Recuerdo cómo los profesores de proyectos nos hablaban de sus viajes, a destinos europeos sobre todo, también americanos, para visitar la obra de los arquitectos que admiraban y nos servían de ejemplo. Parecía una rutina necesaria, casi una obligación. Viajar por Europa para verla obra de Le Corbusier, los países nórdicos para conocer a Alvar Aalto y con algo más de tiempo Erik Gunnar Asplund, o si se hacia más adelante, quizá ya como doctorando, la de Reima Pietilä; saltar a Norteamérica para visitar a Mies en Chicago y Nueva York y a Frank Lloyd Wright por un territorio mucho más amplio… Resultaba atractivo pensar en ello como algo que tarde o temprano tendríamos que hacer y lo haríamos con placer, sin duda, y nadie objetaría al respecto.
Resulta más fácil convencer a tus padres para que apoyen económicamente un viaje de este tipo que otro, digamos, para pasar una semana en Ibiza, aún cuando también podrían verse allí obras conocidas de Coderch o, saltando a Mallorca, de Utzon, por ejemplo, pero esto no es tan sencillo de explicar. El viaje como descubrimiento o como epopeya seguía ofreciendo belleza y épica y animaba a los estudiantes a emular las aventuras ya narradas de los maestros y sus revelaciones luego volcadas en tesis de nuestros profesores que continuaban así una bonita tradición donde además se subrayaba la importancia también de lo clásico en la formación del arquitecto contemporáneo.
Creo que por suerte, pero quizá por pereza o por equivocación, aprendí a viajar sin demasiado interés por ver demasiados edificios. Pronto eliminó de mi equipaje la absurda carga de visitar un número casi ilimitado de ellos y preferí pasar más tiempo en los bares o paseando sin rumbo por las calles, en plan flâneur; aunque aún no sabia qué era y mucho menos lo había leído en Baudelaire o en Benjamin.
Un profesor, muy antipático y amargado, al menos me enseñó una buena cosa y esta fue el placer de viajar sin ánimo de fotografiar absolutamente todo y mucho menos arquitectura, ya que existían muy buenas fotos y libros de casi todo (esto no mas lo dijo, lo asocié yo).
Ya el cine y la propia experiencia nos ha despertado de un sueño viajero que ahora no es más que un triste devenir de maletas con ruedas y puertas de embarque. El viaje, como extravagancia, ha quedado reducido a un asunto incómodo que sufren delegados comerciales y ejecutivos en dosis similares de paciencia e incomodidades, y la emoción no es más que inquietud y temor a que, en el tedioso proceso, algo salga mal.
Por fin, el tiempo nos ha regalado no ya la emoción pero sí al menos la obligación de viajar, tampoco por placer sino únicamente movidos por la ausencia de oportunidades en nuestro país. Así, encuentro un pequeño placer en hacer memoria de mi ciudad y de los lugares donde he vivido o que he visitado, y recuerdo que he sido feliz en todos ellos, creo que sin excepción.
Junto a mis recuerdos, guardo fotos de algunos de ellos y a veces me gusta verlas, y sentir una gran nostalgia, una enorme tristeza sobre la posibilidad de no poder volver a ellos, quizá nunca más, y eso me anima a viajar de nuevo para poder experimentar ese antiguo placer y estas nueva tristezas.
bRijUNi architects (Beatriz Villanueva y Francisco Javier Casas Cobo).
Riyadh (Arabia Saudí), enero 2015
Podéis disfrutar de más lectura en su libro Crónicas distantes. Del oasis al desierto.