Segunda deriva. Proclamación de nuestro santo patrón | Borja López Cotelo
La pareja conversaba en voz baja. En el antebrazo del hombre distinguí un tatuaje azulado: Britannia rule the waves. Eran ingleses, casi ancianos. Él parecía explicar algo acerca de un cormorán que, con las alas extendidas como un Cristo, tomaba el sol frente al barrio de San Roque. Se habían detenido en la coraza del Orzán, último vestigio de un sistema defensivo que durante siglos tuvo como principal objetivo evitar que la ciudad cayese en manos de los tatarabuelos de estos septuagenarios cruceristas. La historia es caprichosa, pensé.
Tercera deriva
En ese resto del baluarte del Caramanchón empezó mi tercera deriva. Desde allí observé la fachada trasera del instituto Eusebio da Guarda; algunos arcos de su soportal -recordé- pertenecieron antes al claustro interior del Hospital de Caridad, construido en la hoy llamada calle Hospital a finales del siglo XVIII. Me pregunté si Victor Hugo, al definir la arquitectura como pensamiento escrito en piedra, se habría cuestionado qué sucede con ese pensamiento cuando se desmantela un edificio y sus piezas son llevadas a cualquier otra parte:
¿se emborrona esa escritura? ¿Se convierten esas piedras en unas piedras más distinguidas, con una historia que contar a los nietos de quienes las colocaron allí?
La ciudad anfibia
En cualquier caso, ni esta fachada es un caso único en la ciudad ni se trata de un vicio endémico de A Coruña: esparcidos por Roma como cenizas de un gigante -al fin y al cabo, eso son- se encuentran cientos de sillares que siglos atrás formaron parte de los insignes muros del Coliseo.
Con estas ideas rondándome la cabeza seguí camino en paralelo al instituto, del que me separaban cinco carriles atestados, un río de vehículos como aquel que Borges comparaba con el insuperable Aqueronte. Daba miedo incluso mirarlos. En realidad, solo los milagros que tienen lugar de tarde en tarde devuelven temporalmente a la vida esta circunvalación disfrazada de paseo marítimo. Suceden cuando algún temporal ultramarino se asocia con la pleamar para desperdigar arena y algas por la calzada. El Atlántico se desborda como un río cualquiera, y recorrer las aceras a la mañana siguiente es dar un paseo por el fondo del mar. Si uno inspira una bocanada de ese aire lleno de hidrógeno y sal, tiene la sensación de sumergir la cabeza en el océano.
Por desgracia, se trata de maravillosas excepciones. No hubo suerte ese día. Así que en cuanto tuve ocasión, atravesé la carretera, esquivé la descabellada torre Siso y emboqué la calle -oficialmente avenida– Rubine. Este es uno de los puntos más peligrosos del planeta, nadie me convencerá jamás de lo contrario. El viento, las treboadas, entran por aquí como Perico por su casa. Se diría que es en este preciso lugar donde nacen los ciclones que más tarde arrasan Florida o los tifones que periódicamente arruinan alguna ciudad costera japonesa. Los marinos antiguos adornaban su oreja con un aro cuando lograban doblar el Cabo de Hornos; quienes remontamos frecuentemente esta esquina -me dije convencido- deberíamos recibir el mismo reconocimiento.
Rubine es una calle recta, umbría y ruidosa que los caminantes atraviesan con prisa, como contrariados. En otros tiempos albergó una casa de baños -que ofertaba entre sus servicios tentadores baños de algas-, la escuela de Las Terciarias, el cine Riazor, la sede del Ideal Gallego e incluso las vastas instalaciones de una fábrica de chocolate; fue precisamente su fundador -Fernando Rubine y Firpo, fallecido en 1885- quien acabó por dar nombre a la que en origen se llamó calle Riazor. Pero nada queda de eso. Anónimos edificios de viviendas, más altos de lo que recomendaría el ancho de la avenida -o el simple sentido común- han hecho de Rubine este territorio hostil, esta Comanchería en la que casi nadie se detiene. A excepción, claro, de quienes vivimos en ella.
En su confluencia con la plaza de Pontevedra, sin embargo, conserva un delicado vestigio de tiempos mejores: la casa Salorio. Este edificio residencial, firmado por Antonio López Hernández en 1912 y reformado trece años más tarde por Pedro Mariño Ortega, soporta con serenidad la acometida del gigantismo edificatorio desde mediados del siglo XX. Es un dandi flemático en medio de una turba de barras bravas. Su cubierta de zinc, los remates de su galería -tan parecidos a mascarones de proa- y un ojo de buey que mira de soslayo hacia la calle Modesta Goicouría traen a la mente un acorazado que por error hubiese encallado ahí donde antes llegaba el mar del Orzán.
