone que quiero tener una inclinación crítica cuando mi última palabra es «porque sí» o «lo experimento con fuerza pero no lo sé explicar»? No, no. Eso no vale.
Tampoco vale decir que la Ópera de Sydney es muy bella, mientras que lo de las hadides es muy feo. ¿No había quedado claro que el argumento ad venustam era caprichoso e inconsistente? ¿Entonces qué? ¿Entonces qué? ¿Eh, listo?
Antonio Miranda merece todos mis respetos. Es un crítico serio y profundo de la arquitectura. Con la mayor honradez establece primero un criterio, una estructura que le permita juzgar la arquitectura, y después lo utiliza para mostrarnos una lista de más de quinientos edificios del S. XX que salen airosos de ese severo juicio.
Naturalmente, si te construyes un tamiz, por más complejo y amplio que sea, y después quieres pasar por él los edificios puestos a examen, la Ópera de Sydney no va a pasar. (A Miranda no le pasa ningún edificio de Utzon). Y, por poner un ejemplo, de Michelucci pasa la Estación de Santa Maria Novella, pero no la iglesia de la Autopista del Sol. Por supuesto que de Le Corbusier pasan muchísimas obras suyas (y desde luego la Villa Saboya), pero no la iglesia de Ronchamp. En cuanto a Frank Lloyd Wright, ya sabemos todos a estas alturas que el Guggenheim no va a pasar, pero que no pase tampoco la Casa de la Cascada suena casi a provocación.
Pero provocación no hay ninguna. Miranda marca unas reglas (nada caprichosas ni inconsistentes; al contrario: muy coherentes y sólidas) y enumera una lista de edificios canónicos.
Respeto a Miranda, ya lo he dicho. Pero no me gusta. No es que no me guste él personalmente. Él (lo vuelvo a repetir) me parece un crítico muy válido y un profesor muy capaz. Pero si su método crítico no admite a Utzon es que algo en él (o tal vez mucho) falla y está mal.
Tengo unos principios éticos bastante sólidos, pero si esos principios me hicieran repudiar a mi madre los abandonaría sin dudarlo un instante. Y eso que son unos principios muy buenos.
Yo no quiero ser eso. No quiero ser un denostador profesional, un aguafiestas de obras valiosas pero un poco disparatadas (o mucho), y, sobre todo, de obras valiosas precisamente porque son disparatadas.
Tal vez no se pueda hacer una crítica en camino deductivo de ida, sino que, por el contrario, sintamos primero «el flechazo» y luego, en camino de vuelta, busquemos argumentos. El método deductivo no funciona. El inductivo tampoco. Hay demasiadas variables inconmensurables que no responden a análisis ni a fórmula. Tenemos que probar el método abductivo. (Ya hablaremos de él: Es necesario).
¿Entonces no puede haber crítica válida? Eso me gusta menos todavía. Si no me apetece ser la avinagrada Doña Cuaresma, tabulándolo todo, tampoco quiero ser un Don Carnal vivalavirgen. Puestos a ser incompletos casi que me quedo con Miranda.
(Pero antes de tomar una decisión drástica recurriremos a la abducción. No es que sea una panacea, pero es de lo poco que nos queda. Tal vez lo único. Ya lo veremos. Me tengo que armar de valor para explicarlo sencilla y limpiamente. Es muy fácil enredarse en la hojarasca y no aclarar nunca nada).
Por otra parte, hay una cosa muy interesante que ha dicho Santiago de Molina. Habla de que cada proyecto busca su propio método proyectual. Habla de la honradez interna de la obra, debida a la de su autor en el proceso de crearla. Habla del trabajo y de la capacidad de investigación y de caza del arquitecto, que busca intensamente y encuentra el tesoro. En ese sentido sí puedo defender éticamente a Utzon frente a las Hadides, porque aquél se encerró en su obra, se fundió en ella y se dejó literalmente la piel viendo cómo resolver los innumerables problemas que, por otra parte, sólo él se había buscado, mientras que éstas no pisan la obra nada más que para hacerse la foto glamurosa.
Pero eso, a la larga, tampoco sirve del todo. Se puede ser un trabajador muy honrado y hacer mala arquitectura. Eso por sí solo no sirve.
Utzon se presentó al concurso con una idea que no sabía cómo se podría hacer. Y lo ganó, y le tocó hacerla. Y la hizo con enorme esfuerzo y concentración, y lucha.
Los arquitectos locos: Utzon en Sydney, Wright en Nueva York, Le Corbusier en Ronchamp, demuestran que una idea enfebrecida, una cabeza obsesionada y una musculatura tensa y dispuesta pueden lograr el milagro ilógico, el disparate pasmoso.
Y, mientras tanta gente brillante hace cosas tremendas, yo, desde este humilde y estúpido blog, no quiero ser un amargado.
José Ramón Hernández Correa
Doctor Arquitecto y autor de Arquitectamos locos?
Toledo · marzo 2013