Hoy la cosa va de definiciones, de palabras que definen a otras. Definir es delimitar y si hacemos caso de las palabras de Wittgenstein “los límites de mi lenguaje constituyen los límites de mi mundo”, pondremos a prueba nuestros límites y veremos hasta dónde llega nuestro mundo.
Definamos por ejemplo arquitectura, ni más ni menos. Todos los integrantes de este bendito gremio sabemos de qué va la cosa ésta de la arquitectura, pero en cuanto nos ponemos a explicar, a delimitar lo que es, esa “cosa” se complica. Los hay, más antiguos ellos, que la declaran como un arte puro, de estética y belleza de formas, cánones y tratados; y los hay, más modernos, que la tratan de arte de la construcción; al fin y al cabo también de arte se derivan art-ificio y art-esanía. Eso es lo que tienen las palabras, que nos llevan hacia donde ellas quieren.
Comencemos por Vitruvio, tratadista, soldado e ingeniero del gran Julio César. El romano definía allá por el siglo I a.C. a la arquitectura como “el arte de construir”. Si bien la definición es bella, estamos de acuerdo en que únicamente de construir no sale la arquitectura. Ésta necesita de ese je ne sais quoi, de ese algo más que la concepción previa, la idea previa, le aporta. Hay, debe haber, una intencionalidad previa guiada por la idea creadora. La cabaña primitiva de Laugier, la de los troncos y las ramas a modo de templo griego, no puede ser construida sin antes haber sido pensada y su imagen concebida de una determinada manera. Es el producto de la mente pensante y creadora lo que constituye la arquitectura. Su construcción es una parte de ella, es la técnica, la tekné, la habilidad por medio de la cual se construye algo.
En 1854, en plena revolución industrial inglesa, contra la que enfrentaba su visión artesanal y estética, John Ruskin decía que la apropiada definición de arquitectura, lo que la distinguía de la escultura, era
“el arte de crear una escultura para un lugar determinado y situarla allí según los buenos principios de la construcción”
y continúa más específicamente
“la arquitectura no es sólo técnica de construcción, también es arte, es el arte que dispone y adorna a los edificios levantados por el ser humano para el uso que sea, de modo que la visión de ellos contribuya a su salud mental, poder y placer”.
Ruskin abogaba así, con gran convencimiento y vehemencia, por una concepción espiritual del arte en el que por supuesto incluía a la arquitectura. Belleza y verdad unidas por medio de una elaboración técnica artesanal.
Le Corbusier, con su inconfundible mezcla de pragmatismo y poesía, hace la siguiente afirmación en 1930:
“La arquitectura es el innegable acontecimiento que surge en ese instante de la creación en el que el pensamiento, ocupado asegurando la firmeza de una construcción, se halla a si mismo elevado por un más alto anhelo que el de la simple utilidad y tiende a mostrar los poderes poéticos que nos animan y nos dan regocijo”.
El suizo aúna construcción y poesía dentro de la verdad de la arquitectura, abriendo el camino hacia una nueva concepción de la misma que cambiará definitivamente el modo de entenderla de ahí en adelante. Bueno casi… porque poco tiempo después, en 1943, encontramos siguientes palabras de Nikolaus Pevsner sobre el asunto:
“Un cobertizo de bicicletas es una construcción; la catedral de Lincoln es una obra de arquitectura. Casi todo lo que encierra un espacio con la escala suficiente para que un ser humano se mueva en su interior es una construcción; el término arquitectura se aplica sólo a construcciones diseñadas con un fin estético”.
En fin, como dijo aquel, “nadie es perfecto”… aunque me temo que, estrictamente entendida, esa definición es aplicable casi mayoritariamente a muchas de las «arquitecturas» que nos rodean y que, desgraciadamente, tienen a la estética, a la estética de lo nuevo, de lo impactante y de lo distinto (distinto a qué, me pregunto yo, si todas acaban siendo iguales en su banalidad…) como única finalidad.
Y por último la definición que yo prefiero y a la que acabo recurriendo siempre, como todo buen asesino que se precie que acaba siempre volviendo al lugar del crimen, es la del bueno de Don Louis Isadore Kahn, magnífica de principio a fin, y que desde 1964 reza así:
“La arquitectura realmente no existe. Solo la obra de arquitectura existe. La arquitectura existe en la mente. El hombre que realiza una obra de arquitectura, lo hace como una ofrenda al espíritu de la arquitectura… un espíritu que no conoce estilo, que no conoce técnica, ni método. Solamente espera representarse a si misma. Ahí está la arquitectura y es la realización de lo mensurable”.
En fin, el juego de las definiciones es un juego esquizofrénico definitivamente perverso y cada cual puede adscribirse a la que más le convenga o, decir con Groucho Marx aquello de
“estos son mis principios, si no le gustan tengo otros”.
A más ver.
Jorge Meijide . Arquitecto
Coruña. Mayo 2016