Su bajo lo ocupa hoy una casa de apuestas, contigua un bingo que -como por arte de magia- ha cruzado la calle tras años en la acera de enfrente. El juego, detonador de alegrías desmadradas y llantos infantiles, parece estar también en la genealogía de Rubine. Solo así se explica el Deportivo escogiese una esquina de esta calle para instalar sus oficinas. Al pasar frente a ellas recordé, siempre lo hago, que este club degolló gigantes y bajó a los infiernos. Varias veces en unas pocas décadas. Reviví mil caminatas mecánicas hacia Riazor con la duda de si esa tarde vería al Doctor Jekyll o a Mister Hyde. Nos guste o no -medité a continuación-, nada ha conseguido incrustarse en la identidad de las ciudades durante el último siglo como sus clubes de fútbol: son idiosincrasia, memoria colectiva, motivo de orgullo o chivo expiatorio, según corresponda. Todo el mundo, incluso los profanos, tiene una opinión al respecto cada lunes. Poco tiene que ver en ello su belleza: solo quienes se acostumbraron a ganar lo bautizaron jogo bonito. Al contrario, el fútbol es más bien feo, pero detectó como ningún otro deporte los poros de la sociedad surgida de la Revolución Industrial y se coló por cada uno de ellos. Incluso hoy, asomado temerariamente al abismo mercantilista, su fuerza no es el dinero que florece en torno a él sino el estado de ánimo de un hincha el día después de cualquier partido. En su ensayo El ballet de la clase obrera, el filósofo inglés Simon Critchley da en el clavo al afirmar que
El fútbol es una ruptura temporal con la rutina diaria: estática, evanescente y, sobre todo, compartida.
Parafraseando a Baruch Spinoza, lo define como una maximización de las intensidades de la existencia. Concluye que
El fútbol tiene que ver con experimentar una decepción en el presente que se liga a un cierto recuerdo, sin duda ilusorio, de grandeza y virtud heroica.
Aunque cueste creerlo, Critchley no es del Deportivo.
Yo admiro del fútbol, sobre todo, su inagotable capacidad para engendrar héroes y villanos. En A Coruña, una noche de 1994, un serbio falló un penalty que valía una liga y más tarde se casó con el verdugo; aquel imprudente giro de guión lo convirtió en el serbio más deleznable en los anales de la memoria local, dejando en nada a ese tal Gavrilo Princip cuyo único pecado fue descerrajar dos tiros que sirvieron de pistoletazo de salida a la Primera Guerra Mundial.
Las artes son el otro gran vivero de héroes y villanos de nuestro tiempo. En A Coruña vivió uno de los grandes artistas del siglo XX, Pablo Picasso. Me acordé de él al acercarme a la plaza de Pontevedra, compartida entre la armonía y la indiferencia por gente tan diversa que uno juraría tener ante sus ojos la cubierta del Pequod. Fue en el Eusebio da Guarda – cuya fachada principal, tras un recorrido casi circular, se abría frente a mí- donde Picasso estudió entre 1891 y 1895. Miré distraído las arcadas de su alzado simétrico, la exuberancia vegetal de sus relieves y el sereno reloj que gobierna la plaza. La planta baja del edificio albergaba a finales del siglo XIX la Escuela de Artes y Oficios en la que José Ruiz Blasco, padre de Picasso, fue contratado como profesor de dibujo. Esto implicó el traslado de toda la familia al córner noroeste de la península Ibérica. Me pregunté cuánto frío habría pasado el desdichado niño en esta ciudad. Quienes hemos madrugado aquí sabemos lo mal que se llevan las mañanas heladas camino del colegio, por mucho que uno intente crispar los puños dentro de los bolsillos. Para su alivio, Picasso vivió en la inmediata calle Payo Gómez; para su desgracia, uno de esos inviernos se rozaron los cinco grados bajo cero. Demasiado castigo para un malagueño que además vivió aquí el gran trauma de su infancia, el fallecimiento de su hermana Conchita.
Nada de eso, supuse sobre la marcha, contribuyó a despertar en él un excesivo apego por A Coruña. Algo que demuestra -deduje a continuación- la paloma que alza el vuelo en forma de escultura frente al instituto Da Guarda, convertida en síntesis e icono de la producción artística de Picasso. Porque un coruñés habría escogido en su lugar una gaviota; y hoy todo el mundo recordaría la gaviota de Picasso, la gaviota de la paz que en vez de una adusta rama de olivo sostendría en su pico una sardina centelleante.