«Venid, hagamos ladrillos, y cozámoslos al fuego. Y se sirvieron de ladrillos en lugar de piedras, y de betún en lugar de argamasa. Y dijeron: Venid, edifiquemos una ciudad y una torre, cuya cumbre llegue hasta el cielo, y hagamos célebre nuestro nombre antes de esparcirnos por todas las tierras»
Libro del Génesis, capítulo XI, 3-4
Desde el principio de los tiempos, la humanidad quiso expresar su presencia simbólica sobre el territorio mediante la construcción de elementos verticales, de hitos. Lo que identificamos genéricamente como menhir materializa la idea primigenia de relación entre el hombre y sus divinidades, en definitiva; de alcanzar el cielo.
En el relato bíblico se narra la difícil empresa para construir una inmensa torre que llegase hasta Dios. Éste castigará duramente a sus promotores, pecadores de soberbia, con la maldición de la diversidad de lenguas, suscitando desde entonces el deseo de poder y, al mismo tiempo, la sensación de temor hacia la construcción en altura.
El empeño de Babel, dejando de lado la maldición divina, siguió cobrando fuerza con el paso del tiempo, y continuaron levantándose torres cada vez más altas, con formas y funciones cada vez más complejas y orgullosas. Ya en la época romana, la edificación en altura alcanzaba cotas sorprendentes. Basta recordar que la media en altura de los edificios de viviendas en las ciudades del imperio era de bajo más tres o cuatro plantas.
En la Edad Media, las torres alcanzarían una primera época de esplendor. Sólo en la Ille-de-France podemos encontrar más de 1.200 torres góticas. Las agujas de los templos cristianos competían con las torres de homenaje de los castillos y con los minaretes musulmanes para alcanzar cuanto antes el cielo prometido.
Con el desarrollo estructural de materiales como el hierro, el acero o el hormigón armado, la construcción en altura obtuvo el empujón decisivo. Al tiempo que se planteaban los problemas de densidad en las ciudades por la escasez de suelo, buscando la solución inevitable en el apilamiento de espacios en altura, surgía la necesidad de nuevos elementos de telecomunicación, o simplemente simbólicos, como la torre de 300 metros erguida desafiante en pleno centro histórico de París por el ingeniero Gustave Eiffel.
Durante el pasado siglo, las torres se fueron superando a sí mismas. En la actualidad son las grandes compañías comerciales las que levantan sus flamantes menhires hacia el firmamento, buscando destacar en el horizonte económico global, en el moderno skyline sagrado. Con los atentados del 11-S, la imagen de las Torres Gemelas de Nueva York destruidas dio la vuelta al mundo, representando la caída no sólo de dos rascacielos, sino de todo un imperio y hasta de un orden mundial supuestamente consolidado, dando origen a la nueva y confusa babel del siglo XXI.
Antonio S. Río Vázquez . Doctor arquitecto
A Coruña. Diciembre 2020
Una primera versión de este texto se publicó en el blog El tiempo del Lobo en agosto de 2006 y está incluido en el libro Textos compartidos. Apuntes y artículos breves 2004-2019 (2020)