Adolf Loos (1870-1933) fue un arquitecto a caballo. Nacido una generación después que Otto Wagner (1841-1918), y casi una antes que los modernos, pero perteneciente a la misma que Joseph Maria Olbrich (1867-1908), Josef Hoffmann (1870-1956) y los grandes arquitectos de aquella fascinante y decadente época de la Secesión de Viena, dejó pasar aquella brillante oportunidad de engancharse a los últimos coletazos de la Belle Époque pensando probablemente y con gran lucidez que si ya el viejo Wagner era un bello epitafio de tantas cosas1 esa Sezession era el epitafio de sí misma.
Arquitecto de frontera, de final de un ciclo sin que aún naciera otro, de terrenos pantanosos y tierras movedizas, se irguió como un gran innovador, como una figura respetabilísima, casi heroica en muchos aspectos.
En sus primeras obras vemos aún el regusto final del decorativismo del Art Nouveau, pero el mismo año que construye el American Bar de Viena publica su famosísimo artículo «Ornamento y delito«.
Busca una arquitectura limpia, desnuda, carente de adornos innecesarios (que hasta el momento eran los que la dotaban de encanto) y se adentra en un camino que en muchos aspectos, ya lo hemos dicho, se nos antoja heroico. (Hay que ponerse en la época y en el ambiente).
La Secesión vienesa había alcanzado unas cotas de belleza insuperables. Es una delicia. Su propio pabellón, de Olbrich, con frescos de Gustav Klimt, es una preciosidad, una golosina. Adolf Loos hace algo muy difícil: pensar (en una época tan temprana) que esa belleza no es el ideal de la arquitectura, que esa no es la razón de la arquitectura; que la arquitectura no debe ser una golosina, ni un bollito, ni nada parecido.
Teniendo ya a su servicio y a su disposición todo aquel arsenal bellísimo dispuesto para ser usado, Loos renuncia a él y se aplica con dureza monacal y con obstinación a hacer casas muy desnudas, demasiado desnudas para la época, intolerablemente desnudas.2
Antes de que el Movimiento Moderno cuaje él se nos muestra como un pionero, como un premoderno.
Sin embargo, reconociéndole este mérito extraordinario y la importancia de su indagación, de su pensamiento y de su obra, también deberíamos reconocer que Adolf Loos no poseía un brillante talento arquitectónico. Se nota cuando un teórico pasa directamente sus teoremas a su arquitectura y carece del pulso suficiente, de la habilidad plástica y espacial para domarlos en cada proyecto concreto. Se nota que sus obras son demasiado áridas, demasiado rígidas, demasiado poco graciosas.
Son obras sinceras, precisas, necesarias y aleccionadoras. Son dignas del mayor respeto e incluso de admiración, pero no son edificios completamente logrados.
Hay que insistir, en su honor, en que Loos era dieciséis años mayor que Mies van der Rohe (1886-1969) y diecisiete que Le Corbusier (1887-1965). Esa diferencia de edad se nota. Para cuando estos se lanzaban a construir aquel (con otros precursores) les había ido abriendo el camino. No solo a ellos, por supuesto, sino, lo que es mucho más importante, a la opinión pública culta y a sus futuros clientes.
Loos pertenece a la generación de los también premodernos Auguste Perret (1874-1954) y Peter Behrens (1868-1940). En mi modestísima y siempre más que discutible opinión, Loos es más importante que Perret y que Behrens en el plano teórico pero más torpe que ellos en el arquitectónico.
En este sentido, y buscando apoyos a mi atrevida afirmación, echo mano de una anécdota de cuyos protagonistas, lamentablemente, no puedo dar nombres.3
El director de una conocida revista de arquitectura me contó que en conversaciones privadas con un muy brillante y respetable arquitecto se burlaban a menudo de Adolf Loos, más o menos en el sentido de lo que he escrito.
El notable arquitecto acuñó la feroz sentencia:
«Adolf Loos: Cuatro ventanas mal puestas».
Se rieron mucho. La frase era muy buena, un nítido epigrama. Preciso, gráfico, elocuente, breve… Lo tenía todo.
Tan bueno era que al director de la revista se le quedó fijado en la memoria para siempre.
Años después este director se encontró escribiendo un artículo sobre Adolf Loos, y no se le podía ir de la cabeza la maldita frase:
«Adolf Loos: Cuatro ventanas mal puestas».
Así que llamó por teléfono al conocido arquitecto y le pidió permiso para usarla, citándole, naturalmente.
-No, por favor. ¿Cómo vas a publicar eso, que yo digo eso de Adolf Loos? Por favor, no lo publiques.
-De acuerdo. Te entiendo. Si no quieres no lo escribo. No pasa nada. Pero es que es una frase tan buena…
-Pues olvídala. Hazme ese favor.
-Por supuesto. Tranquilo.
Al cabo de un rato al director le sonó el teléfono.
-Hola. He estado pensando en la frase. Si quieres puedes escribir que yo he dicho: «Adolf Loos: Cuatro ventanas bien puestas».
-«Cuatro ventanas bien puestas»… ¡Jajajajaja! ¡Qué bueno! La frase es magnífica, y dice lo mismo que la otra, pero tú quedas muy bien. Lo escribiré así. ¡Buenísimo! «Adolf Loos: Cuatro ventanas bien puestas». Bravo.
En efecto, la frase venía a decir lo mismo: que la arquitectura de Adolf Loos se reduce a poner cuatro ventanas. Si queréis y lo preferís, y os quedáis más a gusto, pues decimos que BIEN puestas.
José Ramón Hernández Correa · Doctor Arquitecto
Toledo · Enero 2017
NOTAS
1 Hace muchos años, siendo yo estudiante de la ETSAM, hubo una exposición de Otto Wagner en el vecino Museo de Arte Contemporáneo (hoy Museo del Traje). Mi profesor de Elementos de Composición (a quien Dios confunda) nos conminó a todos sus alumnos a verla. Como nos pillaba al lado, era gratuita y yo estaba ansioso de enterarme de algo la vi varias veces, convenciéndome una y otra vez de que jamás podría dibujar así y, lo que era peor, de que jamás lograría aprobar aquella maldita asignatura.
A los pocos días vino el catedrático, Antonio Fernández Alba, que se prodigaba muy poco, a dar una charla y a transmitirnos a todos su legendario pesimismo vital. Mi malhadado profesor intervino para mencionar (una vez más) la magnífica oportunidad que teníamos todos de admirar la arquitectura de Otto Wagner en el museo. Antonio Fernández Alba, con el labio belfo colgando hacia abajo, en su característico gesto de conmiseración y de hastío existencial sólo dijo: «Otto Wagner: un bello epitafio».
2 De su incomprensible propuesta para el concurso de la sede del Chicago Tribune no me atrevo a hablar aquí. No sé si algún día me atreveré. Lo dejo en la inagotable carpeta de asuntos pendientes.
3 Pues entonces valiente aportación de pruebas. (Pero suh lo digo con el corasó: fiarsen uhtede de mí. Ehto que digo eh er avagelio).