1.
El homo sapiens, el ser humano, lleva 200.000 años sobre la tierra, aunque de alguna manera nuestra historia puede que comenzara hace tan sólo 30.000, en ese remoto instante en el que un primer antepasado sintió la necesidad de representar, exteriorizar y plasmar su pensamiento, en aquel momento en que su inteligencia supo traspasar el límite animal y actúo para satisfacer, no ya sus instintos más primarios, sino su intelecto, su creatividad y su espiritualidad.
Aquel primer humano vivía al abrigo de una gruta, en el interior de una montaña, en un lugar en forma de matriz, de regazo, de caverna uterina, depositaria de los misterios de la concepción, del embarazo, de los nacimientos periódicos y de la general renovación fecunda de la vida. Recogiéndose en aquel espacio seguro, progenitor, extendió su mano, abierta y fortuitamente mal herida, buscando la superficie protectora que le envolvía, y halló el rojo de esa mano en negativo sobre el muro, se encontró con una expresión de sí mismo, de su naturaleza. Esa respuesta del muro a su propio ser , ese espejo virtual de su realidad, se tornó en obsesión, y su mano – ya sin heridas – se juntó repetidamente con la roca mientras la otra espolvoreaba pintura roja alrededor, para obtener como resultado una silueta, una figura sobre un fondo, una imagen.
La superficie mural que le acogía ofrecía un repertorio de formas huidizas que se renovaban a la luz caleidoscópica de la fogata, pronto, emergieron de las paredes y de los techos todo un cortejo de animales avivados por su imaginación, las protuberancias de la cueva le recordaban, bajo el efecto rasante de la luz, aquellos seres que le fascinaban y que constituían el objeto de su veneración. La sustancia mural, el relieve incierto, cobró sentido a través de un trazo perimetral, como aquel que había inmortalizado la mano, de una línea que dibujaba las figuras que iban a permanecer allí por el efecto de la delineación del contorno, un borde visual que designaba la frontera entre dos superficies de luminancia diferente. La imagen estaba allí, creada por él. Un gesto abstracto e inteligente, la línea, le había permitido dominar el contorno, las figuras, y con él poder formar imágenes, mímesis de la realidad. Como consecuencia buscó el color en sus iconos, más aún, no necesitó encontrar sus figuras en los caprichosos relieves, las labraba él mismo en la superficie rugosa de la cueva, en las rocas, y más allá, empezó a pintar contornos tomando como modelo su prolija imaginación, las superficies, los soportes de tales creaciones, eran elegidos por su localización y se ensayaron variadas composiciones. Su fiebre albergó la posibilidad de simplificar sus trazos, e inventó guarismos, signos inequívocos con sentido particular, maneras de esquematizar y convencionalizar conceptos. De igual manera, el tamaño, la magnitud de sus representaciones ya no dependía de la dimensión del soporte encontrado sino de sus múltiples intenciones. En definitiva, un campo creativo inmenso se abría ante sí.
El hombre había encontrado un modo de representar el mundo, había inventado la convención de la línea como contorno, utilizaba sus herramientas de labra para conseguir relieves, delimitaba imágenes de los seres y los objetos, inventaba símbolos y con ello, conseguía hacer de la realidad algo realmente suyo, inteligible y cercano. Había encontrado una manera consciente de relatar y evocar sus vivencias, de explicar sus ideas. Y todo ello en el interior de su cueva.
2.
Todavía no se había alzado la mano en invocación abierta al cielo cósmico, en reconocimiento del firmamento soleado o estrellado como genuino techo del mundo. Por el momento, la caverna (como lugar) era el templo y la guarida, la presencia mural albergaba lo sagrado y lo profano, y el mundo, el cosmos, no había surgido fuera de la matriz, los inicios de toda civilización se hallaban en gestación pero el embrión era portador de grandes mensajes; la pulsión icónica aparecía con fuerza para satisfacer su anhelo creador, aquello que le diferenciaba del resto de los seres.
Si atendemos a Worringer, que enuncia la idea de que la abstracción en el hombre primitivo va estrechamente unida a la angustia cósmica, se puede explicar como aquel hombre de las cavernas, que se hallaba perdido y espiritualmente indefenso, acudió a la abstracción como manera de superar la incertidumbre. En medio de las cosas del mundo, únicamente experimentaba oscuridad y capricho, no comprendía las leyes que gobernaban su vida y en su entorno reinaba un cierto sentido del caos. En tales circunstancias, el hombre no tardó en darse cuenta de que el orden que no encontraba fuera, en el universo, podía sustituirlo por el orden que él mismo era capaz de crear. Los símbolos, las imágenes, fueron un arma con la que profundizar en el perseguido orden artificial. Durante la prehistoria la abstracción ha de ser entendida como una necesaria reacción a la percepción caótica del mundo.
