Una reflexión comparativa sobre el nexo las une desde la mirada proyectual de Le Corbusier y el compositor húngaro Béla Bartók.
Música y arquitectura viven dos realidades físicas muy distintas. Sin embargo, la manera en que son imaginadas las acerca hasta tocarse de formas que no sospechamos. El tiempo y el espacio no son, para el universo de la mente, más que dos pretextos para expandirse y transmitir, pero
¿cuál es la clave para comprenderlos?
A través de la comparación entre el estilo arquitectónico de Le Corbusier y la obra del compositor húngaro Béla Bartók, esta serie de artículos pretende desentrañar cómo ambas disciplinas se funden bajo un mismo fuego: el concepto de proporción.
Las ideas y la nada.
Casi todas las formas de expresión artística se organizan por yuxtaposición de ideas pequeñas fácilmente interpretables. Estas unidades, a su vez, son divisibles en entidades todavía más cortas y provistas de un significado propio que corresponden con la forma en que pensamos. Según muchos autores, la relación que existe entre todas estas piezas es la que ha dado forma y estructura a nuestro lenguaje.
Este modo de concebir un resultado entero a partir de la unión de piezas menores obliga a la repetición de las partes y fuerza la aparición de ciclos. Dentro de este conglomerado, buscar similitudes y entidades que se parezcan o sean iguales entre sí facilita la comprensión de un texto. Cuantos más componentes no-iguales (o parecidos) se incluyan, más difícil será un “x” contenido de aprehender, porque resulta difícil de memorizar al exigir pensar en más ideas diferentes en lugar de menos ideas más semejantes entre sí.
Algo parecido ocurre con el contenido semántico de todo discurso artístico. A menudo, los mensajes que resultan más fácilmente asimilables coinciden con aquellos que incorporan pocas variables y sobre las cuales existe una componente de crecimiento o desarrollo que las relaciona. Cuantos más elementos haya más difícil será encontrar conexión entre ellos.
La obra de arte funciona creando un universo propio con unas reglas inventadas que ella misma transgrede y cuestiona para provocar reacciones y opiniones en el espectador. Parece lógico afirmar que una correcta cohesión se logra contrapesando cuánto hay de material nuevo y usado en esta amalgama. Entre ítems semejantes existe, por tanto, un porcentaje de diferencia que los priva de ser iguales. Surge, una relación. Algo que puede ser muy próximo o muy lejano, pero con gradientes. Éste es el nexo invisible que analizaremos en este artículo.
Pensemos en las primeras músicas o las primeras arquitecturas que conocemos. El ritmo yambo, por ejemplo, uno de los tipos más antiguos de pies silábicos griegos, surge de la unión entre una sílaba breve y otra larga. Comparativamente sabemos que la sílaba breve lo es porque tiene una duración menor que la otra y ambas son diferentes. Así podemos distinguirlo del espondeo, con dos fracciones iguales y largas; del troqueo, su contrario, o de cualquier otro ritmo en dos tiempos. De la misma manera, en las primeras construcciones de la prehistoria, una piedra más grande que las demás podía destacar para marcar un hito en el camino y convertirse en un menhir. Tanto si pensamos en un símil o en el otro, la diferencia que nos permite distinguirlos es meramente dimensional.
Cuando en el principio de los tiempos no existía nada, los primeros creadores tuvieron que imaginar formas con las que acotar los elementos que iban añadiendo al lenguaje de sus primeras arquitecturas y músicas. Si estos elementos se repiten originando ritmos, pensaron, es posible equilibrar su importancia comparándolos entre sí. La sílaba larga contra la corta, el menhir contra la piedra anodina. Sólo entonces se descubrió el metro, porque
¿Qué es medir si no comparar?
La proporción, el sentimiento transversal que todo lo une | Diego Mata Pose
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