Otras veces he escrito sobre mi primera impresión de la arquitectura gótica, en Chartres, durante un viaje juvenil. Una tarde de verano entré a la catedral por su portal principal. Vivir el inmenso espacio bañado por la luz del poniente filtrada por los vitrales de la fachada, a esa hora brillando en todo su esplendor, fue para mí uno de esos momentos conmovedores, excepcionales, que la gran arquitectura puede proporcionar.
Había oído hablar mucho como estudiante de la arquitectura gótica y por supuesto tenía una imagen de ella. Pensaba pues que la “conocía”. Y esa tarde me dí cuenta de que ese conocer haba sido un ejercicio libresco, sólo un pálido reflejo de la realidad. Es lo que hoy, medio siglo después, llamo la visión académica de la arquitectura, la que sólo anuncia sin comprender del todo al sujeto del que se ocupa.
Otra experiencia análoga, sobre la cual también he hablado, la tuve en La Tourette unos años después cuando vivía en Francia en tiempos de post-grado. Allí me esperaba una lección fundamental sobre la relación entre paisaje y volumen construido, proporción, uso de los materiales, control de la luz natural, las claves del uso del color y la que me ha parecido siempre virtud singular de la arquitectura de Le Corbusier: austeridad y distancia de todo refinamiento en lo subsidiario, lo superpuesto, lo que se agrega. De lo ornamental podría decirse si no fuese por lo difícil que resulta definir la ornamentación.
Ya haber estado en Ronchamp, donde experimenté lo que su autor en un arranque poético llamó “espacio indecible” había sido una iniciación en un modo de ver la arquitectura que ha sido para mi vida posterior una referencia constante.
¿Podían haber sido sustituidas estas experiencias por la fotografía y la representación bidimensional? ¿O por cualquier otro tipo de representación por avanzada que hubiese sido? Claro que no. Lo que aprendí allí ya lo sabía en el sentido platónico, en el que todas las personas saben, desde el inconsciente. Y mis experiencias caraqueñas me lo iban mostrando: nada puede sustituir el recorrido de la arquitectura, el vivirla. Todo lo demás, como menciono en la nota de hoy, es antesala, prólogo, preliminares.
Así como hay personas fotogénicas o no, hay también arquitecturas. Esto lo ilustran bien dos maestros latinoamericanos: Oscar Niemeyer y Carlos Raúl Villanueva. Muchos de los edificios más significativos de Niemeyer aspiran a la pureza formal, mientras que esa no parece haber sido nunca una preocupación esencial para Villanueva, salvo en el Pabellón de Venezuela en la Feria de Montreal de 1967. En ese último caso Villanueva entiende el papel icónico que se aspira tengan estos edificios feriales, efímeros, destinados a llamar la atención. Decide entonces “hablar” mediante la abstracción volumétrica, un recurso que no se encuentra en ninguna de sus demás obras, que desdeñan la concepción de la arquitectura como objeto. Niemeyer sin embargo, particularmente en y después de Brasilia siempre buscó que sus edificios se leyeran como formas puras. Hasta en el caso de un teatro, como en el teatro de Brasilia, edificaciones en las que la complejidad de las relaciones entre sus componentes junto a la diversidad de exigencias de uso hacen difícil la adopción de un envoltorio unitario, lo hizo. Y es ese, por cierto, uno de sus peores edificios.
Esos atributos en cada caso pueden llevarnos a decir que el universo arquitectónico de Niemeyer es captado de modo más inmediato, más decisivo, por la fotografía. Tal vez incluso por una sola. Mientras que se queda corta, requiere de otras, de comentarios, de alguna información escrita adicional, para portar el mensaje de los edificios de Villanueva. Por eso uso el símil de la fotogenia: una cara bonita vista desde muchos ángulos versus una cara interesante favorecida sólo en algunos. Ambas sin duda exigen conocerlas, pero hay una que despierta un atractivo más inmediato. En ambos casos la vivencia de sus arquitecturas es imprescindible, como ya hemos dicho, pero el “gancho” de la imagen fotográfica es mucho más efectivo, más definitivo, en uno de ellos.
En Venezuela en los años cincuenta el gran fotógrafo de arquitectura, en blanco y negro con extraordinarios blancos en las superficies y cielos casi negros, características que se exigían y resaltaban especialmente el valor volumétrico del edificio, era Paolo Gasparini. Muy solicitado por los pocos arquitectos que actuaban aquí para entonces y que publicaban sus obras en la muy bien recordada revista Integral, de impecable calidad, que nos conectaba de modo muy eficiente con el mundo exterior. En cierto modo el conocimiento que se tuvo de lo que aquí se hacía se apoyó en el papel instrumental de la destreza de este fotógrafo.
Y es que la fotografía de arquitectura, de ser un campo que exploraban de modo concienzudo y comprometido los fotógrafos de ese entonces, se ha venido convirtiendo en una especialidad casi de corte excluyente; apoyándose mucho del auge de los medios editoriales. No puede extrañar entonces que en los países donde más se publica hayan surgido los mejores fotógrafos. Y a la inversa, que los mejores fotógrafos sean los que ayudan a fomentar los altos niveles de calidad de las revistas y libros de esos países. Un escenario que ha sido característico de los países centrales porque funciona en forma circular: un factor conduce al otro y viceversa, razón fundamental para que en él la participación de las periferias, de nosotros, sea sólo tangencial.
Pese a las iniciativas que han surgido para remediar esta situación, las arquitecturas de fuera del mundo rico apenas participan del mundo del marketing arquitectónico, y si lo hacen deben jugar con las reglas que allí prevalecen. Una condición que afecta particularmente a la crítica y los críticos: si no surgen los instrumentos que susciten el interés, tampoco habrá “desarrollo” en el sentido que menciono en la nota. Dicho en otras palabras, no habrá deseo de conocer mejor una arquitectura, de recorrerla, de entenderla mejor, si no han aparecido los instrumentos que llamen la atención hacia ella. La crítica entonces se restringirá a lo que conoce de cerca y sólo se ocupará marginalmente de lo distante.
¿Y qué ocurre con los críticos de aquí? Algo que puede explicarse de modo simple: son parte de una situación general de estancamiento que se ha hecho particularmente aguda entre nosotros y ha comenzado a superarse en el resto de América Latina. Aquí se publica mal y de modo esporádico; los intereses comerciales más a la mano no dan el soporte necesario para sostener la selectividad (calidad) en lo que se publica; el sector público se mira el ombligo revolucionario y le basta con ver la arquitectura con lente ideológico; y la arquitectura institucional pública está en manos demasiado limitadas por la estrechez política e intelectual. Lo poco que hay, y lo hay valioso, se resigna a un vivir académico ya de por sí muy disminuido.
Las cosas serán mejores, eso esperamos.
Óscar Tenreiro Degwitz, Arquitecto.
Venezuela, Mayo 2013,
Entre lo Cierto y lo Verdadero