Efectivamente, desde la contemplación de los resultados, se había logrado inconscientemente una gran abstracción. Abstracción en la forma de sus signos y símbolos, plasmados con profusión desde los albores de toda representación, y desde luego en la simplificación y concentración de las formas naturales que imitaba. Porque el concepto de lo abstracto está por un lado en la búsqueda de la totalidad, como proceso de encuentro con lo general, lo inevitable, lo esencial, a través de prescindir de lo particular, lo accesorio y lo accidental, y por otro, en la búsqueda de la especificidad, del aislamiento de las partes del conjunto, una vez escogidas, para tratarlas con mayor intensidad. Ambos modos de abstracción fueron combinados con el recurso de la transparencia, es decir, mostrando los seres que se representaban no tanto por lo que se veía de ellos sino por lo que se sabía que contenían, mostrando simultáneamente el interior y el exterior, y de la misma manera, con la obsesiva superposición de figuras en búsqueda de la representación del movimiento. Se trataba de un mundo más cercano al modo de representación infantil pero claramente ligado a una profunda necesidad de expresión.
La arquitectura debió nacer entonces. No es difícil imaginar el momento en el cual el hombre emergió de su morada natural, de su maternal caverna, para emprender un largo y complejo camino, material y psicológico, de construcción de su propio hábitat. Con sus habilidades renovadas, capaz de encontrar sentido a su entorno a través de la fabricación de sus imágenes debió hallar de nuevo en la naturaleza un modelo a imitar, un campo de interpretación. Las imágenes, las percepciones visuales, la generación de representaciones, en definitiva, la formación de ideas, debieron permitir al hombre inventar nuevas maneras de entender y por tanto de vivir.
Como si de la abstracción de la línea de contorno y el significado de sus símbolos se tratase, el hombre pudo descubrir intuitivamente lo que hoy entendemos por el orden y el número, el cómo y el cuánto, el medir y el contar, aquello con lo que se vence la indeterminación, con la que se puede crear de la nada. Se abría un camino de hallazgos formales con un fin todavía indeterminado.
Según Giedion, el origen de la arquitectura (y el comienzo del arte en general) parte de resolver el problema, fuertemente arraigado en el espíritu humano, de la constancia y el cambio. En la prehistoria, la separación entre la creencia y la realidad no estaba todavía acentuada. Es por ello explicable que la primera morada del hombre, la caverna, ese espacio naturalmente habitado en el interior de una montaña, ese enterramiento voluntario, esa protección pétrea, refugio de la vida y de la muerte, de sus representaciones y de sus ideas, generara una fuerte imagen latente, un carácter determinante en las primeras manifestaciones arquitectónicas.
Las formaciones megalíticas del neolítico europeo, las construcciones más arcaicas que se puedan encontrar, parecen ser el resultado evidente de esta idea, de esta imagen. Desde luego que no es fácil desentrañar la compleja evolución de la morada humana, se sabe que los primeros vestigios acudían a formas circulares u ovaladas enterradas, a formas parecidas a nidos; se arañaban cavidades y se cubrían precariamente a partir de la construcción, de la utilización del mundo material, huyendo paulatinamente del aprovechamiento de las formas naturales. Sin embargo, la más paradigmática y duradera, el dolmen, esa construcción incipiente que hoy aparece casi siempre reducida a gigantescas rocas horizontales apoyadas milagrosamente por otras en penosa verticalidad, podemos comprobar que se construía realmente con el ánimo de formar una cámara de piedras colosales que, clavándolas en el suelo y levantando grandes losas por techo, se cubría posteriormente con un montículo artificial de tierra aportada o túmulo. Este montículo que albergaba un espacio interior, lugar de culto, estancia y enterramiento, construido por el hombre prehistórico a partir del único modelo que podía conocer, supone un nuevo acercamiento al mundo de las imágenes para la consecución de un mundo personal, en una elocuente interpretación de la naturaleza y una eficaz transposición de sus experiencias vitales. Había creado su montaña y había conseguido, ingeniosamente, habitarla. Y al hacerlo, volvió a pintar y esculpir relieves en sus paredes, y con todas esas imágenes logró tomar consciencia de su presencia.
