En la película Children of men, dirigida por el mexicano Alfonso Cuarón, el protagonista, Theo, visita en cierto momento a su primo, Nigel, encargado por el gobierno del Reino Unido del Arca de las Artes, un programa del Ministerio de Arte situado en la Tate Modern de Londres. Al mismo tiempo, la película presenta un panorama desolador donde la sociedad se enfrenta al fin de los tiempos, causado por la inexplicable imposibilidad de nuevos nacimientos humanos. Ante eso, Theo no duda en preguntar de qué sirve mantener todas esas obras si no quedará nadie para poder verlas en el futuro. La respuesta de Nigel es sencilla:
“Simplemente, procuro no pensar en ello”.
En el mundo imaginado por la película, Nigel disfruta para sí de las mejores piezas de arte de la historia: el Guernica de Picasso, el globo-cerdo de Pink Floyd, el British Cops Kissing de Banksy o un mutilado David de Miguel Ángel. Entrar ahí es posible sólo para unos pocos; esos que, desde la tranquilidad de su posición social, se permiten no pensar en por qué es necesaria esa labor de preservación del arte.
La escena resuena en mi cabeza ahora que se anuncia que el Victoria&Albert Museum, desde su Departamento de Diseño, Arquitectura y Digital, ha comprado una sección de la fachada del malogrado Robin Hood Gardens (RHG):
“una sección de tres pisos (…) completa, con las Calles en el cielo”
incluidas; esa propuesta de Alison y Peter Smithson para sus diseños en los que se vincula la escala urbana y la arquitectónica. Después que se anunciara la demolición del conjunto, su deriva ha sido compleja: plataformas de apoyo y defensa de uno de los proyectos brutalistas y de vivienda social más destacados del siglo XX que, sin embargo, nunca pudo salir bien parado de las acusaciones de políticos como el ex Primer Ministro del Reino Unido, David Cameron, quien lo señaló al su diseño como responsable de fomentar la delincuencia y la pobreza: la culpa es de la arquitectura, vino a decir. La solución entonces pasaba por eliminar, destruir su sola presencia para hacer desaparecer sus vergüenzas, que son también las del propio gobierno británico, responsable e impulsor de su construcción hace más de 40 años.
La propuesta de derribo — que ya comienza a ser efectiva sobre algunos de los bloques del conjunto, haciendo que la vida de los dos edificios proyectados por los Smithsons esté cada vez más cerca de su final — va acompañada, además, de la venta de los terrenos al mercado inmobiliario. Dicho de otra forma, donde había un proyecto de carácter público se cede paso ahora al capital privado, creando un conjunto que, si bien tiene cierta orientación hacia vivienda asequible, aumenta de forma considerable el número de viviendas y, con ello, las oportunidades de negocio.
No se trata sin embargo de argumentar contra el nuevo diseño, sino de poner de relieve cómo las políticas de vivienda social se encuentran, casi en cualquier lugar del mundo, en completo abandono frente al mercado. Se manifiesta aquí aquello que Reinier de Graaf apuntó en el último MEXTRÓPOLI: el siglo XX es una anomalía. Una anomalía provocada, en realidad, por el propio capital, que cedió su carácter natural — el de la acumulación de riqueza en manos de unos pocos — para hacer frente a acontecimientos como la posguerra y el comunismo: se trataba de crear una masa social consumista que pudiera cumplir con el sueño de mejorar desde ese mismo consumo su calidad de vida. Es la época del Estado del bienestar. Por eso, durante el siglo XX la vivienda fue también un campo de batalla: la vivienda digna, la vivienda saludable, la vivienda moderna, alabada por Le Corbusier, debía evitar la revolución. Los mecanismos fueron varios. En especial después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el Estado se convirtió en un importante benefactor, impulsando proyectos de vivienda. El problema estuvo, más que nada, en la falta de perspectiva: construida la vivienda — el corto plazo — había que incentivar otras política de integración social, que tuvieran que ver con la economía, el empleo o el acceso a servicios — el largo plazo.
No hizo falta mucho tiempo para darse cuenta que, para unos pocos, era más rentable hacer vivienda privada que pública, reduciendo mantenimiento, costo y problemas. El resultado lógico de este otro modelo es el de la expulsión de aquellos que no pueden pagar. Eso, más o menos, puede servir de resumen al caso de RHG: la vivienda social — y la gente que ahí habitaba — cede su lugar a otro grupo social, aquel que puede tener acceso a una vivienda propia en una ciudad como Londres, donde los precios de renta y venta son de los más altos de Europa.
Que ahora un museo público se haga con un trozo de la fachada de un proyecto también público para salvaguardar, si es que eso es posible así, un pedazo de la historia de la arquitectura británica, no deja de ser extraño: la vivienda social se traslada a las paredes del museo, ese lugar para ciertas élites; ese lugar donde unos cuantos pueden discutir acerca de las
ese lugar donde a veces parece que no pasa nada y los discursos se anulan; ese lugar donde se construyen las ficciones, como esa del siglo XX que, recordando a de Graaf, al parecer nunca existió.
Pedro Hernández · arquitecto
Madrid. Abril 2019
Notas:
El título del artículo se lo debo a Jose Castillo quien tuiteó “Como cuando la experimentación en vivienda social ya solo tiene lugar en el museo y no en la ciudad”, referido a la compra de las tres secciones del Robin Hood Gardens por parte del Victoria & Albert (LINK)
1 Comunicado de prensa de Victoria & Albert. Palabras de Christopher Turner, jefe del Departamento de Diseño, Arquitectura y Digital del museo.