“Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues —¡con qué placer y alegría!—
a puertos nunca vistos antes.”(C. Kavafis: Ítaca)
El anhelo por conocer la gran Roma seguramente llevó al gallego Ramón Vázquez Molezún (1922-93) a la ciudad eterna tras la obtención de una beca de posgrado para la Academia. Pero, escuchando los consejos de Kavafis en Ítaca, no apresuró su viaje sino que dilató su estancia entre 1949 y 1954, ansioso por descubrir lo que entonces la España de autarquía y posguerra le negaba. Lo que pudo ser interés, inicialmente, se convirtió en una auténtica pasión; y acaso, más tarde, en toda una forma de vivir.
Me atrevería a decir que la casa que se hizo construir en la playa de Beluso en Bueu, conocida como “La Roiba” (1969), es el hábitat apropiado para un viajero. La ría de Pontevedra en la que se había criado de niño iba a significar el retorno al hogar tras un largo, largo viaje, de casi cincuenta años de vida nada menos, acompañado ahora ya de su propia familia. Todo aquel tiempo transcurrido le había servido para entender que la vida es un mero tránsito, para el que apenas se precisa equipaje. Y lo sabía de veras, pues se recorrió media Europa a bordo de su querida Lambretta, una moto que solía fotografiar, cual fiel compañera de aventuras, junto a los edificios (modernos y antiguos) que iba visitando.
“La Roiba” se levantó sobre unos muros de contención de una antigua fábrica de salazón que permanecían en el lugar elegido por el arquitecto. Aquellos restos se aceptaron como propios, sirviendo de firme ancla a la casa que iba a reposar encima. Uno de pronto recuerda a Ridolfi adoptando una actitud semejante en su “villino Alatri”, que justo acababa de terminase en la Roma recién descubierta por Vázquez Molezún a su llegada. Solo que aquí, en su paisaje natal, el arquitecto coruñés quería afirmar los valores naturales del lugar, dejándose impregnar por el oleaje, por las rachas de viento del océano, por la luz que se filtra entre las fugitivas nubes de la costa gallega. Aunque a menudo se alude a la metáfora del barco varado, nada hay aquí de “arquitectura por la arquitectura”, sino todo lo contrario: es la antítesis del magnífico Club Náutico de San Sebastián (1928), de Aizpurúa y Labayen.
Más que una casa, es un refugio, una promesa de habitar rozando la experiencia náutica. El escaso equipaje del viajero no demanda espacio para grandes posesiones en su interior, solo lo imprescindible. Una escueta terraza para sentir ese contacto íntimo con el lugar, unos vidrios a la altura de la vista para disfrutar del panorama mientras se descansa sentado en su exiguo salón, algunos camarotes donde pasar la noche. Abajo, un espacio de almacén para sus barcas, confinado por los vetustos muros que nunca llegaron a impedir la entrada del mar cuando éste llamaba a la puerta. Solo el color blanco y el gesto inclinado de su tejado, única diagonal de su perfil, revela su predisposición a erigirse en una casa, levantando su volumen como lo hacen las velas de las pequeñas embarcaciones; aunque, en realidad, ese espacio elevado de la casa es el verdadero puente de mando, el reducto del capitán Molezún. Ese hombre que un día quiso hacerse viajero sin saber que, en el fondo, acabaría siendo marinero.
Rodrigo Almonacid [r-arquitectura] · doctor arquitecto
valladolid. julio 2014