3.
Una de las civilizaciones más arcaicas, la egipcia, tuvo que ser la heredera de los oscuros milenios de creatividad prehistórica. Al igual que sus antecesores, sus construcciones albergaban tanto lo humano como lo divino, la vida y la muerte, y desde luego su concepción no se alejó de los principios del relieve, tan primordiales para sus antepasados; se puede comprobar que sus leyes de composición eran idénticas. Las irregulares paredes rocosas prehistóricas se convirtieron en superficies pulidas y planas, y los relieves se perpetuaron, de igual manera, incrustados en los muros. La síntesis de pared, escultura y estructura llegó entonces a una elocuente perfección. Pero lo más clarificador puede que sea que su más ancestral construcción, la pirámide, se convirtiera en la descendiente directa de la imagen de la que provenía el dolmen. De nuevo, una montaña construida envuelve un espacio enterrado especialmente erigido para albergar la representación de la realidad, el hombre frente al mundo. La caverna artificial, profusamente decorada, es nuevamente el centro que hay que proteger, el lugar que hay que destacar. La abstracción de la montaña habitada se convierte en una figura geométrica sofisticada, de gran precisión y cuidado tamaño, su construcción se confía al apilamiento de piezas, y es su silueta (el orden) y su volumen (el número) lo que se depura. La pirámide supuso el triunfo de la forma abstracta pura, y su absoluta sencillez fue imposible de mejorar.
Pero un cambio fundamental se fue gestando desde las primeras mastabas egipcias, cámaras sencillamente enterradas, hasta las grandes pirámides de Gizeh, una idea anclada en el inconsciente que determinaría un principio organizador básico: la vertical. Hay un enorme salto entre el concepto de mastaba y la primera pirámide escalonada de Zóser, el apilamiento de un mismo elemento que se iba reduciendo de tamaño al ganar altura iba a suponer un germen; el tamaño, la escala y la proporción empezaron a tener importancia, y así, la imagen de la gran montaña erigida por y para el hombre destacó fuertemente en los grandes espacios abiertos de un país colonizado por el desierto, se expuso erguida y en posición dominante y su exquisita geometría produjo una gran tensión en la naturaleza circundante. De esta manera, el hombre miraba altivo en su posición natural, la vertical. Así, lo que empezó siendo una inteligente pero tímida interpretación de la naturaleza llegó a dotar al hombre de un fuerte sentimiento de dominación y de poder.
En la Mesopotamia de aquel tiempo se siguió un camino paralelo. El zigurat, construcción de alguna manera hermanada con la cultura egipcia, respondía también al sentido de erigir volúmenes macizos situados libremente en el espacio, pero con algunas diferencias con respecto a la pirámide. Su origen parece ser común, pero su desarrollo supuso un cambio de mentalidad. El zigurat surgió dentro de un recinto de diferentes construcciones, parte de un organismo ciudadano, mientras que la pirámide se alzaba solitaria separada de los asentamientos localizados. La pirámide era inaccesible, no se podía penetrar ni utilizar. Al zigurat, por el contrario, se subía. Se trataba de una torre compuesta de una serie de plataformas escalonadas con un templo en lo más alto, ya no en su interior. El espacio sagrado, la cueva, emerge de las entrañas de la montaña para colocarse en su cúspide. La vertical, el dominio, ya no es solamente visual, se manifiesta con la acción del hombre. Elevarse, después de enterrarse, sería desde entonces un anhelo permanente, una definitiva forma de expresión arquitectónica.
Mucho más tarde, en la Grecia clásica, los templos se erigieron curiosamente del mismo modo: aprovechando el alto de una montaña, esta vez natural, en un promontorio que dominara el paisaje, pasando a formar parte de él. Los griegos nunca imaginaron sus templos independientemente del lugar, valen tanto por la elección de su emplazamiento como por el arte que permitió su ejecución, y no cabe duda de que su preocupación fundamental fue armonizarlos con el paisaje. De esta manera, y sin entrar a interpretar sus maneras, la cultura helénica recogía la tradición de lo telúrico, la que tenía su origen en emerger de la tierra y vencer a la naturaleza, en expresar la espiritualidad a través del acto de elevarse para mirar más allá. La que supo recrear un interior sagrado de penumbra, sede de las imágenes que se veneraban.
