Hace cincuenta años tuvimos un profesor en la Facultad de Arquitectura que enseñaba a dibujar. Su enseñanza nada tenía que ver con trucos o fórmulas sino con fundamentos, con lo que precede al acto mismo de dibujar, podría decirse. Nos decía por ejemplo que era importante observar en general, lo cual consideraba una virtud especial; y observar el objeto que se quería dibujar con la mayor atención, para entenderlo. Buscar en él proporciones y direcciones. Ritmos. Cosas todas difíciles de definir, vagas. Dibujábamos con carboncillo y usábamos atriles. Nos exigía colocarnos con la distancia adecuada frente al atril, medida con el brazo estirado para lograr amplitud en el gesto, en el trazo. Nos hablaba de evitar el detalle, de no dejarnos llevar por él sin antes haber esbozado la totalidad. Nos exigía mucho, nos acosaba casi y era duro con los que creían saber, porque decía que había que renunciar a lo aprendido para moverse con libertad. Apuntaba siempre a que buscáramos nuestra propia capacidad de expresarnos. Y no buscaba de su rol de profesor razones para ocultar su modo de vivir, de ver las cosas, de situarse frente a la vida.
Se llamaba Charles Ventrillon-Horber y era francés, nacido en París en 1899. Mencionaba mucho a esa gran figura de la pintura académica francesa que fue Jean Paul Laurens (1838-1921), profesor de nuestros Arturo Michelena, Cristóbal Rojas y tal vez de él, cuando muy joven. Había pintado mucho en su tiempo europeo pero aquí su tema era la enseñanza. Su formación lo alejaba de las modas de entonces y acaso lo paralizaba como artista. Ataviado con una bata blanca, era habitante permanente del taller de dibujo, lleno de reproducciones de esculturas del mundo helénico. Las colocaba en el centro del Taller y a veces nos asignaba los puestos haciéndonos dibujar en escorzo aumentando la dificultad. El discóbolo en reposo era su preferido por lo sutil de su ritmo. Una vez logré esbozarlo, él me elogió y aquí está el dibujo frente a mí, todos los días, para recordarme un pequeño logro.
Exigencias y Enseñanzas.
Como uno de los ejercicios de comienzo de curso, difícil hasta para los más hábiles, solía colocar dos taburetes de dibujo entrelazados, para que estudiáramos las direcciones. Y nos recomendaba dibujar nubes. O rocas, porque sus múltiples aristas, vetas, quiebres, reflejos, estimulaban la precisión del trazo. Dio forma a una constelación de exigencias y enseñanzas que ayudaba a distinguir entre el dibujo con vida propia, que remite a la complejidad del objeto, y la simple reproducción hábil, tan común y trivial. Ya eso era de agradecer.
Amaba y estudiaba la naturaleza. Y a Venezuela, su gente, sus paisajes. Cuando “Los Diablos de Yare” eran más auténticos e ir a observarlos requería un viaje de varias horas, en 1954, organizó una visita de estudiantes de la cual quedó un documental en blanco y negro imperfecto pero interesante que una vez nos proyectó. Porque practicaba el cine. Tenía una Paillard-Bolex de 16 mm.
Frecuentaba el mar, que disfrutaba en la casa construida por él en Chichiriviche de la Costa, a donde viajaba en jeep los fines de semana. Allí, en el corredor de esa casa destruida hace veinte años por uno de esos deslaves de nuestro litoral, instaló una especie de silla de pescar porque sentía especial predilección por capturar tiburones. Y como la casa estaba frente al mar y a no más de cien metros de la orilla, sólo tenía que pedirle a alguno de los pescadores del lugar, sus amigos, que le llevaran anzuelo y carnada mar adentro y el viejo (así le decíamos, pero era joven) se quedaba pendiente de la alarma de la caña, para encargarse de la lucha. Era su hobby preferido.
Personas.
Ventrillon nos hablaba de todo en los momentos de descanso. Con frecuencia se le acercaban (seductoras, claro), las compañeras de curso; y él encantado. Y dejaba espacio para sesiones de conversación que eran como pequeños seminarios sobre la vida, las cosas y su obsesión, el arte. Junto a Edoardo Crema, profesor italiano que nos hablaba del Renacimiento, citaba a Vasari y nos hizo comprar la Historia del Arte de Pijoan, nos abrieron a ese mundo. Crema era más convencional pero no menos dispuesto a señalar lo importante.
Y el ser ajeno a convencionalismos hacía que Ventrillon incursionara en temas mundanos. Una vez me dijo,
¿quiere saber como será la mujer que le interesa?
Observe a su madre. Pensé que había dejado paso a una cierta misoginia, pero ahora lo entiendo mejor, la juventud puede ser un disfraz.
Muchos lo hemos visto con inmensa gratitud. Hoy lo reitero, y no lo digo por ser amable con el recuerdo, sino porque en momentos adolescentes cuando uno duda de sus capacidades o de haber escogido el camino equivocado, la presencia de quienes orientan enfrentándote con rigor a tus limitaciones sin dejar de señalar tus virtudes, tienen una importancia excepcional.
Charles Ventrillon es una prueba más de la importancia de las personas en la educación, es mi tema de estos días. Por encima de métodos, programas o intenciones pedagógicas. En cierto modo su presencia en los dos primeros años de la carrera, resumía la dimensión humanística del oficio de arquitecto. Y desde que dejó de ser profesor en nuestras aulas, injustamente separado de su cátedra por la explosión de lugares comunes ideológicos (populistas, claro) a la caída de Pérez Jiménez, su ausencia no ha podido ser suplida o compensada. Pero lo acogió desde entonces la Facultad de Ciencias donde dictó la cátedra de Dibujo para Biólogos y publicó un librito con ese nombre, que sigue a la venta. Murió en su casa de La Pastora en 1977. Allí lo visité una vez, con deseos de decirle que había sido mi Maestro. No sé si lo logré. Hoy lo recuerdo con palabras que me parecen pocas. Y sé que soy el portavoz de muchos.
Óscar Tenreiro Degwitz, Arquitecto.
Venezuela, septiembre 2011,
Entre lo Cierto y lo Verdadero