Una tienda de campaña en Reinante y la casa de vacaciones de la familia Meijide en Barreiros
Tenía diez u once años cuando pasé mi primer verano en Galicia en 1979, el primero en el que también empecé a pensar en la arquitectura al margen de los recuerdos de las obras de ingeniería que había visto acompañando el entorno de trabajo de mi padre. Me explico, empecé, ese verano, a ver la arquitectura no en la intuitiva manera en que Aldo van Eyck nos indica que los niños descubren las cuestiones básicas de la arquitectura, antes de los cinco años, como juego exploratorio del arriba y abajo, del dentro y fuera, sino mirando algo más allá, con la vanidad que te da esa edad fronteriza en la que ya te dejan tener y manejar tu primera navaja, aunque realmente no corte.
A partir de ese primer verano, visitamos a nuestra familia que pasaban sus días de descanso en la costa de Lugo de una manera diversa y casi contrapuesta, pues mientras, una parte de mis tíos y primos hacían acampada en el antiguo camping de la dunas de Reinante, otra parte de la familia residían en algunos de los pequeños chalets de playa de la colonia de Barreiros, también inmediatos a la playa.
Esas dos formas, vamos a decir de estar, de pasar o localizarse temporalmente para el descanso, bien en un camping o bien en una casa de veraneo eran obviamente parecidas en el objetivo del propuesto descanso estival pero, en el fondo, muy diferentes en su forma de conseguirlo. Hoy, con la distancia y el tiempo de por medio, lo que me sigue interesando desde la arquitectura es lo mismo que me enriqueció y sorprendió como niño aquel verano y los sucesivos, viendo la diferencia, entre dos maneras de estar en el mundo, una más estática y otra más nómada. Muy especialmente, me sorprendió y sigue haciéndolo, la riqueza en sensaciones del aprendizaje del habitar frágil y fronterizo en una tienda de campaña o en una roulotte, dentro de un espacio colectivo de responsabilidades cívicas comunes y sencillas de un camping, que es una ciudad en miniatura. Aquellos días afloró en el niño ciudadano, no arquitecto, el sentimiento de lo básico a través de la habitación, en un espacio mínimo construido por una estructura ligera que mantenía los sentidos a flor de piel al borde de lo posible. Una arquitectura que está mucho antes de llegar a la imagen de la arquitectura, escuchando y sintiendo la naturaleza casi entrar en la casa circunstancial y al mismo tiempo ofreciendo una sensación de protección y de gran resistencia, que consiguen estas estructuras tan sencillas, frente a la adversa climatología y geografía inmediata exterior.
Todo esto era así en las visitas y estancias más o menos prolongadas en el camping, algo muy fácil de comprender para un niño, una arquitectura que todo lo resuelve con una técnica que casi parece un juego. Sin embargo, nada de esta alegría de lo fronterizo parecía suceder en los tiempos de estancia en las residencias “estables” en la colonia de chalecitos de Barreiros.
Aquella era otra forma de pasar las vacaciones en una pequeña y densa trama de pequeños chalets sin mayor interés arquitectónico pero que manteniendo una densidad en la agrupación se demostraba muy respetuosa con el territorio y geografía inmediata que años después dejó de existir… En estas otras visitas o estancias, no veía yo ninguna riqueza ni alegría mayor de la que me proveía el estar de acampada, ni en el todo, ni en la particularidad de ninguna de aquellas casas, con una única excepción. Esta excepción, sin embargo, está de alguna manera igualmente clavada en mis recuerdos tanto como el habitar enriquecedor en el camping, una pequeña casa con la cubierta de chapa dentro de aquella colonia al borde inmediato del mar.
Digamos que a los ojos de un niño aquella casa era diferente a las demás, y para mis compañeros de verano, otros niños que residían en el resto de casas vecinas, aquella era una casa algo extraña o rara vista según los tópicos del imaginario pequeño burgués de la época. Para mí, que ya había aprendido a escasos metros a habitar la arquitectura frágil pero real de la roulotte y las tiendas de campaña, por el contrario, aquella casa era de una gran proximidad tanto en la expresividad formal de su cubierta como en una intuida alegría del habitar que tenía que ver con esa declarada forma.
