La arquitectura por sí misma es incapaz de poner solución a los males de la sociedad. Por mucho que haya existido durante gran parte del siglo XX un esfuerzo desde la teoría por reivindicar la autonomía de la disciplina, hoy sabemos que la arquitectura se circunscribe, en realidad, en un complejo proceso que está afectado por lo económico, lo social o lo legal. Pretender que sólo la arquitectura nos salvará es quedarse con una visión reducida de todo esto. Sin embargo, es en ella donde mejor se siguen reflejando los cambios, los aciertos y los fracasos detrás de determinadas políticas, en la medida en que es su concreción material y espacial.
De ahí su fuerza simbólica: de ahí que la caída y la destrucción de un edificio o la violencia que impone, sirven, casi siempre, como metáfora perfecta de nosotros mismos.
2 de octubre de 1968 (6:10 pm)
«Yo era feliz contigo […]
Hasta que desperté de mi locura.
Y pude comprender que me mentías».
En 1964 el Conjunto Urbano Presidente Adolfo López Mateos de Nonoalco Tlatelolco luce radiante. LIFE lo retrata con orgullo entre sus páginas como imagen del Milagro mexicano. Los editores de la revista de arquitectura L’Architecture d’Aujourd’hui, al ver las primeras fotos aéreas del proyecto recién terminado, confundieron el nuevo conjunto con una maqueta: líneas precisas para una nueva sociedad. Tlatelolco es el más nuevo de los proyectos de vivienda impulsada por el Estado, revelando una extraordinaria claridad corbusiana.
Pani, su arquitecto, hizo aquello que el maestro suizo sólo pudo imaginar en los dibujos del Plan Voisin. Urge pues celebrar esta nueva imagen, el presidente a la cabeza, acompañado de sus secretarios y el arquitecto, expone el nuevo orden urbano y social a golpe de hormigón; arquitectura prístina, levantada con imposición sobre la antigua herradura de tugurios, ese caos urbano cuya historia, como en la película de Luis Buñuel, sólo pertenece a los olvidados.
La realidad chocaría allí sólo cuatro años después; el sueño moderno se convierte en pesadilla en la Plaza de las Tres Culturas, un lugar donde la historia parece constantemente escrita en sangre. Ahí fue donde cayó Cuauhtémoc, el último tlatoani de México-Tenochtitlan. Y ahí fue donde se disparó impúdicamente contra un conjunto de personas que sólo reclamaban cambios sociales. 1968 fue un año capital en que al frente estaban los deseos de los jóvenes franceses nacidos después de la Segunda Guerra Mundial que pedían imaginar otro mundo posible.
Una fiebre revolucionaria de una floreciente clase media que se extendió por todo el planeta de forma fulgurante: en Estados Unidos surgen los primeros movimientos contra la guerra de Vietnam; en México, con la proximidad de los Juegos Olímpicos que debían mostrar al mundo un Estado moderno, se reivindicaron las luchas propias. Pero las ilusiones de transformación en este país quedaron esparcidas en pedazos en el corazón del proyecto de Tlatelolco. El diseño arquitectónico había sido su trampa: la configuración espacial de la plaza fue el escenario perfecto para disparar sobre una población desarmada, atrapándola entre los edificios como si se tratara una ratonera.
Si bien era evidente que el proyecto realizado por Mario Pani fue usado desde el principio por el poder, pocos imaginaron, sin embargo, que llegara a tal forma de servicio: la represión contundente de todas aquellas personas fuera de los ideales de los gobernantes.
19 de septiembre de 1985 (7:17 am)
«Todo se derrumbó dentro de mí […]
Mira mi cuerpo, cómo se quiebra.»
Marcado en sangre, el lugar se hundió en desgracia una vez más. Como afectado por un mal deseo, los costos de su mantenimiento nunca fueron asumidos del todo por el Estado, que era el propietario. En la década de los ochenta ya se había abogado por la autoadministración por parte de los vecinos. Algunos años antes, los grandes proyectos inmobiliarios de carácter social distaban mucho de las ideas tras Tlatelolco.
Si en la visión de Pani siempre se defendió la densificación del centro urbano, con servicios públicos integrados, los nuevos desarrollos se instalaban en periferias cada vez más lejanas, convirtiéndose en grandes guetos donde se excluyó de cualquier tipo de beneficio a toda una masa de población. Pero el golpe definitivo estaba por llegar. En 1985 un terremoto de 8.2 en la escala de Richter afectó a casi toda la Ciudad de México. En Tlatelolco, sólo uno de los 102 edificios colapsó como consecuencia del temblor: el edificio Nuevo León perdió dos terceras partes en el acto y fallecieron cientos de personas.
Otros bloques se vieron afectados y fueron derribados posteriormente. Los vecinos acusaron el hecho de “homicidio colectivo” porque, pese a que se conocían las malas condiciones técnicas del inmueble y en especial de su cimentación, las soluciones fueron escasas y llegaron tarde. Desde entonces, Tlatelolco, como un gigante de pies de barro, fue convertido para siempre en la imagen del fracaso moderno.
Hoy (ahora).
«Todo se derrumbó dentro de mí […]
Mira mis sueños, cómo se queman.»
El aspecto del conjunto urbano hoy es muy distinto. Algunos edificios ya no están. Otros perdieron sus plantas superiores. Casi todos fueron reforzados en su estructura. La imagen del prisma puro que tuvo en su origen es ahora más cercana a una arquitectura brutalista de concreto; cicatrices visibles que hacen del lugar una especie de imán que atrae a visitantes con sus historias fantasmales, buscando deshebrar los hilos de lo sucedido.
Uno de tantos de estos oportunos paseantes es el artista español Fernando Sánchez Castillo, quien expone tres piezas en la Sala de Arte Público Siqueiros en torno a los sucesos del 68: una alfombra que reproduce un plano con la ubicación de francotiradores situados en varios edificios y la dirección de sus disparos el 2 de octubre; un vídeo coreográfico que muestra una acción en la Plaza de las Tres Culturas con bengalas rojas y verdes, como las que señalaron el inicio de la acción militar; y una enorme estatua —un centímetro menor que el David de Miguel Ángel— de uno de los estudiantes detenidos durante en el 68, de cara a la pared y con los pantalones bajados hasta los tobillos en señal de humillación.
Interesado en “las intrahistorias de la historia”, Sánchez Castillo monumentaliza el trágico evento para devolver dignidad a los perdedores: la única manera de reconciliarse con las promesas incumplidas, sepultadas y aplastadas bajo el poder y las metáforas de la arquitectura.
Pedro Hernández · arquitecto
Ciudad de México. julio 2016