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Populismo (II) | Óscar Tenreiro Degwitz

Populismo (I) | Óscar Tenreiro Degwitz

La Plaza de Italia, en Nueva Orleans, pura imitación, puro fake efímero, le dio fama también efímera a Charles Moore, en los setenta.
La Plaza de Italia, en Nueva Orleans, pura imitación, puro fake efímero, le dio fama también efímera a Charles Moore, en los setenta.

Cuando yo estudiaba arquitectura teníamos un profesor cubano llamado Ricardo Porro Hudalgo (1925-2014), quien habría de construir en la Cuba fidelista unos años después una de las pocas obras de arquitectura digna de mención en el medio siglo de revolución cubana, una escuela de arte con bóvedas de ladrillo que ha sido muy elogiada. Porro, marxista militante en esa época (hoy vive en Francia y poco sé de él), gustaba de hacer proselitismo entre los estudiantes, y como era un hombre de amplia cultura, muy buen expositor y personalidad sobrada como decimos en Venezuela, resultaba muy difícil de contradecir. El hombre intimidaba.

Yo no era su estudiante porque el ejercía en los cursos inferiores, pero como difería ideológicamente de él y me molestaba su talante proselitista, me deslicé una vez en su curso una tarde cualquiera. No me acuerdo con precisión cual era el tema que Porro exponía, pero sí de mi desacuerdo, el cual expuse con toda la torpeza de mi corta edad. Pretendía yo refutarlo con argumentos que venían de mis vivencias personales y de determinadas convicciones, ante lo cual Porro quien me había oído muy respetuosamente me preguntó: ¿en cual autor te apoyas para decir lo que dices, en cual libro? Ante lo cual muy turbado le respondí que en ninguno pero que ese sentimiento, el que yo había expuesto, estaba en la gente con quien yo tenía contacto. Demás está decir que a Porro le convenció muy poco mi alegato y continuó su clase sin detenerse más.

Muchos años después me contaba el Ingeniero August E. Komendant (1906-1992) de quien tanto aprendí, que estando él gestionando permisos en las oficinas de control de la municipalidad de La Jolla, California, donde habría de construirse el Instituto Salk de Louis I. Kahn (1901-1974), edificio de cuya estructura había sido responsable, debía enfrentarse a la actitud dubitativa de los ingenieros a cargo, a quienes no convencían del todo las razones técnicas que Komendant daba, particularmente las relativas a su principio de la “elasticidad controlada” con el cual resolvía las solicitaciones sísmicas, muy exigentes en esa zona de los Estados Unidos. Los ingenieros le decían que el edificio no estaba conforme a las normas y que no encontraban justificaciones adecuadas en ningún libro consultado. Ante lo cual Komendant les respondió ¿Y quién escribe los libros? ¿No son acaso las personas? Con lo cual estaba en realidad invitándolos a aplicar sus conocimientos, su capacidad de razonamiento, frente a lo que oían de su interlocutor, quien obtuvo el permiso y hubo de comprobar lo acertado de su enfoque técnico en el terremoto de San Fernando de 1971 en el cual el edificio no sufrió ningún daño.

Lo que quiero recordar con las dos anécdotas es una verdad simple y muy olvidada: que no todo debe estar en los libros para que se constituya en un punto de vista capaz de ser sostenido y expresado. Y que no importa cuan joven uno pueda ser o cuan inadecuado sea frente a gente de mayores luces, para sostener un punto de vista lo que se necesita es sentido común y capacidad de argumentación, algo que por supuesto es alimentado por las lecturas y el conocimiento en general pero que no tiene por qué ser reprimido aunque desde luego se imponga, como en todo, la obligación de ser coherente.

Insisto en que lo que digo es elemental y propio de ceremonia de graduación de bachillerato pero las hipocresías de la vida académica me subrayan la importancia de razonar desde el sentido común y una mínima energía interior para sostener un punto de vista y me hacen dudar de la tendencia a repetir asuntos leídos aquí y allá que se acumulan como citas obligatorias sobre un escenario psíquico más o menos árido. Y si bien es cierto que el mundo académico exige como requisito que lo que sea dicho o escrito se apoye en referencias bibliográficas suficientemente meditadas, también es cierto que el mundo académico es con frecuencia un ambiente carente de frescura, asediado, precisamente, por los requisitos y las normativas.

Y todo esto viene al caso a propósito de la crítica, porque tal como lo digo en la nota de hoy, durante los primeros tiempos del posmodernismo parecía imposible cuestionar los supuestos que circulaban por todas partes porque no se habían escrito los libros (y nunca se escribieron, me parece) que dijeran lo que mucha gente quería decir.
Así que, lo digo en la nota, me pareció ya en los primeros ochenta que el libro debía escribirlo yo aunque tuviese muy pocos lectores.

