Respirar, trabajar, acomodarse – por un instante – en el regazo de la mente, procurando hacernos un espacio, pero sin incomodarnos, nadar en el agua quieta de la fuga del pensamiento, olerlo silenciosamente, acariciar su temple, llegar a tocar el fondo con los dedos, recoger lo hallado, levantarlo con el alma, salir a la superficie orientados por la luz y luego depositarlo en el cuenco de una mano.
Así es la mente que nos persigue hasta pasar desapercibida, como la estela del ancho buque que navega y deja un rastro espumoso apenas corpóreo sobre el mar. Ese buque que anda raudamente sin mirar atrás, ignorando su huella, esa que se va borrando hasta involucrarse absolutamente en el mar que le dio vida.
Cuando pausamos, cuando pensamos…: trabajamos, estamos inmersos en nuestro océano, nadando, pescando, soñando.
La pausa es una nuestra barca, esa que nos lleva sin rumbo por el pensamiento fugaz de la bien querida rutina. Por ello, la pausa es necesaria para rectificar el rumbo o desear perderse en nuevos mares.
La pausa, -como se piensa- no nos detiene, nos acecha constantemente, para colocarnos nuevamente en el juego; obedece a esa “inminente quietud”, nos deja nuevamente en la meta, así continuamos, y esa pausa, como la estela dejada por el buque o la barca, desaparece y el rumbo se vuelve hacer visible.
Así es la pausa, así es la mente, cuando pausamos pensamos, trabajamos, pero no paramos.