Lo sagrado ya nunca se desprendería de la vertical, colinas y elevaciones en todas las geografías servirían de base a todo tipo de arquitecturas. Estratégicas montañas señaladas por el hombre iban a representar su impronta, su característica presencia. Templos, basílicas, mezquitas, santuarios, monasterios y catedrales se recortarían en lo más alto de los lugares habitados. Promontorios tan privilegiados que asentarían una y otra vez, como si de estratos arqueológicos se tratase, los templos de cada civilización y cultura.
En la Edad Media reinó de nuevo una fuerte angustia cósmica, una gran abstracción. La desaparición de los Dioses paganos de las primeras culturas, casi humanos, próximos a la civilización y la morada del hombre, dio paso al nuevo y único Dios de occidente, con un carácter totalmente universal y sobrenatural, fuertemente inexplicable y generador de respetuoso miedo e inseguridad. En consecuencia, los edificios que se le dedican se construyeron bajo claves universalistas y tomando como referencia conceptos básicamente abstractos. El nuevo Dios no habitaba en la tierra y sus edificios fueron representaciones diversas de su morada. Al principio la basílica de los primeros cristianos representó la ciudad celestial, posteriormente la catedral gótica reproducirá el cielo, el paraíso idealizado, la materialización del origen (y el destino) del hombre. Y nos encontramos con que también ella es una montaña, una superposición vertical de estructuras que emerge directamente de una roca, de un peñasco o del suelo. Y como no, su interior aparece decorado con los multicolores iconos de sus constructores. Las imágenes, una vez más, hicieron posible y reconocible la actitud del hombre ante el mundo, representaron elocuentemente sus ideas.
Aquellos edificios construidos por civilizaciones con tendencia a lo abstracto tienen en común su referencia a lo cósmico, a lo universal por encima de lo concreto y lo cercano. La catedral parece salir del centro del mundo, y en su emerger al paisaje arrastra las figuras demoniacas que habitan en el interior de la tierra, gárgolas monstruosas evocan las fuerzas del mal. Su posición sobre el suelo es directa, sin podio de transición y su posición en el paisaje es la determinada por su presencia y las orientaciones. Es un edificio tan ligado a lo lejano, al cielo y al interior de la tierra, a lo invisible e intangible, como lo fueron las pirámides egipcias.
4.
En cada época, las normas imperantes han querido homogeneizar las representaciones icónicas, las imágenes dominantes en el subconsciente colectivo, en la cultura, y sus transgresiones han sido motivo de singularización y personalización. La voluntad de las vanguardias artísticas o de pensamiento ha sido siempre llevar su transgresión hasta el límite, creando fenómenos de extrañamiento que con el tiempo debían sedimentarse en la cultura. Lo atípico ha sido siempre el terreno de juego propio de la originalidad y la invención.
Asistimos hace aproximadamente cien años a una transgresión fundamental en el ámbito de las imágenes. A una revolución. Un síntoma claro fue el hecho de que la pintura abstracta o informalista evolucionara más allá de las imágenes icónicas que se habían caracterizado por su semanticidad, por representar algo que un observador podía llegar a reconocer. Esta nueva forma de expresión, que ya latía en el impresionismo al aspirar sólo a pintar la luz, partía de la base que las imágenes “dicen” no sólo a través de su expresión icónica, sino también a través de su expresión plástica (composición, color, etc.). Esta forma de pensar, esa tendencia a ir más allá, triunfó en nuestra cultura no sólo en la pintura.
Volviendo a la tesis de Worringer, la distancia con que se acertaba a vislumbrar los acontecimientos artísticos o creativos se puso en duda. La empatía, o lo que se ha venido a entender por naturalismo, es decir, la proximidad más absoluta, la mímesis con lo real, daba paso a la abstracción, que ocupaba un lugar muy alejado o claramente próximo pero siempre ajeno a la percepción inmediata. El arte procuraba la simplificación y la concentración, lo simbólico y lo conceptual, la transparencia y la simultaneidad.
Como en los lejanos inicios prehistóricos, los modernos artistas del siglo XX iban a descubrirse a sí mismos a partir de las imágenes. La abstracción se hizo fuerte de nuevo, y desde entonces, un mundo nuevo se ha gestado de manera vertiginosa.