Así que empecé a buscar el necesario alimento para sustentar lo que pensaba. En otras palabras, sabía lo que quería decir (de allí las anécdotas anteriores) y busqué sustento intelectual partiendo de allí. La convicción profunda, apasionada, sin respaldo puede terminar siendo el acicate para profundizar en el conocimiento.

Leí mucho en consecuencia. Al principio de manera desordenada, luego una lectura me llevó a otra y a la larga, no fue fácil, pude tener a la mano fundamentos que más nunca se separarían de mi conciencia. En esos tiempos y en los inmediatamente anteriores, hace casi treinta años, fue que me encontré con la concepción de la filosofía de Wittgenstein, con su pensamiento en general, al cual me había acercado, lo he escrito varias veces, un simple comentario en un foro de la Facultad de Arquitectura del colega arquitecto y profesor de Historia, Manuel López. Me interesó tanto que me llevó hacia este hombre excepcional, a quien veo hoy como uno de los pensadores más significativos del siglo veinte. Nos liberó de muchas cargas innecesarias que abrieron campo a una nueva forma de filosofar, nos centró en lo esencial, podría decirse.

Y desde entonces pude situarme más cómodamente, sin la ansiedad anterior, ante la Crítica y los críticos de arquitectura. Pude diferenciar mejor. Separar la hojarasca de lo más esencial.

Es lo que me llevó a escribir el texto al cual me referí en mi nota que llamé “Crítica y Arquitectura, Sociedad de Responsabilidad Limitada” En él, aparte de definir mejor mis puntos de vista sobre algunos temas que se discutieron en un momento dado en el ambiente latinoamericano, como el de la Identidad, redacté un capítulo central en el que pude situar mejor los diferentes ropajes de la actividad crítica. Lo concluí con una serie de comentarios en forma aforística que buscaban ilustraban mis puntos de vista sobre distintos temas vistos desde la arquitectura.

Y confieso que me sentí liberado. Escribir fue el instrumento.

Y entre otras cosas, ya puedo decidir con más libertad cuando la crítica es pensamiento auténtico y cuando hay, simplemente, que ignorarla.

Óscar Tenreiro Degwitz, Arquitecto.
Venezuela, noviembre 2012,
Entre lo Cierto y lo Verdadero

Notas:

Decía la semana pasada que hace algunos años, casi veinte, movido por la incomodidad ante el rumbo que tomaba la discusión sobre arquitectura, escribí un texto que pretendía increpar al mundo de la crítica y los críticos más allá de las visiones especializadas. Hablar desde fuera buscando incidir en un debate que me parecía ensimismado. Pero una interpelación desde un lugar más o menos oscuro del mundo cultural como es el nuestro, que además se caracteriza por un fuerte estancamiento, tiene muy leves consecuencias. Lo cual no quiere decir que la incomodidad ante la deriva del pensamiento arquitectónico que cobró forma en los años finales de la década de los setenta no estuviera presente en el ánimo de muchos.

En cualquier lugar donde uno escarbara un poco, en los países centrales como en los periféricos, en la opulencia como en la escasez, se sentía la incomodidad. Pero no conseguía expresarse porque era un tiempo de transición, de tránsito hacia una nueva perspectiva. Junto a una necesaria revisión de ciertos supuestos de la modernidad se incurrió en demasiadas simplificaciones, se restauraron viejos ídolos, y, sobre todo, se quiso postular forzadamente algo así como un nuevo comienzo. Era un río muy caudaloso que se llamó a sí mismo posmodernismo.

Ante esa situación era muy poco lo que podía hacerse. Me viene a la memoria lo primero que leí en mi vida de Carl Gustav Jung, hace ya demasiado tiempo. Un ensayo dedicado a la promulgación por el Papa Pio XII, en 1950, del dogma de la Asunción de la Virgen María, una lectura de gran interés que me marcó mucho, yo muy joven. En la introducción al ensayo, hablaba Jung del Espíritu de los Tiempos (en alemán el zeitgeist, palabra que se usó hasta el exceso entre los críticos de arquitectura anglosajones hasta hacerla ingresar al diccionario inglés) haciendo notar que era desaconsejable hablar a contracorriente con él. Y que por eso mismo, Jung evitaba hacerlo.

