Érase una vez que se era… un humilde, barato y poco apreciado material de construcción…
A la hora de plantear el estudio de los sistemas constructivos básicos es fundamental comenzar por las unidades más elementales que intervienen en los mismos. De forma similar al aprendizaje de la escritura, empezamos conociendo las letras, que compondrán palabras y que posteriormente se combinarán en frases cada vez más complicadas, párrafos, capítulos, etc. Por explicarlo de una forma más gráfica, el Quijote empezó escribiendo una E.
En el tipo de construcción al que estamos familiarizados en España, esa unidad básica es nuestro humilde ladrillo. Un elemento a menudo infravalorado –al fin y al cabo, no es más que un bloque de arcilla cocida-, pero que posee una flexibilidad funcional insuperable por ningún otro elemento constructivo. Y esa funcionalidad comienza por sus dimensiones.
Elemento constructivo
Casi cualquier elemento constructivo requiere el uso de ambas manos para su colocación o, en el peor de los casos, la colaboración de varios operarios. El tamaño estándar del ladrillo viene definido por la necesidad de manejarlo con una sola mano, para poder aplicar el mortero con la otra. Su peso es razonable y además es posible aligerarlo para conseguir, por una parte, mejorar sus prestaciones aislantes y por otra una mayor facilidad de manejo. Es barato y su sistema de fabricación permite jugar tanto con la composición de la masa como con la forma, dimensiones y acabados superficiales, sin más que variar los aditivos y moldes utilizados.
Su condición de elemento unitario ha permitido a lo largo de la historia colocarlo de formas variadas mediante la combinación imaginativa de sus piezas, componiendo los diversos aparejos, que incluso terminaron por bautizar distintos tipos de muros y tabiques –a soga, tizón, palomeros, a panderete, etc.- Se puede utilizar visto o revestirlo con cualquier tipo de elemento, de tipo mortero o en piezas fijadas mecánicamente.
Sirve tanto para componer elementos portantes por su capacidad de resistencia a compresión como para construir delicados detalles decorativos. Es reciclable, duradero y no presenta incompatibilidades reseñables con otros materiales de construcción. Presenta un comportamiento térmico y acústico más que razonable, que en todo caso se puede mejorar al formar parte de sistemas constructivos más complejos, y responde sin problemas a agresiones medioambientales, incendios y acciones mecánicas inesperadas.
Si pasamos a analizar sus condiciones estéticas, basta con levantar la vista al pasear por cualquiera de nuestras ciudades. Es cierto que parte de la mala prensa del ladrillo viene de su excesiva utilización en casi cualquier obra de arquitectura construida en los últimos 50 años. El ladrillo visto es una de las causas de la aburrida monotonía de nuestro panorama urbano. Pero sería pertinente preguntarse si este es un problema del material o del uso que los arquitectos hemos hecho de él. Y, para muestra de sus posibilidades, un botón.
Como elemento característicamente manufacturado, tanto en su fabricación como en su colocación está, no obstante, sujeto a la pericia –o la falta de ella- de la mano que lo maneja. Si bien es cierto que los procesos de fabricación se han industrializado y somos capaces de producir miles de ladrillos exactamente iguales en color, peso y dimensiones la ejecución final del sistema depende casi en exclusiva de la calidad del trabajo manual del operario.
En estos tiempos de industrialización, maquinismo y gusto por una estética pretenciosamente futurista, en que los proyectos ya no se hacen con escuadra y cartabón sino con aplicaciones informáticas de nombre impronunciable, sería interesante volver de cuando en cuando la vista hacia abajo, recuperar las bases más elementales de este oficio nuestro y preguntarse, como dicen que solía hacer Kahn,
Y veremos qué contesta…
Alberto Ruiz. Doctor Arquitecto, docente e investigador.
Madrid. Abril 2020.
Este artículo fue escrito originalmente F3 para Arquitectura.