Es necesario recordar que la arquitectura reciente sería difícil de explicar sin destacar algunos nombres. Un puñado de “maestros”, de carismáticos generales al frente de ejércitos de incondicionales, lograron producir el cambio de actitud que se venía gestando desde los siglos precedentes. El “L’Esprit Nouveau” fue el resultado de un largo ciclo de debates, intentos fallidos y experiencias múltiples. Fue el espaldarazo definitivo a varios siglos de indecisión y ambigüedad. Esos hombres “diferentes” supieron, por fin, abrir y consolidar nuevos caminos.
Le Corbusier fue uno de ellos, quizás el más notorio. Su obra y su pensamiento cambiaron el rumbo de la arquitectura de una manera muy simple: buscando los orígenes. Para él la arquitectura se ahogaba en las costumbres y una gran época iba a comenzar. Los estilos, decía, eran mentira y abogó por el espíritu del orden y la unidad de intención, para él los elementos que constituían la arquitectura eran la luz y la sombra, el muro y el espacio, y en ella imperaba el sentido de las relaciones y regían las cantidades. Tuvo una vida llena de invenciones y reinterpretaciones. Una búsqueda que estuvo muy lejos de morir con su persona.
La nueva arquitectura se independizó del suelo, del plano de apoyo, como si la fuerza más evidente y más concreta, la de la gravedad, hubiese dejado de existir. Todo se puso en duda. Los edificios se elevaban sobre pilotes, con voluntad de levitar, dejando pasar el territorio inalterado por debajo. Otras veces, se posaban o se anclaban al terreno, pero con independencia de él, como si se posasen elegantemente desde el cielo o emergieran abruptamente de él. Se eliminó cualquier axialidad, ya sea virtual o real, del edificio con el paisaje. Ambos se trataban como ajenos, resaltándose su autonomía. A su vez, los distintos volúmenes dialogaban entre sí tomando como referencia cuestiones como la orientación, la posición, o su proporción relativa. Primaba, por tanto, lo topológico por encima de las composiciones impuestas por el clasicismo, en las que el diálogo lo establecían los ejes estructurales. Se recuperó el valor de lo posicional, de la referencia cósmica que poseía la obra prehistórica. La nueva arquitectura guardaba una clara correspondencia con las construcciones megalíticas: carecía de códigos formales, lo que importaba era su posición y su orientación con respecto a lo natural. Se desprendió de lenguajes preestablecidos, de estilos, y se enfatizaron los aspectos ligados a la topología. Se recuperó la limpieza de la ornamentación y la búsqueda del origen de la forma.
El arte moderno y el primitivo son algo así como una reproducción de la situación Grecia-Renacimiento, un nuevo binomio Primitivo-Moderno. No en vano, el arranque de la expresión abstracta coincide con el principio de la segunda década del siglo. Un periodo histórico en el que se puede encontrar por un lado una cierta idealización de la vida y la sociedad, y por otro, la presencia de la oscura angustia ante un presente y un futuro que no tardaría en desvelarse como horrible. El periodo entre guerras estuvo caracterizado por la esperanza de un mundo mejor y, a la vez, una caótica percepción del presente. La posguerra no fue diferente. En esos años, la idealización fue, una vez más, el remedio eficaz frente a la angustia, dio como resultado la búsqueda de lo cristalino, de la pureza geométrica y racionalizada, la representación de un orden inexistente en la tierra, la multidireccionalidad y la antigravidez. En definitiva, triunfó la utópica condición de las formas.
5.
Le Corbusier tuvo, no es decir nada nuevo, una vida llena de hallazgos. En 1948 tuvo la fortuna de encontrarse con el proyecto de la Sainte-Baume. Una escarpada montaña del sur de Francia, propiedad de un geómetra altruista al que debía ayudar a construir un espacio sagrado. El proyecto debía desarrollarse por completo en el interior de la roca, indistintamente de manera artificial o natural, atravesándola de lado a lado en busca de la luz y las vistas lejanas. Lamentablemente nunca se ejecutó, pero su obra posterior hace pensar que fue motivo de intensas reflexiones y que Le Corbusier profundizó aún más en su denodada búsqueda de los orígenes. Pocos años más tarde llegaría la oportunidad de construir lo que no pudo en la Sainte-Baume, de satisfacer su encendida inteligencia creadora.