En esos tiempos de ebullición posmodernista lo que predominaba era la afición por las palabras-conceptos con apariencia de novedades. Era cuesta arriba persistir en el uso de un lenguaje más directo, menos recargado de retórica y sobre todo libre de prejuicios frente a la herencia moderna. La discusión sobre arquitectura prescindió en gran medida de la arquitectura construida y los valores que la justifican para dar paso a la especulación puramente formal, a la visión del edificio como objeto, al dibujo especulativo como sustitución de la construcción, a la reivindicación del estilo. Algunos de esos polvos habrían de traer buena parte de los lodos actuales ¿lo presintió el mundo de la crítica?

En algunos casos sí. Recuerdo muy bien cuando Kenneth Frampton ante un grupo de mis estudiantes aquí en Caracas comenzó una conversación diciendo que el posmodernismo era un tigre de papel. De él oí por primera vez los nombres de los arquitectos españoles que en cierto modo resistían. O los de los portugueses Alvaro Siza y Fernando Távora. Esa toma de posición le valió a Frampton muchas dificultades. Que tal vez tienen un papel en su adopción de una cierta ambigüedad que le impedía dos cosas: ser claro en sus rechazos y mostrar la arquitectura que le interesaba. Lo aquejaba otra de las debilidades del crítico: la precisión resta mercado.

Y también está el caso de William Curtis, quien tuvo el mérito de defender los valores más intemporales en el legado de Le Corbusier, aparte de su claro rechazo a los lugares comunes del discurso de moda en los ochenta, lo cual también le concitó, como a Frampton la antipatía de quienes presumían de estar al dia. Un caso muy opuesto al del célebre de entonces, Charles Jencks, quien después de haber escrito un buen libro sobre el viejo Le Corbusier que fue muy leído y comentado, pasó a convertirse en conocido propagandista del posmoderno y acuñador de la otra etiqueta favorita de esos tiempos: tardo-moderno, clasificación ad-hoc para desacreditar a los más rutinarios.

Y es legítimo decir que la definición más superficial del posmodernismo es fundamento ideológico del populismo. ¿No es el lema “todo vale” un concepto típicamente populista? Veamos: no se privilegia un canon estético (que es lo mismo que un canon moral) sino se recurre a muchos según convenga, se desdeñan los modelos por excluyentes y se aceptan muchos, aún siendo contradictorios, no hay una dirección preferencial para la marcha de las cosas sino muy diversas aún a riesgo de ser regresivas, hay estilos y se escoge el que calza en mi gusto o mis esquemas, no hay la cultura sino las culturas (es lo que se ha respondido, por ejemplo, a las inquietudes de Vargas Llosa) y tanto la baja como la altacultura pueden equipararse. Y podríamos seguir. El populismo es la disposición a aceptar lo que complace o convenga a la oportunidad o al gusto de las mayorías. El populismo es el reino de lo efímero que bien puede ser falso como la famosa Plaza de Italia de Charles Willard Moore (1925-1993). Y la ciudad populista por excelencia es Las Vegas, símbolo del americano inculto y deseoso de reproducir escenarios para no tener la molestia de viajar y expresarse en otro idioma. Y no es casualidad que Robert Venturi, el arquitecto que vino a ser como el heraldo del posmodernismo haya sido el autor del libro “Aprendiendo de Las Vegas” que no era otra cosa que un deseo de elevar el mal gusto y el paroxismo de lo fake de ese lugar del mundo al nivel de expresión cultural de derecho propio tan digna de admiración como cualquier milenaria ciudad europea.

Desde allí no había sino un paso corto para llegar a muchas de las distorsiones actuales. Lo falso se puso (y aún está) de moda. Y no doy ejemplos por varias razones, entre ellas por lo del espíritu de los tiempos.

Óscar Tenreiro Degwitz
Óscar Tenreiro Degwitzhttps://oscartenreiro.com/
Es un arquitecto venezolano, nacido en 1939, Premio Nacional de Arquitectura de su país en 2002-2003, profesor de Diseño Arquitectónico por más de treinta años en la Universidad Central de Venezuela, quien paralelamente con su ejercicio ha mantenido ya por años presencia en la prensa de su país en un esfuerzo de comunicación hacia la gente en general de los puntos de vista del arquitecto acerca de los más diversos temas, entre los cuales figuran los agudos problemas políticos de una sociedad como la venezolana. Tenreiro practica así lo que el llama el “pensamiento desde y hacia la arquitectura”, insistiendo en que lo hace como arquitecto en ejercicio, para escapar de los estereotipos y cautelas propios de la “crítica arquitectónica”. Respecto a la cual no oculta su desconfianza, que explica recurriendo al aforismo de Nietzsche sobre el crítico de arte “que ve el arte desde cerca sin llegar a tocarlo nunca”.
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