Habitar en uno y no vivir con la culpa de tener que acarrear con el halito del amanecer de nuestras voluntades, con ese bostezo del lápiz del final de la tarde. Habitar-se es alimentarse de nuestros propios hechos, es contar -a través del tiempo – numéricamente nuestros sucesos, es construirse de momentos, de asirse, y sentir la quietud cuando sentados miramos lo que hacemos; es pues recolectar pausas, es oír en silencio como murmura la soledad de la niebla.
Habitar-se es hablarnos en voz baja sobre nuestras experiencias cotidianas, es repasar aquellos textos abandonados que la mente no logró fraguar siquiera en la mente, habitar-se es indagarse hasta llegar a verse a uno mismo.
Habitar-se es de alguna manera ir devorándose sin esperar llenarnos de nosotros mismos, es ir perdiendo nuestros lados, aumentar nuestros contornos hasta que desde el desvanecimiento de nuestros actos nos vean nuevamente nacer.
Habitar-se es envolverse en el recuerdo que nos cobijó de niño. Habitar-se es enfundarse, es refundarse, es ser quién eres cuando vas tejiendo tu vida con tus costumbres.
Habitarse es rehacerse en cada paso, es enmendar los hechos cotidianos, es remendar nuestros torpes pasos, es corregirse, es extenderse, abarcarse, es vivir, es sentir -siempre- que el espacio habitado te ha prestado sus límites.