Con la llegada de las primeras semanas de calor, decidí desplazarme a Campania al encuentro de unos buenos amigos. Una suerte de Grand Tour a la inversa, siempre en tren. Cruzar el estrecho de Messina y notar como tanto el paisaje como las infraestructuras abandonan esa magia africana que contagia la Sicilia. Una experiencia totalmente recomendable.
Mientras atravesaba Calabria, leía una recopilación de las crónicas futboleras que escribió Enric González durante su estancia como corresponsal de El País en Roma, Historias del Calcio. Una manera divertida de acercarse a la idiosincrasia italiana, a través de lo que para ellos es más que un deporte, il calcio. Me preparaba para llegar a Nápoles, quizás una de las ciudades más italianas de Italia, y acompañar mi viaje leyendo las fechorías de Francesco Totti y Antonio Cassano, o las hazañas de un equipo de barrio que llega a la Serie A como el Chievo Verona fue un gustazo. Y a su vez, una manera periférica de abordar una región con un patrimonio arquitectónico, natural y cultural pavoroso. Viendo como un italiano vive el calcio, más cuando se trata de un terrone, con ese tremendismo tan característico, podemos entender como disfrutan de cada momento. Compartir con un italiano meridional un vaso de vino puede ser la mejor media hora de tu vida.
En esta región de Italia confirmé lo que pensaba era una excepción en el caso de Sicilia. La concentración de bienes de todo tipo pone en evidencia al resto de Europa. Me atrevería a decir que el patrimonio cultural, intelectual y natural de cualquier región italiana puede compararse con el de cualquier país al completo. Nadar en esa abundancia ayuda a encontrarse con un concepto diverso de convivencia con el arte. Italia sufre, o más bien disfruta, un fenómeno de “desmitificación del patrimonio” si se me permite la expresión. Encontramos elementos que en cualquier país del mundo supondrían material museístico de primer orden dispersos por cualquier pedanía, aún en uso, sin despojar al objeto de su primigenia función o alterando ésta para en ningún caso romper la tríada vitruviana del firmitas, utilitas, venustas. Encontramos el arte en estado natural. Así, se hace todo mucho más fácil. Te ves capaz de disfrutar la historia, eres consciente de verdad del paso del tiempo. Es algo más que acudir a un museo con la intención de tachar de la lista de la compra las momias egipcias y los triglifos y metopas del Partenón en una misma mañana. Ella misma te va marcando el tempo, con la distancia que separa Paestum de Salerno, el Panteón de San Ivo, Quattro Canti de la Vucciria. Te deja un momento para respirar, pedir un café, siempre solo y con un vaso de agua, y asimilar lo que acabas de ver. Contarle a tu compañía lo cojonudo que es pisar un templo griego.
Si algo hemos de hacer para conocer, aunque sea un poco, donde están las raíces de nuestra cultura y entender cómo evoluciona es vivir Italia. En su sentido más amplio. No concibo una visita a Nápoles sin escuchar ‘o surdato ‘nnamurato o sin tomar una buena buffalina sentado en cualquier vicolò del quartiere spagnolo. No existe otra manera. Es todo uno.
Para sintetizar, pongámosle color. Aproximadamente 106 kilómetros de costa escarpada separan Nápoles de Salerno. Puedo decir que quizás sean los 106 kilómetros más intensos de Europa. Si nos extendemos un poco más al sur, hasta tocar Paestum, podría afirmarlo con rotundidad. Si algún lugar merece llevar la etiqueta de paréntesis, es éste. Uno de esos lugares donde te haces mayor. Donde cada día supone un vuelco total a lo visto hasta entonces. De esos acontecimientos que han de señalarse en cualquier calendario que se precie, de los que ponen las cosas en su sitio. Trataré de dirigir mis palabras hacia la arquitectura, algo que sin saber muy bien qué es, abunda en Italia, seguro.
El cúmulo de todas estas experiencias vividas a lo largo de este rico país, no han hecho sino alejarme del mamoneo que rodea una profesión en peligro. Ese denso telar de tecnicismos, exquisiteces, referencias, contactos, críticas, politiqueos, presupuestos, amiguismos, leyes, normativas y materiales innombrables que hacen que muchas veces nos despistemos de aquello que tanto reivindicamos y defendemos con casco y espada. La verdadera arquitectura, la del buen vivir. Acudo a la acepción más primitiva y pasional de la profesión. Explotar las condiciones de un lugar y unas destrezas para vivir lo mejor posible. Vivir bien, suena fácil. Pero a veces nos olvidamos de este sencillo cometido. No todos somos capaces de hacer un hogar. En estos casi diez meses, alejado de las publicaciones, los premios y la escuela, han venido a mi cabeza pocos nombres, muy pocos. Me acordaba de las kingo y de Utzon paseando por Pompeya. De Kahn, de Asplund y del Corbu. De Lewerentz. De los que de verdad se mancharon los puños en grandes combates. De Miralles, de los que hacen el esfuerzo de interpretar la historia, de entenderla. De quien ha intentado construir el tiempo
Quizás sea un espejismo, una fascinación fruto del empacho visual que arrastro de este viaje. Puede que en realidad sea necesario reflexionar sobre un nuevo concepto de habitar, encontrar un lenguaje capaz de expresar las características de nuestra sociedad. Inventar un nuevo material, o un software que permita parametrizar la felicidad de los habitantes de una arquitectura. Puede que el atraso económico del sur de Italia haya influido en el desarrollo de la arquitectura. Quizás la especulación, la mafia y el estado hayan impedido un avance hacia la nueva arquitectura. Estarán anticuados, son latinos. ¿Cómo lo harán en Alemania?
Pero giras la esquina, sales del bosque que protege tu nuca un sol asfixiante, y entre los arbustos, asoma. Ahí está. Ralentizas el paso, se te escapa una sonrisilla y al agua.
¿De qué estábamos hablando?
Jorge Rodríguez Seoane
Últimos días de Junio de 2013. Palermo