Desde aquel entonces no volví ni a Barreiros ni a Reinante hasta casi veinte años después, ya no existía el camping de las dunas de Reinante, (algo que no era del todo incompatible con el entorno y, sin embargo, a cambio sí existe una autovía que llega directamente a la playa de la catedrales un espacio al que no se debería acceder de esa forma o de casi ninguna que no fuera peatonalmente), tampoco existía ya el Barreiros que conocí, el paisaje y la geografía natural inmaculado y fronterizo a la costa, que quedó arrasado por una especulación voraz y una falta de control y responsabilidad pública por todos conocida. Sin embargo, sí seguía existiendo la pequeña y densa colonia original donde recordé que se encontraba emplazada aquella casa, ejemplo de que no es imposible construir con respeto y sentido común al borde de cualquier geografía natural.
Creo que la curiosidad me llevó a visitar aquella casa empujado por un recuerdo amable de la infancia, y de mi primer contacto con la arquitectura de lo nómada que ahora sé que está muy cerca de la arquitectura culta. Y allí estaba, casi perfecta, resistiendo no únicamente al paso del tiempo sino muy especialmente a la desnaturalización del espacio por la mano de la codicia de la construcción deshumanizada de aquellos años. Supe por entonces que aquella casa era el refugio de vacaciones del arquitecto Carlos Meijide (y su familia), y entonces comencé a entender de otra manera la casa que sin embargo ya conocía con la mirada del niño que antes referí.
No era muy diferente a lo imaginado, porque al contrario de las que la rodeaban esta casa nos dice sin entrar lo que es. Es una de las pocas casas que he conocido más tarde como arquitecto, de la que no necesito saber casi de su planta, sólo de la sección expresada en su cubierta, para conocer cual es su verdad. Los quiebros de esa cubierta que son la expresión de una sección que no sólo mira en horizontal, sino en diagonal y vertical, hablando de la razón del pensamiento profundo de la arquitectura con la misma alegría y sinceridad con la que un niño aprende arquitectura en una tienda de campaña sin saber todavía lo que es la arquitectura.
Quiebros que son expresión de la procura de ventilación, de iluminación, de respiro del breve y austero programa expresado en una sencilla y perfectamente articulada planta, dentro de una escasísima parcela. Esa alegría e inteligencia que transmite con su ausencia de pretensiones, dentro de su contemporaneidad, es la que hace de ella todavía hoy, cuarenta años más tarde, una arquitectura de gran intensidad y de riquísima lectura.
Para definir y conocer otros aspectos de la casa, creo basta una breve descripción, técnica y de las sucesivas adaptaciones de la construcción al paso del tiempo, facilitada por el estudio Jorge Meijide-Patricia Marichalar custodios del archivo Carlos Meijide y prolongación natural de la categoría del oficio este gran profesional:
«La casa nunca sufrió modificaciones en su planta ni secciones desde su construcción (de mano de dos únicos albañiles que hicieron todo), pero si en su aspecto exterior, de inicio la cubierta, de chapa de acero plegada Lesaka, estaba pintada en color marrón «chocolate claro» y las contras exteriores de las ventanas en el color natural del pino tea simplemente barnizado .Mas tarde, en la época de las fotos de este reportaje fotográfico presente, en torno a los años ochenta (algo más de diez años desde el inicio de su construcción), la chapa de cubierta, deteriorada por el salitre en aleros y encuentros varios, se repara con fibra de vidrio y se pinta de gris naval oscuro. Las contras, después de años de lijados y barnizados, se pintan de rojo, esto sigue así hasta que en el año 2000 se decide cambiar la cubierta a cobre y eliminar el granulite, ya bastante descompuesto, de las fachadas.«
Carlos Meijide, malogrado en la juventud de su madurez, es un arquitecto cuya obra está por abordar y estudiar de manera científica. Un arquitecto que tiene mucho todavía que enseñarnos a través de muchos de sus proyectos y construcciones casi desconocidas.
Carlos Meijide fue un arquitecto de profundo oficio y cultura arquitectónica, compañero y maestro de varias generaciones de arquitectos, que sigue siendo capaz de emocionar con sus obras a los ciudadanos que las viven, como habitantes o ciudadanos, igual que a los niños de diez u once años…
Luis Gil Pita. arquitecto
santiago de compostela. noviembre de 2012
nota:
La planta, secciones, detalle de estructura de cubierta, axonometría y fotografías escaneadas son documentación gráfica original, sin redibujar del archivo actual de Mejide-Marichalar Arquitectos.