Con alguna frecuencia he tenido que explicar, como profesor, la arquitectura de los años 40 en el franquismo, o la del nazismo en los 30. Siempre digo que tanto el nazismo como el franquismo tuvieron a la arquitectura moderna como un enemigo, lo que en realidad resulta insólito, pues la arquitectura moderna -dijeran lo que dijeran algunos críticos e historiadores, o digan lo que digan ahora- no tenía contenido ideológico directo alguno. Bien pudiera haber ocurrido que el dictador nazi hubiera sido un entusiasta de la modernidad, incluso por presumir de radical, y hubiera promovido una arquitectura que en buena medida podía considerarse alemana. En gran modo así se hizo en Italia, por ejemplo, y bajo el dictador fascista. Sin embargo, no era así en el nazismo; el jefe era partidario de la arquitectura clásica y académica, en lo que denunciaba su retraso y su falta de educación, y la impuso como tantas cosas.
En el dictador español la cosa era algo distinta, pues aquel ser no tenía mucho criterio en nada que no fuera político, y fueron algunos arquitectos -sobre todo uno- los que impusieron una política arquitectónica conservadora, lo que cuadraba con los gustos convencionales, de clase media baja, del dictador.
Bien, pero, en definitiva, ¿por qué la identificación de la arquitectura moderna como un enemigo, si éste en realidad no lo era, y su adopción hubiera permitido presumir de progresismo técnico y artístico?
En el caso de España quizá pueda esbozarse una contestación.
Sin olvidar la difícil situación a la que había llegado el país bajo el régimen republicano, en buena medida imposible de disculpar, y aunque aquélla no fuera una responsabilidad tan directa de los políticos como se suele decir, pues abundó el sabotaje de unos y de otros, la supuesta «salvación de la Patria» que decidieron llevar a cabo los militares y aquellos que les ayudaron, no se sostiene como razón, y aparece más bien como simple coartada.
La guerra civil no fue un simple golpe de Estado para enderezar el régimen republicano e imponer el orden, lo que podría haber sido. Fue una guerra cruenta, fratricida, artificialmente sostenida en su larga duración para liquidar al enemigo al máximo posible y cambiar por completo la estructura política del país. Si la guerra, según tantos, era inevitable, el resultado tras ella no lo era. Una república parlamentaria se sustituyó por una dictadura personal, al mando de un general de brigada africanista, sin otros méritos que su prestigio entre la extrema derecha, su astucia y su crueldad, ya exhibida con su acción al sofocar y reprimir la revolución de Asturias en 1934.
El oscuro y astuto general de brigada se libró por accidente de sus principales rivales, el general Sanjurjo, Marqués del Rif (africanista como él, que fue su jefe y ya anteriormente sublevado contra la república) y Emilio Mola Vidal (organizador de la rebelión), ambos más inteligentes y de pensamiento político menos limitado del de aquél que luego se las arregló, con trampas bien conocidas, para ser nombrado dictador.
El general de brigada se ascendió a sí mismo a capitán general y pasó a presidir una cruenta y despótica dictadura, apoyado en las derechas, en general, pero sobre todo en un ejército pretoriano, guardaespaldas y cómplice de la operación y pagado con la corrupción más absoluta. No salvaron la Patria, se limitaron a apoderarse de ella. Se apoderaron del Estado y de la sociedad y la pusieron a su servicio. Ello pasó por la destrucción del país, por la muerte y el asesinato de muchos cientos de miles, y por la instauración de la corrupción sistemática y de la entronización social de los negocios sucios.
Ahora, bien, todo esto ¿qué tiene que ver con la arquitectura moderna? Nada en absoluto, pero tampoco tenía nada que ver la arquitectura con la ideología de otros países que, sin embargo, reaccionaron fuertemente en relación a ella. Stalin suprimió violentamente la arquitectura rusa de vanguardia para dar paso a un academicismo decadente «al servicio del pueblo». De Hitler y de Mussolini ya hemos hablado. En Estados Unidos, lo más importante de la arquitectura oficial, las grandes obras en Washington construidas en los años 30, eran un «revival» del neoclásico. En Inglaterra, no sólo las obras oficiales, sino también muchas de las privadas, al menos en Londres, fueron obligadas a servir un clasicismo decadente, que pretendía aún representar al imperio, y que ya flaqueaba incluso en las hábiles manos de Lutyens. La sacralización de la arquitectura moderna como arquitectura de la democracia por parte de los aliados al acabar la segunda guerra mundial fue un apresurado invento, al comprobar que el viejo y vencido enemigo -el nazismo- y el inmediatamente antes aliado y ahora enemigo -el comunismo- practicaban el clasicismo, como ellos mismos también habían hecho. Era, preciso, pues, distinguirse y entronizar un nuevo icono capaz de representar a las «democracias».
En la España franquista, feroz régimen dictatorial, la propaganda era enormemente necesaria, por lo que ya se ha dicho, pues se trataba de justificar por sublimación el hecho de haberse apoderado del país y de haber provocado tal desastre material y tan incontable número de muertos entre los propios compatriotas. La arquitectura fue llamada así a unirse a la propaganda. Quizá el general de brigada devenido dictador y Pedro Muguruza Otaño, arquitecto guipuzcoano a quien el militar africanista había nombrado «Director General de Arquitectura», urdieron juntos la grosera trama de resucitar la arquitectura ecléctica, a la que se iba a llamar «Nacional» -no era la primera vez- y oponerse a los incipientes racionalismo y expresionismo, más o menos identificados con la república por simples razones temporales, y a la que se iba a llamar «arquitectura roja». Quizá el invento fue más bien de Muguruza, que se lo propuso al general de brigada, el cual aplaudiría la ocurrencia, que venía a coincidir con su mediocre gusto de hombre ineducado.
Se promovió, pues, la arquitectura historicista como «arquitectura española». Los arquitectos hubieron de desempolvar sus antiguos libros y manuales de principios de siglo, y tan sólo a uno, Luis Moya Blanco, no le tembló la mano al hacer clasicismo, jugando un papel comparable al de Lutyens en el Reino Unido de anteguerra, aunque más solitario aún.
La pesada broma no pasó de los años 40, salvo en el caso de Moya. Los jóvenes arquitectos franquistas convirtieron pronto la arquitectura moderna en la imagen del Estado y de la sociedad de la dictadura.
La arquitectura se usó así, por unos y por otros, al servicio de la ideología, sin que ésta pudiera verdaderamente contenerla. Fue, por parte de todos, un abuso con respecto a nuestro arte, que si había estado ya a lo largo de la historia al servicio del poder, como es lógico, nunca había sufrido, hasta el siglo XX, manipulaciones tan groseras y tan extraordinarias.
Antonio González-Capitel Martínez · Doctor arquitecto · catedrático en ETSAM
Madrid · febrero 2010