La palabra anomalía viene del griego ἀν y ὁμαλός, es decir ‘no igual’, que no se conforma con la regla general, la norma, el comportamiento habitual. En el ámbito de las ciencias físicas, por ejemplo, representa cualquier variación con respecto a un modelo de referencia, en lingüística indica la irregularidad en la conjugación de un verbo, en astronomía designa la particularidad del movimiento de un astro.
¿Qué significado y uso tiene la palabra anomalía cuando el sujeto del discurso es el ser humano? ¿Cuál es el modelo de referencia que tiene legitimidad para ser usado como término para definir qué es anómalo? ¿Quién define, en cada situación, el límite entre un comportamiento anómalo y uno ‘no anómalo’, una idea anómala y una ‘no anómala’?
La palabra anomalía tiene una relación estrecha con la palabra normalidad –que viene del latín norma, la escuadra que servía para medir si los ángulos eran rectos– y con la palabra regla –la rēgŭla que servía para trazar líneas, de allí el significado figurado de regla–. Surgen algunas preguntas:
¿Y si se quieren trazar líneas curvas? ¿Si se descubre que las ideas resultan no ser medibles?
Es evidente que en las infinitas maneras de vivir la vida no hay reglas o normas absolutas y verdaderas. Es evidente que cualquier persona que se arroga el derecho de definir cuáles son las ideas válidas y cuáles son los caminos correctos esconde, detrás de la falsedad de la moral y el bien del otro, la defensa de prejuicios personales o los privilegios de una corporación. A menudo ese comportamiento esconde la incapacidad de vivir plenamente la vida por parte de algunos.
Las ciudades han llegado a ser el lugar clave en que se desarrolla nuestra vida moderna, después de la casi total conquista del espacio y consiguiente destrucción de la naturaleza por parte del hombre. La ciudad contemporánea, su organización, su forma, son la reificación de nuestras ideas.
¿Cómo se proyecta el arbitrario concepto de anomalía en el ámbito espacial? ¿Cómo la voluntad de conformarse con las reglas, establecidas por una mayoría ficticia, plasma la ciudad?
Mirando la geografía de una metrópoli cualquiera, se nota que el resultado de la proyección es siempre el mismo: islas mudas, espacios confinados, barreras. Por un lado los espacios del exilio –materializados en cárceles, estructuras psiquiátricas, campamentos para los pueblos nómadas, centros para personas que han decidido vivir en otro país, centros para menores o mayores, todos lugares en los que un grupo de personas constriñen a otras a vivir/morir, siempre perdiendo la libertad, en base a principios, ideas o prejuicios personales transformados en actos de coerción y estigmatización– y los espacios escondidos –los barrios populares, las zonas malolientes, las zonas de frontera, las áreas perdidas de las ciudades– lugares en los que las personas están indirectamente obligadas al aislamiento, para esconder su anomalía, personas que no quieren usar la escuadra para medir, que quieren vivir trazando líneas curvas, personales, temerarias.
Por el otro hay los espacios del exilio voluntario e inconsciente –bloques residenciales con cámaras de seguridad, centros comerciales, hipermercados, fitness clubs, resorts– que revelan la imposibilidad de vivir plenamente la vida por parte de un número de personas creciente, que desde los primeros años de lo que se llama educación –o sea la escuela obligatoria– se han alejado de su propio centro. Una búsqueda mecánica y continua de una anestesia a la vida, a la contradicción, que es precisamente lo que caracteriza la vida.
Vida y contradicción que precisan de espacios anómalos, que cuestionen de manera obscena la norma actual. Espacios humanos, de encuentro, refugio, experimentación, prueba, desorganizados, casuales, naïf, viscerales, oscuros, acráticos, imprecisos, cuestionables, nómadas, carnales, catárticos.
Wayward Wandering
Autor del blog Perspectivas Anómalas
Barcelona, Enero 2016