Le Corbusier, próximo a los setenta años, y con casi cincuenta de intensa arquitectura, erigió la capilla de Ronchamp. En la cúspide de un monte, presente sobre el valle, construyó uno de los lugares más sagrados que se puedan visitar. Desde el momento que se avista su blancura en la distancia, se inicia un expectante ascenso. Se trata de una larga aproximación que finaliza en la base de una rampa desde donde, recortada en el cielo, se contempla una esbelta torre coronada por una pequeña cruz. Ese punto es la verdadera puerta a Ronchamp, el punto de partida de un recorrido inesperado.
Es preciso consultar la planta de situación del proyecto definitivo para ser consciente de que la rampa, en la mitad de su recorrido, se quiebra sutilmente y reconduce los pasos no hacia el acceso que enmarca la torre, como parecía en su primer tramo, sino directamente hacia una posición tangencial al volumen de la capilla por su lado izquierdo. La dirección de la rampa no invita al visitante a penetrar en el interior sino a rodearlo.
Una vez arriba, se disfruta de la cóncava superficie de hierba rodeada de árboles sobre la que emerge, ya visible en toda su magnitud, el grueso e iluminado muro de la fachada sur y su pesada cubierta volada. Sólo hay tiempo para estremecerse brevemente antes de que la inercia de la subida nos haga desaparecer tras la fachada occidental.
Una vez evitado el acceso, caminando entre el bosque y los ciegos muros de la capilla, la atención tropieza con un objeto; un pequeño peto curvo con un cilindro y dos pirámides de hormigón en su interior. Algo parecido a una fuente. La enorme gárgola que se precipita desde la parte más baja de la cubierta hace entender que el agua de ese extraño recipiente es el agua de la lluvia, expulsada con precisión hacía allí. Superado el obstáculo, y ya en la fachada norte, la sombra arrojada de la capilla invade el deambulatorio, cada vez más ancho por la paulatina lejanía de la pantalla de árboles.
Según se avanza, los ojos atienden a la escenográfica presencia del zigurat que descansa al fondo del oscuro plano de hierba, su magnética luz hace pasar casi desapercibido el acceso norte y estimula a continuar el movimiento circular alrededor de la capilla. De nuevo, el acceso al interior no parece importar. El caminar conduce a la explanada oriental, allí la vegetación se abre hacia el sur enmarcando las bellas vistas del valle. En su punto más alto, la voluminosa cubierta acoge un espacio exterior; un altar, un púlpito y una cruz nos hablan de que desde allí se ofician los ritos. Es en esa explanada donde se reúnen los fieles que asisten a las ceremonias. Si no se vuelve atrás, el círculo inevitablemente se cierra sin haber descubierto el interior.
Es un recorrido dirigido con astutos mecanismos. Circular en el sentido de las agujas del reloj. Por alguna razón que nunca explicó, Le Corbusier quería que la “promenade architecturale” se produjera en el exterior y no en el interior del edificio, como tantas otras veces. Las pantallas de árboles, muros ataviados en potencia de su coeficiente cúbico, sustituyen a los cuerpos edificados que rodeaban y conformaban el deambulatorio alrededor de la capilla en las primeras versiones del proyecto. Su “todo exterior es un interior” se lleva a la práctica aquí a través del ordenamiento de las masas, indistintamente naturales o construidas, para determinar y caracterizar los espacios por él decididos. Más aún, el hecho de confiar la formación del recorrido exterior a los límites del bosque otorga al cuerpo principal, al centro de gravedad, un carácter si cabe más sublime, dado que no se establece ninguna innecesaria competición con otros cuerpos edificados.
Al rodear inconscientemente el edificio la curiosidad por el interior aumenta. Las entradas son grietas entre moles y el penetrar es como descender a una gruta. Aunque quizás sea algo más que una gruta. La sensación real se puede describir como la de encontrarse en el interior de una gigantesca roca, en una irregular estancia en la que la luz atraviesa enigmáticos y multicolores dibujos de figuras y mensajes. Ciertamente, sus rugosos muros y su sólida luz nos invitan a pensar que el espacio que percibimos estuvo enterrado; se asemeja a un espacio construido y sepultado; a un volumen escondido que la erosión, el paso del tiempo, ha conseguido sacar a la luz. Lo que hoy vemos podría ser la descarnada cúspide de la montaña; por encima de éstas ordenadas rocas es posible imaginar un tiempo en el que la vegetación se alzaba sin más.
