Ojos que no ven, corazón que no siente…
no me reconozco, estoy ajeno a mí mismo. No me reconozco porque mi alrededor es ajeno a mí. Gente hace cosas a mi alrededor. Mucha gente, muchas cosas, otras cosas, cosas duplicadas, cosas multiplicadas. La vida del otro es ajena.
¡Cómo si no, yo no soy el otro!
La mirada te sitúa en relación con los demás. La mirada desde dentro, la mirada externa pasa y se va como el aire. No se queda y deja el aroma. No como el olor. El olor es recordado, es penetrante y persistente. A veces la vida del otro se queda. Pero no son tú. Tú eres tú y los demás son los demás. Ni soy yo. Hay quien se funde con el otro y ya no es uno mismo.
¿Quién es uno mismo sin quedarse aislado? ¿Quién puede permitirse ser solamente uno mismo?
Aislamiento. Separación. Observar siempre da cierta ventaja, observar da distancia, pero tú también eres ellos, y tú y ellos es -son, sois- lo mismo. Hay quien se esfuerza en ser diferente a los demás y cuanto más lo intenta más parecido es. Mirar por mirar es un ejercicio interesante, una terapia, hasta que, otra vez, te das cuenta de que te miras a ti mismo.
La ventana es un ojo, es un marco. Lo que se ve es otra cosa. Alicia a través del espejo. Una película. James Stewart, inmóvil en todo menos en el ojo, observa vidas. Sentado mira. Uno mira ventanas, mira calle, mira gente en sus vidas.
El Nagakin te mira ¿qué otra cosa puede hacer con tantos ojos si no? El Nagakin es ahora pequeño, íntimo. Como una caja de recuerdos. Una caja de memoria dentro de un cajón en un armario de la buhardilla, guardado y permanente.
Cada ventana es una. La premisa, la proposición es, era, lo que se ve. Tokio es denso, muy denso y espeso. Está lleno. Uno no es uno, son muchos. En el Nagakin es lo contrario, uno es uno. Una ventana, una cápsula, son una persona; es una torre individual, un edificio unipersonal; es una comunidad unipersonal, conjunto de individualidades.
¿Qué es si no la colectividad más que un conjunto -asociado y disociado a la vez- de individualidades?
Uno y los demás. Ortega nos recordaba con profunda lucidez filosófica la relación del espectador con la escena contemplada. Ambos son necesarios. Uno es en función del otro, de la otra. Observar y ser observado. Actuar y mirar. Ver y ser visto.
¿Existe algo si no lo observamos? ¿Existe algo cuando no lo vemos?
Schrödinger se frotaría las manos. El austríaco, más tarde irlandés, nos confunde, pero en el fondo sabemos que el árbol caído en el bosque, aunque no lo oigamos, ni lo veamos, está caído y sigue caído, seguirá caído. El gato no está muerto y vivo a la vez.
¿O sí?
El gallego duda si sube o baja, decía Sota. El de Duchamp baja lentamente, eternamente. La incertidumbre no es certeza -ni lo contrario-. La vista tampoco lo es. Santo Tomás lo atestigua, la llaga es real. El tacto fue necesario.
Mirar y ver son dos cosas distintas. Tocar es otra cosa. Mirar es atestiguar, ver es comprender; como hablar es pronunciar, decir es enunciar y contar es convencer. Y así muchas cosas.
Nada es lo que parece y nada es lo que nos dicen. Aún así seguimos mirando y seguimos viendo; seguimos hablando y seguimos contando. Alguien nos oirá, alguien nos entenderá, y quizás alguien, uno, solo uno, nos comprenderá.
Esperaremos pues.
Jorge Meijide . Arquitecto
Coruña. Noviembre 2017
Texto para el número 14 de la revista engawa a propósito de una imagen del edificio Nagakin propuesta como tema por Filipe Magalhāes y Ana Luisa Soares. Escrito en junio de 2013 y revisado en noviembre de 2017.