De la (insoportable) variabilidad del hecho contemporáneo a los tiempos de la arquitectura
Vivimos un tiempo en el que prácticamente todo se considera válido y en el que todo es revisable. Un tiempo en el que la necesidad de ofrecer algo nuevo y distinto de todo lo hecho, y que por supuesto se reconozca como tal, prevalece frente a cualquier otra necesidad o valor.
Hoy en día, y hace ya tiempo, a la arquitectura no se le deja disfrutar de su tiempo, de ese tiempo necesario para su procesado y ejecución; el necesario para su compleja elaboración. Su cronología ya no esta dictada por su propio devenir, por su propia evolución y necesidad. No, hoy en día sus tiempos vienen marcados por aquello que es ajeno a su naturaleza. Está marcada por los tiempos políticos, por los tiempos del mercado o los espurios tiempos personales; tiempos todos ellos de conveniencia, ¿pero conveniencia de quién? El mercado de consumo ha entrado con fuerza en la arquitectura y ésta ha abrazado sin pudor sus valores, y nosotros con ella.
La arquitectura se ha ido poco a poco convirtiendo en un instrumento ajeno a si misma. La hemos dejado, hemos sido condescendientes y complacientes con aquello que en un momento nos parecía un empuje y que con el tiempo se ha mostrado como un lastre, y con esa carga indeseablemente añadida la hemos lastrado y la hemos banalizado, la hemos hecho perder complejidad y profundidad, se ha convertido en superficial y banal y las honrosas excepciones “que haberlas, haylas” sobresaliendo de la media, confirman la regla.
Tampoco se trata de colocar a la arquitectura en el alto pedestal de las bellas artes intocables y contemplativas, al contrario, ha de ser tangible y participativa, pero por si misma, no por los agentes externos que la emplean como propaganda o espectáculo pasajero, hay que devolverle la dignidad de su trabajo y si cabe, algo de antigua honestidad. Poner excesivo énfasis en lo emblemático de su resultado final reduce su capacidad de transmitir y la empobrece y embrutece. Nos hemos acostumbrado a no saber ver y a no saber leer la arquitectura, nos limitamos a mirarla y a decidir, rápida y fugazmente, entre los simples polos de una reduccionista y maniquea clasificación estética. Lo dicho, la reducimos, la simplificamos y la banalizamos, mejor dicho nos la reducen, nos la simplifican y nos la banalizan.
“Ninguno de nosotros es tan buen arquitecto que pueda trabajar por debajo de su capacidad; y sin embargo, no conozco ni un sólo edificio reciente donde no se evidencie hasta la saciedad que ni el arquitecto ni el constructor se esforzaron. Ese es el carácter distintivo del trabajo moderno. Pero el trabajo antiguo fue, en su mayor parte, entregado. Nuestro trabajo, en cambio, da siempre la sensación de valer dinero, de que recortamos nuestro esfuerzo donde y cuando podemos, de una indolente complacencia en la baja calidad, en vez de un leal empeño en nuestras fuerzas. Terminemos de una vez con ese tipo de trabajo: alejemos toda tentación; no nos dejemos envilecer para luego protestar y lamentar nuestras diferencias; confesemos nuestra parquedad o nuestra escasez de ideas, pero no nos engañemos. No es, ni siquiera, una cuestión de cuánto debamos hacer, sino de como deba hacerse; no es una cuestión de hacer más, sino de hacerse mejor”.
Las palabras de John Ruskin, recordadas por Josep Quetglas en un artículo sobre Paco Alonso, ya nos decían esto a mediados del siglo XlX.2
La cultura del proyecto exige esfuerzo, autocrítica y algo de limitación de la complacencia de la que hacemos gala demasiado a menudo. Conviene además recordar que un proyecto es, como nos dice Juan Tallón, “un ejercicio propositivo que tiene muchas posibilidades de quedar en nada”, así que no estaría de más aprovechar estos tiempos que la presente coyuntura nos brinda (a la fuerza), para cierta pausa y reflexionar más sobre el qué hacer que sobre el cómo hacerlo.
Acabo con unas frases de Roberto Bolaño citadas por Juan Tallón3 sobre la literatura que, por aquello del paralelismo, a lo mejor podemos aprovechar. Nos dice el escritor chileno:
“Una calidad de escritura no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer cualquiera, sino escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues escribir maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera. ¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío”.
A saltar pues, pero con los ojos bien abiertos…
jorge meijide . arquitecto
a coruña. marzo de 2012
notas:
1 “Marquesa Casati”, Man Ray, 1922.
2 “Las siete lámparas de la arquitectura”, John Ruskin, 1849. Citado a su vez por Josep Quetglas a propósito de Paco Alonso en el número 137 de la revista Arquitectos, del Consejo Superior de Arquitectos de España, 1995.
3 “A pregunta perfecta”, Juan Tallón, Sotelo Blanco Edicións, 2010.