La capilla de Notre Dame du Haut ha sido frecuentemente descrita en términos de emociones y metáforas visuales. Se puede llegar a pensar que la arquitectura no está hecha de espacio y de piedra, sino de impresiones, que no se construye en el suelo sino en la cabeza del espectador. Y debido a que la arquitectura no sólo es una presencia plástica objetiva sino también y sobre todo una impresión retiniana y sentimental, un motivo de interpretación, este sorprendente artefacto ha sido comparado con imágenes como la de unas manos juntas en actitud de rezo, un barco, la silueta de un pato sobre el agua, el tocado de una monja, y demás acercamientos figurativos. Por otro lado, ha habido autores que afirman rotundamente que Ronchamp es una reinterpretación del modelo espacial de la Acrópolis de Atenas, y otros que sostienen que la arquitectura de la capilla responde a un estímulo fruto de la experiencia visual de la segunda guerra mundial, una respuesta a las amenazantes bombas del periodo bélico cuya consecuencia fue la construcción de “bunkers” , la construcción de volúmenes ciegos de gruesos muros de hormigón que ya nunca abandonarían su obra.
Para Le Corbusier la arquitectura – como dijo en repetidas ocasiones – en el fondo es conmover, conmover por el efecto de mil incidencias que iluminan el alma, la sorprenden, la llenan, la irritan, la despiertan. No cabe una única interpretación reveladora, una afirmación rotunda. La obra de Le Corbusier es la obra de un ser complejo, de un inventor de arquitectura extraordinariamente sensible y despierto, llena de lecturas y acercamientos.
Pero Ronchamp es quizás la obra más singular de su carrera, aquella donde abandona momentáneamente la pureza formal de la caja y la manifestación de la estructura-cerramiento a la que volverá inmediatamente en obras como la Tourette o la “Boîte à Miracles” de Tokio. Efectivamente, la capilla de Ronchamp es lo más opuesto a una de sus cajas, sus cerramientos están compuestos por paredes sueltas, continuas, vueltas sobre sí mismas encerrando espacios ambiguos, exteriores e interiores a la vez. Se trata de una excepción en la que establece una relación formal y constructiva opuesta y extraña a su trayectoria. Un acercamiento a códigos formales inéditos, una expresión lúcida y feliz de su dilatada sabiduría. Un vuelo, un sueño, una consciente y reveladora aventura.
En Ronchamp parece compartir con Brancusi la actitud mística ante la piedra. Su comportamiento ante la materia recupera una religiosidad arcaica ya desaparecida en el mundo occidental; una actitud comparable a la solicitud, el temor y la veneración de un hombre de la época neolítica para quien ciertas piedras revelaban a la vez lo sagrado y la realidad última, irreductible . El hombre moderno, ya no vive lo sagrado en el plano de la consciencia, sino en el de la inconsciencia. Ya no es evidente como lo fue en otras épocas, no se reconoce de una manera inmediata, y Le Corbusier, gran conocedor y promotor de la modernidad, puede que, en esta obra, quisiese recurrir a la más ancestral de las construcciones, aquella que se aloja en lo más profundo del inconsciente colectivo; la misteriosa presencia de Ronchamp está cerca de ser un monumento megalítico; un dolmen moderno. El maestro se recrea volviendo a los orígenes. Nada más sacro que un dolmen para un lugar de peregrinación, nada más arcano que guardarse de desvelar el misterio que encierran sus muros.
Es su condición de construcción atemporal, desligada de toda conexión cultural y de toda tendencia artística, su construcción y su deambular perimetral, cercano a lo totémico, y su fascinante presencia e implantación en el paisaje, por encima de su condición cristiana, lo que otorga a Ronchamp su carácter netamente sagrado. Es su medida metáfora, rozando lo literal en difícil equilibrio, su riqueza de matices y referencias, su característica voluntad de ser, lo que hace de esta capilla un elocuente compendio de saber arquitectónico.
Remirando a Le Corbusier no caben muchas certezas, pero por alguna razón, el artífice de lo moderno decidió que la última ilustración de su “Ouvre Complete”, el legado condensado y póstumo de su obra, fuera un detalle de su cuadro titulado “L´Etoile du mer”; en ella se muestra la mano derecha del artista impresa con pintura blanca sobre fondo rojo. Una imagen profunda y personal, un final que bien pudiera ser un principio.
Sergio de Miguel, arquitecto
Madrid, enero 2010