La arquitectura ha discurrido desde sus orígenes con la paradoja de la dualidad entre el cerramiento y la estructura portante. De un modo similar a la que encontramos en la física clásica con la luz y la disquisición onda-partícula.
Durante siglos ambos elementos han sido la misma cosa, es decir, juntos han conformado los muros de los edificios sin mayores ambiciones. Y éstos han cumplido con ambas misiones. Cerrar y sustentar.
Durante mucho tiempo la cuestión de segregar y, por tanto, de mostrar figurativamente el cerramiento como algo independiente de la estructura portante ha sido innecesaria. Los sistemas técnicos utilizados y el protagonismo de los sistemas decorativos ligados a la expresión de los diferentes estilos han enturbiado cualquier posibilidad dialéctica entre ambos.
Sólo en aquellos momentos en los que nuevas técnicas y materiales de construcción hicieron su aparición hemos podido asistir a un desmembramiento intencionado de los dos componentes murales. La invención del gótico en la edad media o la utilización del hierro en el siglo XIX, primero en horizontal (Europa) y luego en vertical (América), fueron momentos en los que se dieron pasos de gigante en la evolución gracias a entender, entre otras cosas, que ambos elementos podían y debían estar separados.
La revolución moderna se podría congelar en el dibujo de la casa dominó de LC. Donde los pilares, por arte de magia, se retrasaban de la línea exterior de los forjados y, tal gesto, permitía entender como «libre» tanto la fachada como la planta.
Los estilos clásicos agonizaron frente a la trascendencia de la dicotomía. Las cuestiones decorativas pasaron a un segundo plano y el distanciamiento físico entre los dos protagonistas principales acabaron con cualquier intento de recuperar el arte mural.
De aquello hace ya mucho tiempo. El siglo XX ha sido muy cíclico, y muy pertinaz.
Al igual que pasara en la física moderna con la mecánica cuántica la arquitectura actual no es nada reduccionista. La segregación dual que otrora permitió abrir caminos de nitidez es hoy una lección aprendida y no tiene mucho recorrido más allá de su capacidad de afianzar recursos estilísticos.
Ya en el siglo XXI las fachadas, de nuevo, se permiten ser estructurales. Y tal mecanismo ciertamente «natural» de la arquitectura abre nuevos campos de interpretación.
Nociones como la porosidad, la desintegración, o la solidez llenan los cerebros más creativos e innovadores del panorama internacional.
Muros, sí muros otra vez, que se pliegan, se curvan, se perforan, se tensan, se licúan, se vacían… conforman las fachadas más (im)portantes.
Los muros portantes pueden ser tejidos estructurales. Más o menos transparentes. Más o menos densos. Pero la separación de funciones no es ya tan relevante.
Hoy en día el presente importa más que el futuro.
La erótica de la espectacularidad manda sobre la mística de la evolución.
Todo vuelve.
Sergio de Miguel, arquitecto
Madrid, febrero 2010