De la arquitectura al museo. Ausencias | María González-Juanjo López de la Cruz
Toda una vida de fotografías encerrada en un cobertizo de madera, un cofre decía él. Como si fueran obras robadas, en aquel lugar se escondían buena parte de las mejores imágenes de la arquitectura del siglo XX.
Julius Shulman retrató durante la segunda mitad del siglo pasado lo mejor de la arquitectura moderna de la costa oeste americana, desde que el arquitecto austríaco emigrado a California, Richard Neutra, le iniciase en la contemplación de la arquitectura, Shulman no paró de fotografiar obras de Wright, Mies, Ellwood, los Eames o Koenig; la claridad y optimismo con los que retrató cada una de las casas de Hollywood construyen icónicamente la imagen que poseemos de la arquitectura residencial de la dulce posguerra americana. Aquel año pudimos hablar con él y compartir un té helado, a nuestra espalda, en un recodo del jardín de su casa angelina diseñada por Raphael Soriano, se encontraba el cobertizo repleto de clichés, películas y placas fotográficas, un resumen de la modernidad de la arquitectura americana recluida entre tablones, la propia cabaña, hermética y de madera ajada por la intemperie, parecía en sí misma una obra de arte puesta en el jardín.
En el interior de aquel tinglado se almacenaban miles de fotografías ordenadas en cajas de plástico etiquetadas o acumuladas en montones indescifrables. Sólo la danza acompasada que Shulman comenzó a interpretar cuando entramos en él, localizando aquí y allá cada una de las imágenes que nos quería mostrar, nos convenció de que aquel era el mejor de los museos imaginables para aquel acopio de estampas. Al fin y al cabo, qué edificio podría albergar medio siglo de la mejor arquitectura americana del siglo XX sin salir mal parado en la comparación.
Aprovechando algo de luz en la oscuridad, el fotógrafo desvelaba hábilmente la imagen deseada, cuando alguna de aquellas placas era atravesada por el haz luminoso el espacio parecía inflamarse, el habitáculo se convertía entonces en el único lugar posible para aquella colección, una cámara oscura encendida por la exposición a la luz de las imágenes. Shulman nos confesó su temor a un incendio, aunque sin perder la sonrisa, sabía que su obra hacía tiempo que había escapado de aquel museo doméstico.
Tres meses después de la muerte de Shulman, el 18 de octubre de 2009, ardió un barracón con la obra de toda una vida. No fue en Los Angeles, sucedió en la zona sur de Rio de Janeiro y en este cobertizo se encontraban dos mil obras de Helio Oiticica, entre pinturas, material audiovisual, instalaciones, libros, proyectos y anotaciones del artista, todo ello valorado en unos 200 millones de dólares, según estimaciones de la familia. Como una premonición, entre las obras calcinadas se encontraban algunas de sus Bolas de Fuego o Bólides, un conjunto de objetos que Oiticica denominaba “Trans-objetos” en los que el color de aquellos estaba aparentemente “inflamado” por la luz, al decir del artista.
Estos Bólides incluían una serie de cajones o paneles que al retirarse revelaban su contenido (tierra cruda, pigmento en polvo, cáscaras…) o los diferentes colores con los que estaban pintados. No es difícil imaginar en los Bólides de Oiticica la arquitectura de un museo: un cofre hermético que al desplegarse y descubrir sus compartimentos nos permite observar texturas y colores que se inflaman bajo la luz. Como si la escala no existiera, no hay diferencia esencial entre un Bólide, el cobertizo de imágenes encendidas de Shulman y algunos de los mejores cofres de la modernidad como el Museo Whitney del arquitecto Marcel Breuer en Nueva York, los tres esconden materia teñida del aliento de la emoción que espera ser descubierta.
Acumulamos cosas en cofres porque tenemos esperanza de futuro, porque aspiramos a contemplarlas en adelante bajo una nueva luz, el museo, entendido como arca que encierra un repertorio preciado, al contrario de lo que cabría pensar, no rememora un pasado ni recrea un presente sino que se convierte en un artefacto para transportarnos al futuro, para enviar un mensaje a aquellos que nos aguardan en adelante.
Al fin y al cabo, qué pretendía Duchamp al idear la Bôite en Valise más que empaquetar el presente para que pudiera ser transportado hacia un futuro, o qué son las Cajas de Joseph Cornell sino un modo de dotar de un mañana a los recuerdos encontrados del pasado, una suerte de sonda Voyager que retornara a nosotros mismos en tiempos venideros para contarnos quiénes fuimos.
A unas manzanas del cofre de Marcel Breuer en Nueva York, en el Bowery, los arquitectos japoneses del estudio SANAA apilaron varios cajones donde guardan objetos. En el frágil equilibrio fingido del Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York, unas cajas blancas se desplazan respecto a otras permitiendo la entrada de la luz y el encuentro con la ciudad.
Desde las lejanas perspectivas de la calle Prince, al fondo, se divisa el conjunto de cofres acopiados y herméticos que contradicen la escala de la ciudad y parecen guardar sus reliquias. En el lugar de trabajo de estos arquitectos se acumulan maquetas de este proyecto que se confunden con su propio almacén, son montones de cajas de cartón amontonadas que en su materialidad humilde remiten a su fin último: acoger objetos que guardar para un futuro.
El tamaño vuelve a no importar, Shulman, Oiticica, Cornell y Duchamp, junto a los arquitectos japoneses Sejima y Nishizawa, comparten fascinación por aquellos lugares opacos e impredecibles que esconden un tesoro. El origen de cada uno de los cofres aquí reunidos es dispar, el motivo que empujó a Duchamp a encerrar su obra, nunca conocido del todo, apenas tiene que ver con el de los Bólides de Oiticica o el apilamiento de cajas de SANAA, sin embargo, existe una razón arquitectónica común a todas ellas, que también residía primigenia en el menudo museo de fotografías de Shulman, es el misterio del espacio oculto e impenetrable, el lugar denso que espera ser descubierto en un mañana para inflamarse bajo la luz.
De la arquitectura al museo. Huellas | María González-Juanjo López de la Cruz
Nota: De la arquitectura al museo. Cofres, es la segunda de tres partes de un texto publicado originalmente en el nº6 de la revista de arte contemporáneo La raya verde en abril de 2013, titulado De la arquitectura al museo. Ausencias, cofres y huellas.