Carl Gustav Jung (1875-1961), junto a otros, nos ayudó a comprender que el inconsciente tutela o motiva por caminos impredecibles nuestros actos. Ese inconsciente, según el mismo Jung, tiene también una dimensión colectiva, que comparten sociedades enteras.
Hay otro concepto manejado por Jung, que me impresionó mucho en lecturas tempranas y se refiere al “espíritu de los tiempos” (“zeitgeist” en alemán, palabra que se usa también en inglés) la atmósfera intelectual que se da en determinados períodos históricos y se impone sobre la marcha de las ideas haciendo a veces imposible confrontarla a contracorriente.
Estos conceptos son invalorables para tratar de entender “la marcha de las cosas” arquitectónicas. Pareciera por ejemplo que nuestro “zeitgeist” privilegia irresistiblemente en nuestra disciplina la novedad formal prescindiendo de cualquier ética superior a ella. La novedad, aparente o no, es el supremo valor ético. Y lo cierto es que la novedad es como la estupidez, no tiene límites. En arquitectura cualquier cosa es justificable en nombre de la novedad si hay dinero sobrante de por medio. Asunto bastante alejado por cierto de lo que uno pudiera llamar lo constitutivo de nuestra disciplina, que es la racionalidad constructiva, si entendemos, claro, la buena arquitectura como un “saber construir”.
Ese “saber construir” fue central para la modernidad, como lo ha sido siempre para la arquitectura a pesar del ornamento. Y la modernidad llevó a la conciencia unas cuantas ideas que se nos mostraron, podría decirse que repentinamente, en la obra de los arquitectos de genio, a los que podríamos referirnos como “descubridores”.
Construir desde arriba.
Una de esas ideas marcó la génesis del Monasterio de La Tourette, de Le Corbusier. Se trata de fijar como cota de referencia para la concepción del edificio su máxima altura y no el perfil del terreno. De ese modo puede decirse que el edificio “nace” desde arriba, desde un plano horizontal a partir del cual van descendiendo hacia el suelo (tocándolo sólo con las columnas en el caso de La Tourette) los distintos componentes. Le Corbusier escribió sobre ese punto de partida (lo llevó a la conciencia, en términos de Jung) en concisos textos.
Y al hacerlo lo puso al servicio de todos nosotros, lo convirtió en un principio “técnico”, en conocimiento trasmisible a otros.
Ya en tiempos de la modernidad se había respondido de manera análoga a la topografía, como en el caso de la casa de planta en cruz (Wingspread es su nombre) con los brazos desplazados en el centro, que Frank Lloyd Wright construyó para Herbert Johnson, el magnate de las ceras, en 1937, que se levanta en un terreno de suave ondulación. Y más tarde se ha usado muchas veces como principio de implantación, como en el caso del Monasterio Benedictino de Güigüe (1984-87) de Jesús Tenreiro en el Lago de Valencia, de huella en cruz como la de Wingspread.
En la arquitectura del pasado se construyó así sin que se identificara en ello un “concepto.” Además los medios técnicos hacían imposible posarse en la pendiente con columnas debiendo recurrirse a muros de contención. Es el caso de las fortalezas militares emplazadas en el tope de colinas, que exigían la definición de un espacio central amurallado que con frecuencia sobrepasaba las dimensiones del terreno obtenido mediante nivelación.
Se llevaba la tierra del centro de la colina hacia los bordes para ser contenida por grandes muros de piedra que se prolongan sobre la pendiente hasta convertir las esquinas en bastiones. También se construyeron de ese modo conventos y monasterios, llegándose en algunos casos, en busca de la horizontalidad, a logros constructivos asombrosos.
La historia enseña.
El construir sobre una colina fue sometido a crítica por la modernidad. Frank Lloyd Wright escribió que no se podía construir en la “frente de un monte” aludiendo a la importancia de conservar el perfil natural. Un punto de vista, como mencionaba antes, refutado por la historia de la arquitectura. Que también nos enseña que al modificar la topografía se debe construir una nueva: se impone como contrapunto una geometría artificial sobre la natural dándose origen a un diálogo entre arquitectura y naturaleza que ha alcanzado altos niveles estéticos.
Como es el caso del complejo religioso que se construyó en Asís, Italia, a partir de la tumba de San Francisco (1.181-1.226). Hace casi cincuenta años me impresionó ver a lo lejos, desde la carretera, enrojecida por la luz del atardecer, su masiva imagen sobre las laderas que suben hasta las primeras casas desde las tierras de labranza. Con la distancia no entendía bien la poderosa figura y sólo fue más cerca cuando se revelaron los enormes muros de contrafuertes abovedados que arrancan desde los flancos de la colina para prolongar la terraza donde se yergue el santuario.
Así se logra alojar el monasterio y sus dependencias sin irrumpir en el pueblo. Me asombraron las dimensiones del esfuerzo constructivo, y admiré por largos minutos este prodigio de la voluntad humana entrelazado con el medio natural. No fue esa la única lección que recibí en Asís. Hubo otra que podría llamar psicológica si no fuera porque me dejó una huella íntima de otro nivel que creo conservar.
Fueron para mí y mi incipiente familia dos días irrepetibles en un lugar del mundo que acunó uno de los más hermosos milagros de la cristiandad. Porque las calles, la plaza de la iglesia, la basílica misma construida con piedra de tonos naranjas sobre la cripta que guarda los restos del Pobre con los míticos frescos del Giotto, llegan a lo más profundo y allí se quedan.
Óscar Tenreiro Degwitz, Arquitecto.
Venezuela, enero 2010,
Entre lo Cierto y lo Verdadero